Silencio terrorífico

Autora: Rafaela castro Lucena

La protagonista de esta historia llamada María se casó joven y enamorada. Cuando conoció a este hombre que tenía el nombre de Carlos se hicieron novios y ella cada día más satisfecha. Así que cuando él le propuso matrimonio no tardó nada en aceptar pue tenía por seguro que iban a ser muy felices.

Al principio todo iba muy bien hasta que las cosas fueron cambiando. La simpatía y amabilidad que su pareja solía tener estaban desapareciendo para dejar paso a una persona celosa y autoritaria.

De entrada le dijo que ella tenía que quedarse en casa y dejar su trabajo de secretaría en una empresa ya que según su marido él ganaba lo suficiente.

Cuando María dejó de trabajar al estar todo el día sin ver a nadie, intentó quedar alguna vez con sus amigas. Ella protestó diciéndole que él no tenía derecho a prohibirle nada, a lo que él le contestó con una bofetada.

A partir de ahí era raro el día que no la agredía. María no dijo nada a su familia ni a nadie de lo que estaba ocurriendo. Lo guardó todo en secreto. ella tenía la esperanza de que igual que con las personas que conocía era muy bueno, con ella también cambiaría su comportamiento.

Pero no fue así. Uno de esos días, tantos fueron los golpes que le propinó, que cayó desmayada al suelo. Al ver que no reaccionaba, el marido llamó a urgencias diciendo que cuando llegó a casa se la encontró en esta situación.

María estuvo unos días inconsciente en el hospital donde la atendieron muy bien y la devolvieron de nuevo a la vida. a partir de ese momento se acabó su silencio y habló con los médicos y les contó su terrible situación. Le aconsejaron que interpusiera una denuncia por malos tratos. Ella no dudó ni un momento y aquí se terminó el secreto y el silencio.

Sobre el silencio

Autor: Antonio Serrano Fontana

En el silencio fervoroso de mi mente, sobre los calmos meandros de mi cuerpo siento cómo crece la ciudad que es tu cuerpo y cómo se extiende pausadamente, tanteando, asombrada en la mudez deshabitada, sin cantos, de la tarde de otoño; porque este lugar que tu eres, de tan nuevo, aún no tiene pájaros. Ya vendrán más tarde, en cuanto el bosque-ola carmesí de tu respiración los atraiga hacia sus ramas. Eso si, hollaste con delicadeza la gleba tierna de la vega que todo lo sostiene (incluso al mismo firmamento), y en el hueco que dejó tu menudo pie al caminar, al poco asomaron las raíces de lo que después serán jardines, templos, puertas, avenidas… Mi pensamiento te sigue, protector, cuando trazas entre edificios, gozosa, tu camino, laberinto de cabello moreno, y ahuyenta con gracia las sombras que pretenden detenerte. Silencio, silencio, dice el río que atraviesa esta maravillosa ciudad corpórea, hablando en sueños, sosegado como un niño dormido, y tú ríes por bajo para no despertarlo mientras vadeas sus aguas lentas. Silencio, silencio, susurra entre tus dedos el aire que dora las siete colinas sobre las que te yergues y que te hacen, los pómulos, los senos, el pubis y las rodillas, y tu giras y giras con los brazos abiertos, en homenaje, conmovida…

Es cierto que esta ciudad que tú eres tiene ya milenios: cuando era niño, bajaba corriendo desde el Albaicín por la Caba rozando con los dedos de una mano las piedras húmedas de los muros de las casas, soñando, amor, tocarte en mi futuro, para encontrar después debajo de mis uñas argamasa gris de tristes huesos, harina de cuerpos venerados amasada en el molino de los siglos. Llegaba después a la Catedral, acezante, y en la semioscuridad otoñal con olor a incienso y membrillo del inmenso templo te buscaba con ansía, sin conocerte. Y yo, ungido de todas las aguas lustrales, me dejaba envolver por el halo rosa y gris fosforescente del cristal de los vitrales y gozaba con la mirada de la gracia aérea de los arcos hasta completar el trazado de un bosque de piedra. Y allí, al final, entre las sombras equívocas de las imponentes columnas, donde los dinteles cierran el lazo de su lujuria serpentina te revelabas tú, en tu forma de callada y humilde estatua de mármol, y yo te interrogaba sobre la vida y sobre alcanzar el mismo cielo y sobre el miedo a las llamas del infierno, hablando para mis adentros, para que no me escuchara ninguna persona de las que oraban bisbiseando en el silencio resonante del templo.

Entreverados con la risa musical de las fuentes, entre el canto de las burbujas de los surtidores crecen también, como flores de agua y de un instante, silencios melancólicos que solo conocen los dolientes de amor. Son silencios verticales de pozo, de tal manera que, quien se atreve a bajar a algunos aljibes y sin pensarlo roza con los labios ese líquido reposado, encontrará esa hondura gélida en su toque, como de cuchillo afilado viajando por el pecho, que tiene el helor de esa agua purísima que mana del corpachón de la Sierra por venas ocultas. Tan verdad es esta agua, que al probarla diríase que la has tomado de las mismas manos de lo divino, porque en cuanto el líquido se reparte por las ensenadas y bahías de tu cuerpo sabes sin saber y ya no deseas nada. Ay, doliente enamorado, bebe, bebe de esa agua tan callada y oculta que ni siquiera le entrega reflejos a las niñas azules que bajan cantando a mirarse en ella, y abandonarás toda esperanza: el amor será para ti como el encanto de aquel que escucha el lenguaje de los pájaros por primera vez y comprenderás que para querer de verdad hay que desasirse de uno mismo y que para volar hacia el amor hay que soltar las piedras que el afecto y el miedo fueron poniendo, grano a grano, en tus bolsillos…

Pero también la noche entra al fin en la ciudad amada y con su dedo de niebla lo acalla todo, al igual que la vida, sólo con ínfimos silencios, levanta escalón a escalón una torre trabada de ausencias entre todos los amantes. Frío, frío, la vela helada apaga el zureo de las torcaces en el olivo y el tañido de las telas de araña, el dindondin de la campanita del convento sobre la plaza vacía y los pregones en los mercados. La delicada mano de la noche esparce sombras deshilachadas sobre el aroma de los arrayanes del jardín y quiebra los ojos con el ansia de mirar el revés del mundo. La noche tiene que pasar por aquí, por nosotros, porque, tarde o temprano, todo ha de cerrarse para que la belleza quede intacta, como una flor cierra sus pétalos al amanecer para ocultar al sol sus secretos más íntimos o como un cuerpo que ya no espera nada más se abraza a sí mismo para guardar en su caja el palpitar de su corazón.

Ahora sé, porqué así me lo dijo en un susurro el mar que siempre bate a mis pies en cualquiera de mis sueños, que debo dejarte ir, porque el mundo está aún por terminar y necesita tus menudas manos de alfarera. Apoyado sobre el pretil del último puente sobre el Darro esperaré tu paso, amante, callado, lejano, para verte repartir gentilmente con tus manos la luz desmigada del amanecer.

El silencio de la abuela

Autora: María Gutiérrez

Sara, la mediana de tres hermanos, era la única que tenía claro que le gustaban los libros. Estaba dispuesta a conseguir su sueño en el mundo de la matemáticas. Esta determinación se la debía en gran parte a un profesor que por su forma de enseñar, consiguió liberarla de la “matefobia” que casi siempre trae consigo dicha asignatura.

Durante un tiempo se mantuvo en silencio, cuidando sus pensamientos y sus palabras hasta estar completamente segura para dar el paso definitivo.

Una vez convencida, le comunicó a su familia que había encontrado su camino: el apasionante mundo de las matemáticas, así que súper ilusionada se matriculó para iniciar su carrera en ciencias exactas.

Transcurridos los dos primeros cursos, se dio cuenta que no le fascinaban tanto como ella creía, empezando las dudas de si seguir o cambiar de carrera. A sus veinte años, se planteó hacer un alto en el camino y días tras día lo consultaba con la almohada. No quería dar un paso en falso y precipitarse con una decisión inmediata, conectando con su mente en medio de una actitud silenciosa y abrumadora a la vez, siendo consciente de lo que iba a suponer exponerlo a la familia y contar con su apoyo, sin que se sintiera decepcionada.

Ahora se decantaba por ingeniera industrial, en la cual también había matemáticas y habilidades numéricas con muchos retos y salidas. Quería seguir motivada para poder vencer todos los obstáculos y después de todo el esfuerzo, ver y comprobar que era a eso a lo que quería dedicarse…

Todos estaban de acuerdo menos Leonor, la abuela. Por nada del mundo Sara deseaba tener el más mínimo roce con ella, no se lo merecía en absoluto y al mismo tiempo, sabiendo que era diabética e hipertensa, entre unos de los muchos achaques que venía arrastrando ya por su edad, no deseaba darle un disgusto en ningún momento. En todas las familias existen diferencias y esta, no iba a ser menos.

En aquella tarde de septiembre, Sara se encontraba muy nerviosa y se preguntaba a sí misma ¿a qué viene tanto miedo? ¡Qué tontería más grande!

No se atrevía a emprender ningún comentario, seguía sentada junto a la abuela en silencio, sin soltar prenda. Quería implicarla de lleno en sus nuevos planes pero se sentía tan turbada pensando que no la entendiera y que lo considerara como un gran error, en lugar de entender su gran deseo que tanto había meditado y pensado en un próximo futuro…

Sara se armó de serenidad, intentado dialogar tranquilamente ante la postura inmóvil de la abuela; no quería saber nada de nada mientras ella le abría su corazón de par en par, como no lo había hecho con ninguna otra persona, hablando y hablando, haciéndole ver que nadie es perfecto, que tuviera fe en ella y no intentar con su postura, complicar las cosas en lugar de dejarse llevar y esperar al futuro con ilusión.

No estaba dispuesta a renunciar, lo había meditado una y mil veces hasta verlo bien claro y seguir por ese camino que ahora se abría ante ella con gran anhelo.

La abuela continuaba con la mirada perdida, como en estado de trance. Siempre había tenido un carácter fuerte, segura de cada uno de sus actos y no había nada, absolutamente nada, que la hiciera romper esa seguridad. ¡Qué dura batalla se le presentaba a Sara ante esa postura tan terca y silenciosa de su querida abuela!

El tiempo, el esfuerzo y la suerte, serán el resultado del nuevo camino elegido.

Salir del silencio

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Silencio. Silencio y oscuridad. Oscuridad densa. No sé donde estoy, ni cuanto tiempo llevo en este lugar. El silencio cae sobre mis hombros y me aplasta contra el suelo. El espacio me ahoga. No encuentro nada a lo que aferrarme, nada que me sujete. No hay ningún resquicio de luz, ni abertura que permita entrar el aire.

De repente percibo un pequeño rumor. Siento que hay alguien más. Alguien que me acecha. Contengo la respiración y me encierro sobre mí mismo. Un escalofrío eriza mi piel. Tiemblo. No puedo detener los espasmos, delatando mi posición. No consigo controlarlos. Un sudor frío recorre mi cuerpo, mientras el pánico se apodera de mí. Dejo de respirar.

Pasa un tiempo eterno. Nada se mueve. La tensión entumece mis músculos. Ahora me asusta la ausencia de sonidos. Sigo alerta. Contengo la respiración de nuevo. Entonces noto un susurro, como si algo reptara muy despacio. El ruido se detiene, al momento vuelvo a notar un murmullo sordo. Pasa un tiempo que me parece interminable. El silencio me envuelve otra vez, golpea mi cabeza, me inmoviliza. Me falta el aire. Mi corazón se desboca, pero sólo yo puedo oírlo. Los latidos golpean mi pecho más fuerte, el pulso se acelera. Creo que mis venas van a estallar en cualquier momento. El sudor empapa mi piel nuevamente.

Un ruido persistente me saca del silencio. La luz de la alarma rompe la penumbra y mis temores últimos, devolviéndome a la realidad. En el salón, sobre la mesa, mis ojos tropiezan con los documentos. Y recuerdo: Lucía se marchó ayer con los niños, dejándome los papeles del divorcio y el silencio.

El grito más fuerte

Autora: Elena Casanova Dengra

Hace frío y es tarde. Paso rápido por la clase donde he olvidado una carpeta. En la pizarra, casi borrados, se adivinan escritos los elementos de la comunicación. Leo de reojo: emisor, receptor, código…«Código», pienso. Harta de explicar qué es el código, caigo en la cuenta de que nunca he hablado del más poderoso, el que no se deja ver ni se deja oír, el que en el ámbito académico no cabe en un hoja de papel ni detrás de una pantalla pero pesa tanto que a veces nos dobla por la mitad la espalda y hasta el espíritu, ese cuyo nombre es silencio.

En esas ocasiones en las que se nos enredan las palabras, en esas ocasiones en las que se nos distorsiona el pensamiento, en esas ocasiones en las que nuestra gramática centrifuga las reglas de la lengua igual que ropa húmeda recién estrujada, en esas ocasiones en las que nos cuesta estructurar correctamente la sintaxis… En todas ellas nos hemos sentido como idiotas al expresar lo que quizás es inexpresable. Qué gran aliado es entonces el silencio pero qué desprestigiado se halla a causa de tantos prejuicios. Qué grande Julio Cortázar al escribir :”Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma” o Eduardo Galeano al afirmar: “Solo los tontos creen que el silencio es un vacío. No está vacío nunca. Y a veces la mejor manera de comunicarse es callando.”

Existen muchos tipos de silencios. El silencio hermoso cuando no son necesarias las palabras para entendernos, duro como la respuesta que no llega, emocionante cuando te veo venir, fiel cuando guardo tu secreto, intranquilo al callar una culpa, existe un silencio que duele… “El silencio es infinito -decía Marcel Marceau- como el movimiento, no tiene límites, los límites los ponen las palabras.”

Quiero compartir con vosotros una historia, la de Silvia. Adolescente de diecisiete años, alegre y de carácter afable que un día quedó callada para siempre. Nunca se supo cuál fue la causa exacta de su silencio aunque su madre siempre ha sospechado que algo extraño sucedió aquel día. Un 27 de noviembre, como siempre, a las 8 de la mañana Silvia subió al ascensor desde el sexto piso y paró en el tercero para recoger a su mejor amiga y compañera de clase, Clara. Juntas llegaron al instituto y pasaron la mañana como cualquier otro día. De vuelta, a las tres en punto de mediodía dejó a Clara en el tercer piso y ella continuó hasta su casa. En la puerta la esperaban sus padres con la cara compungida. No sabían cómo debían darle la terrible noticia, nadie les había enseñado a elegir las palabras adecuadas y la forma de expresarlas. Solo ansiaban suavizar al máximo la tragedia. Con la voz entrecortada y muy nervioso, el padre cogió las manos de Silvia y le comunicó que su mejor amiga, Clara, había sido atropellada la tarde anterior cuando salía de la academia donde recibía clases de inglés. Se la llevaron inmediatamente al hospital, pero no pudo superar los traumatismos y falleció a las ocho en punto de la mañana. Silvia enmudeció, no supo ni pudo procesar en tan poco tiempo qué le había ocurrido por la mañana: ¿Quién la acompañó a clase y quién volvió con ella? Jamás volvió a encerrarse en un ascensor como nunca más volvió a salir una palabra de su boca. Hace poco la vi con el pelo completamente blanco, y su mirada teñida de una gran amargura.

A veces el silencio es nuestro grito más fuerte.

Silencio

Autor: Antonio Cobos Ruz

Tras mi último fracaso literario, decidí refugiarme en un hotel de alto standing para recuperar el ánimo creador e implorarle a las errátiles musas que acudieran a sembrar mi cerebro con urgencia. Dudaba de si el revés sufrido se debía al miedo de lanzarme sin cortapisas en los brazos voraces de la Literatura o si me equivoqué al no sopesar bien mis circunstancias y contingencias. De cualquier modo, la novela fracasada, no tenía alma.

Opté por esconderme en un país extranjero, en un lugar donde pudiera refugiarme, reflexionar y pasar desapercibido. Y desde el mismo instante en el que me instalé en aquel apacible y selecto balneario, me mantuve todo el día callado, rebuscando en mi mente el argumento genial de lo que sería una próxima y exitosa publicación que me conduciría a mi definitivo triunfo literario. Pero, de entrada, no fue mi silencio, sino el silencio de los otros, lo que me llevó a encontrar lo que andaba buscando.

En el amplio comedor de las lujosas instalaciones hoteleras teníamos asignado un emplazamiento personalizado a lo largo de toda nuestra estancia y, desde la primera comida, la posición de mi asiento me ofrecía una visión parcial del salón en la que sobresalía con extraordinaria solvencia una elegante pareja de personas que ya no eran jóvenes, pero que estaban situadas en esa fase de la vida, en la que aún te encuentras sano y fuerte y te parece que mantienes las características más vitales y juveniles de etapas anteriores.

Ambos comensales eran altos, estirados, de suave complexión atlética, de belleza clásica en sus rostros. Se presentaban en el comedor con la barbilla levantada y se aproximaban a su mesa elegantemente vestidos y arreglados. Ella acudía con un peinado perfecto. Sus cabellos rubios y sedosos siempre portaban algún pequeño detalle, nuevo y sorprendente. Él nos mostraba un pelo espeso, abundante, con matices entrecanos que predominaban sobre lo que debió ser un bello adorno uniformemente castaño. Ella desfilaba con un vestido llamativo y distinto en cada ocasión. Él utilizaba tonos claros en lo almuerzos y tonalidades oscuras en las cenas. Al menos, le conté cuatro o cinco trajes diferentes durante la primera semana. Aunque no llegaba a percibir su olor desde mi posición, los imaginaba maravillosamente perfumados.

Nunca se miraban. Cuando no tenían los ojos fijos en sus respectivos platos, la dama encantadora solía dirigir su perdida mirada hacia la izquierda del hombro derecho de su supuesto marido y el caballero apuesto observaba sin interés un espacio vacío por encima del hombro izquierdo de la que imagino que sería su apreciada esposa. Comían despacio, con la espalda recta, e ingerían cantidades pequeñas de alimento en cada bocado. El manejo de los cubiertos era exquisito. Ambos eran extraordinariamente hábiles en su uso. Causaba admiración su destreza al pelar la fruta. De forma esporádica, se acercaban a la boca una servilleta blanca y secaban o limpiaban unos labios presumiblemente húmedos.

Nunca se dirigían la palabra. Cuando terminaban el almuerzo o la cena, él se levantaba y retiraba la silla de su dama mientras dirigía una mirada hueca hacia el frente. Ella se incorporaba de su asiento majestuosamente sin manifestar gesto alguno de agradecimiento, sin mostrar el más mínimo signo de afecto. Se detenía un segundo hasta que él alcanzaba su altura y marchaban los dos en paralelo, con la barbilla levantada, mirando hacia delante, uno junto al otro, en silencio.

En mi proceso de acumulación de energía literaria, uno de los momentos de mayor acopio creativo se producía durante la hora del comedor. Imaginaba que mis apuestos y observados comensales eran miembros de la más exquisita y alta burguesía europea, quizás fuesen integrantes de alguna casa real nórdica. Quizás un reducto selecto de la aristocracia presoviética. Quizás fuese un matrimonio de conveniencia por el que nunca fluyó el amor. Quizás fuesen actores y ensayaran alguna obra inédita sobre el silencio. Quizás fuesen mudos, llegué a pensar. Me fui planteando escribir una obra sobre ellos, sobre la cruda incomunicación, sobre el silencio.

Todos los lunes aparecía algún cambio interesante entre la distinguida clientela del hotel. Algún actor, algún cantante, algún político conocido se incorporaba en aquel rebaño de personas extrañas, en aquel universo de mundos cerrados, donde cada cual se envolvía en la atmósfera de su problema. A la tercera semana de mi salutífera estancia, ingresó en el hotel una actriz famosa que acudía a realizar una cura de descanso. Las cabezas se aproximaban o se volvían cuando pasaba, igual que sucedía cuando alguien descubría a un artista camuflado tras unas gafas oscuras al pasear por los jardines, la piscina, o los pasillos del complejo hotelero. La primera noche, la popular estrella se presentó a cenar con un ceñido kimono oscuro, mostrando en su pecho la figura de un dragón perfilado con lentejuelas doradas y plateadas. Surgió un silencio generalizado que envolvió a todo el comedor. Nuestro hierático y silente caballero, de rancio y posible abolengo eslavo, giró su cabeza de manera exagerada para seguir los pasos de la deslumbrante estrella. Y para mi sorpresa, y supongo que para la mayoría de comensales, la bella dama aristocrática que se sentaba frente a él, se levantó de la silla con suavidad, se aproximó a su esposo y, mirándole a los ojos, con toda la fuerza de su brazo le plantó una sonora bofetada.

Tan pendiente estaba de mis personajes, que fue como si el golpe me lo hubieran propinado a mí. Me sonó a: ‘No tienes ojos para mí y te fijas en cualquier otra’. El impacto me despertó de un sueño. Me lo apliqué a mí mismo. No me atrevía a plantearme mis propios problemas y me embelesaba con los intríngulis de los demás. Soñaba con el mutismo y el aislamiento de los otros y no reparaba en mi profundo e intrínseco silencio. Ya no dudé más, decidí el tema de mi próxima novela y vislumbré con letras doradas el título elegido. Se llamaría: “Silencio”.

El mapa de mis silencios

Autora: Rosa María Moreno

El silencio, ese estado que la civilización ha descartado de su ideario y sin embargo buscamos como un refugio a los desmanes de nuestra atribulada y trepidante vida. Esta sociedad del progreso en la que todos navegamos a veces sin rumbo fijo, o peor aún, al rumbo y ritmo establecido por una minoría de élites dominantes que sutilmente nos imponen, nos controlan.

Su poder se extiende como una hidra en todas las actividades humanas. Nos mueven como marionetas, lo sabemos, pero acabamos claudicando a sus reglas de juego.

¿Cómo combatir tanto ruido? Ojalá pudiéramos como el cangrejo ermitaño, ocultarnos en un caparazón para defendernos del ruidoso depredador. Pero la naturaleza nos ha negado ese atributo.

Aunque hay personas que tanto silencio les perturba. Decía Virginia Woolf en su novela “Orlando” en boca de uno de sus personajes:

“No he podido pegar ojo en toda la noche por el atronador silencio de este lugar”

Yo en cambio lo busco a veces, como busco en mi botiquín un paracetamol para calmar los arrebatos de mis fieles compañeros de viaje, los dolores. El Ruido de las grandes ciudades a veces es insoportable. Nos venden el progreso edulcorado con luces, confort, transporte público y servicios, aunque algunos servicios sean una tortura para los sufridos ciudadanos .Me refiero a esos modernos artilugios de limpieza, con los que los empleados de la limpieza nos torturan a las seis de la mañana. Eso es romper el silencio y no lo que ha hecho Rociito con su culebrón.

No entiendo como los Ayuntamientos se esfuerzan por controlar los ruidos de botellódromos y fiestas ilegales en las madrugadas y en cambio no tiene ningún pudor en tocarle diana a los vecinos 2 o 3 horas antes de que salga el sol con sopladores, rodillos y vaporetas XXL.

El obligado silencio nocturno, queda abolido en aras el concepto de ciudad limpia.

En Granada subcampeona de España en ruidos, no es fácil encontrar un poco de silencio. Sin embargo en su entorno periurbano y a determinadas horas se puede disfrutar de rincones mágicos en los que el silencio es protagonista, si acaso roto por la música de fondo de una fuente o el silbido del viento agitando las ramas de los árboles, el aleteo de una paloma o el krikri de un grillo. Lugares donde el sol, la luna y las estrellas juegan al escondite en el gran azul. Casi todos conocemos esos lugares mágicos ¡Qué suerte vivir en Granada!

El silencio abre las compuertas de nuestro YO más íntimo, hipnotiza el pensamiento quedando a su merced recuerdos, deseos y añoranzas que fluyen como un bálsamo reparador.

Un lugar sobrecogedor es El Cementerio. Cuando visito las sepulturas de mis seres queridos, aun sabiendo que allí solo queda su pobre osamenta, me reconforta saber que ya gozan de la paz y el silencio eterno.

En fin, momentos y lugares que abren y cierran un paréntesis en la cotidianidad de nuestras ruidosas vidas.

¡Ah, como olvidarme de la biblioteca! Puerta de entrada al conocimiento, a la cultura y la ciencia. El lugar que nos ofrece la posibilidad de mil y una aventuras. Sus estanterías repletas de libros aguardando a nuestra curiosidad a nuestro querer saber. Un espacio libre de ruidos, un espacio saludable para la mente.

Dicen de los españoles que somos gritones y ¡Vive Dios que es cierto! Pero, sin embargo, somos muy de guardar un minuto de silencio cada vez que una mujer es asesinada por su marido o su pareja, algo que por desgracia ocurre con demasiada frecuencia. ¡Cuánto nos duele esos minutos de silencio cada telediario! Para el que ya hay un espacio informativo asignado, como “El tiempo” o “Los deportes”. Parece que hemos normalizado los asesinatos machistas ¡A dónde nos llevara este intolerable goteo de vidas arrebatadas por la cobardía más cruel! Este protocolario minuto de silencio ¡Es tan dramático! Porque el silencio de las víctimas ya es eterno y el sufrimiento de sus familias, vitalicio.

Recuerdo un lejano silencio en mi infancia. Los suspiros de mis mayores recordando a seres queridos que en la noche de los tiempos fueron víctimas de la represión política que les tocó vivir y morir. El silencio se podía cortar cuando la curiosidad infantil preguntaba que fue de los rostros descoloridos enmarcados en madera sobre el aparador de la abuela.

El silencio, zanja una discusión acalorada, poniendo paz a la guerra verbal. Ya dijo el sabio: “Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”.

En las composiciones musicales los silencios también son importantes marcan la pauta entre los diferentes movimientos, por ejemplo en una “Sinfonía” esto lo saben bien los melómanos. Justo cuando los profanos lanzamos nuestro indebidos y clamorosos aplausos.

En un claustro monacal, he vivido momentos de emoción. Silencio y Tiempo entre pétreos arcos y columnas, aliados para sumergirnos en un apacible ascetismo .O el blanco silencio que evoca un paisaje nevado.

Cuando mi estado de ánimo está por los suelos y la melancolía me invade, venciendo mis reticencias, respetuosamente entro en alguna iglesia, además de contemplar verdaderas obras de arte, siempre se ha dicho que en la casa de Dios el silencio y el recogimiento están garantizados (aunque en mi opinión, la casa de Dios es una gran finca de más de 500 millones de Km cuadrados y sus exteriores). Bueno, pues un día que pasaba yo por un templo espectacular, una joya del gótico, cuyo interior prometía paz y silencio. ¿Cuál fue mi sorpresa? Pues resulta que:

El Altar Mayor era un gran escenario donde una joven pareja bailaba Bachata cuerpo a cuerpo, el órgano sonaba a bongó, saxo y timbales, al tiempo que se elevaba la temperatura del ambiente. Creí que mi orientación presentaba un serio desorden y me había equivocado de lugar, podría ser un episodio de Alzheimer ¡Dios! Hacia tanto tiempo que no pisaba una discoteca, como una Iglesia. Pero el olor a cera e incienso me devolvieron a la realidad. Efectivamente estaba en un templo sagrado. Como sagrados eran los miles de euros que los artistas habían pagado al casero del templo por el espectacular escenario.

¡Pues ya ven! También allí, además de Dios, se adoraba al eterno Becerro de Oro. ¡Ay don Dinero…!

Lo cierto es que en un momento, mi melancólico estado de ánimo cambió radicalmente, pues salí del templo balanceando mis caderas y tarareando la sacro erótica canción. Está claro, que el silencio en las Iglesias está sobrevalorado.

Como dice Elvira Lindo “En cuanto el silencio se venda como un lujo, igual que se empezó a considerar el tiempo, pagaremos por aquello que ahora nos da vergüenza exigir”.

Silencio Sonoro

Autora: Cristina Olmedo

Poned los cinco sentidos y encontraréis explicación a muchos fenómenos. David tenía doce años cuando estas palabras convenientemente repetidas por Agustín, su joven profesor de Física, alimentaron la avidez de su inquieta mente e hicieron de Agustín su profesor preferido.

David descubrió que la luz no existía sin la oscuridad y que entre ambas, las distintas graduaciones de penumbra y sombras eran infinitas. El mayor placer sensorial en su etapa juvenil fue el que le ofreció el tacto. Con sus amigos jugaba a distinguir a qué árbol correspondía el tronco que tocaban con los ojos cerrados. «Con él no hay quien pueda», decía Carlos, su amigo más competitivo. Aunque esta satisfacción no fue nada en comparación con el descubrimiento de la suavidad de la piel de Mariola, de la seda de su vientre y la dulce humedad de sus labios.

En cuanto dispuso de recursos económicos sus gustos se hicieron exquisitos. Aunque sus sabores preferidos eran los dulces y salados, disfrutaba de los toques amargos de las almendras contenidas en un buen mazapán o el ácido refrescante de los cítricos. Percibía por el olor el tipo de especia que contenían los platos que le servían en los restaurantes de estrellas Michelin que frecuentaba.

Cuando Mariola se fue de su lado, David se refugió en la comida y en la música para olvidarla. Sin embargo, empezó a ser consciente de que algo le faltaba. Hasta ahora no se había preocupado más que por su ombligo y el mundo que le había rodeado no hacía mella en su bienestar de joven bien parecido y salud envidiable. Ahora se hacía consciente de que el mundo exterior existía y comenzó una nueva búsqueda. Empezó a fijarse en la política, en su isla y en el archipiélago a la que pertenecía había mucho que hacer y que mejorar. Buscó partidos en los que militar y políticos a los que votar. En sus amigos actuales percibió más interés que amistad y dejó de frecuentar su compañía. Su trabajo, aunque bien remunerado, no completaba su vida. Las comidas en los buenos restaurantes ya no le resultaban exquisitas.

Las luces y las sombras ya no eran solamente fenómenos luminosos que percibían sus ojos, sino que también correspondían a situaciones personales y sociales discernidas con el esfuerzo de la inteligencia, del estudio, de la implicación , de la experiencia. No se sabe cuando la juventud da paso a la madurez, pero el proceso para cambiar de etapa estaba desarrollándose en el cuerpo, pero sobre todo en el ánimo de David.

Comenzó a valorar la sencillez de los guisos y la frugalidad en sus comidas. Lo que no dejó de escuchar fue la música, protagonista de un silencio sonoro que le reconfortaba. El silencio también habitaba en el intermitente crujir de las hojas secas bajo sus pies, en los desplazamientos de pequeños reptiles entre los matorrales. Los paseos por el bosque de su querida isla, le llenaban de esa paz silenciosa que muchos no llegan a disfrutar. Las playas le ofrecían ahora ese silencio otoñal, los bulliciosos turistas jóvenes o de parejas con hijos habían dado paso a los de la tercera edad, mucho menos bulliciosos. En ellas, el rumor de las olas que llegaban hasta la arena y la líquida energía que exhibían al chocar con los rompientes transformaban su silencio interior de caminante solitario en un cúmulo se pensamientos, de deseos, de ganas de implicarse con su isla y con su gente.

Hoy , mientras David se viste para su paseo matinal, un temblor del suelo le tambalea. Un rugido enorme, un estallido brutal, una llamarada explosiva, una inmensidad naranja y roja desafiando al cielo, saca al palmero de sus reflexiones. El dios Vulcano se ha hartado de su largo silencio.

Un sexto sentido nacía en el cuerpo y en el espíritu de un David que estaba a punto de encontrar su lugar en el mundo. Eso ocurriría unos meses después, cuando el silencio del Volcán, puso en él y en otros muchos habitantes de la isla palabras para el aliento, manos para el trabajo, solidaridad y ayuda para los más afectados por la caprichosa avalancha de esos ríos de lava incandescentes, que ahora han llenado de negrura las isla. Una negrura que convertirán los isleños en pocos años en tierra fértil y productiva, como ocurrió tantas otras veces después de otros caprichosos despertares de Vulcano en su Isla Bonita.

Lo que el silencio esconde

Autora: Carmen Díaz Pérez

Alterando mi plan inicial, detuve el coche unos cientos de metros antes de llegar a mi destino. Hacerlo me proporcionó una pausa que destensó mi mandíbula.

Apoyada ligeramente sobre el capó, lancé una visual sobre el paisaje; se me antojó tan tórrido como en mis recuerdos treinta años, desde mi última visita no habían mutado un ápice su apariencia.

En la distancia, blancas casuchas que ribeteaban sus ventanas con frisos de un añil estridente se diseminaban ofreciendo la ilusión de una pequeña población al uso. Las entradas sombreadas por espesas parras, como extensión de la propia vivienda, exponían primitivos enseres, toscas herramientas o cachivaches sin utilidad aparente. La escasez de lluvias as había hecho inmunes al deterioro y su vulgaridad, a la codicia ajena

Aun así, altos setos de un multicolor Don Diego solían circundar estos espacios. Tras la sobremesa y parapetados tras ellos, el chisme y la crítica solían hacer caja, en grupos de a tres y desde el café hasta la cena. Traspasado sus límites, el silencio. A veces esquivo, otras impreciso, en cualquier caso, inquietante.

Qué diferente al de la mañana en el que yo ocupaba aquel espacio, por entero; durante esas jornadas en las que igual releía mis libros de aventuras, tirada sobre la mecedora, que ideaba fantasías partiendo de alguna de sus historias. El silencio no me atemorizaba, como el mejor de los compinches se dejaba percibir límpido, apacible.

Desgraciadamente, nada que ver con aquel que impasible, asistió como víctima y verdugo durante mi agresión. Fue en aquel mismo lugar, a aquella hora de juegos en desértica compañía. Sucedió durante esa época, a caballo entre la infancia y la adolescencia, en la que miras sin ver, en la que escuchas sin oír.

A mis ojos de niña, los hombres de la familia no eran hombres; eran familia. Acentuando las circunstancias, mi falta de curiosidad por la sexualidad en aquella época infantil o mi desconocimiento sobre los entresijos de los que esta se suele servir.

La debilidad que esa inocencia me confirió, convirtió a mi persona en la presa idónea para cualquier depredador. Seguramente por eso no reconocí el peligro hasta que, de tan cerca, fue inesquivable. Mi desconcierto, a caballo entre la incredulidad, la vergüenza y el miedo, no me permitió articular palabra entonces. De nuevo el silencio; aunque en esta ocasión, denso y oscuro como brea. Tan solo el amago de pequeñas arcadas lo rasgaban sin romperlo.

Atenazada, más por la vergüenza que por el asco que aun revolvía mis entrañas, confié el secreto a mi madre. Su respuesta fue tan tajante como inesperada:

“¡Cómo has podido darle importancia a eso!” me dijo entre airada y compasiva “lo has entendido mal ¡Pensar esas intenciones de tu tío!” –prosiguió- “¿No lo conoces? es que, es tan cariñoso que a veces puede confundir”.

Escuché sus palabras resignada, como el reo ante una sentencia irrevocable, sin una protesta, sin un reproche, sin un ademán de defensa, convencida incluso de que quizás no hubiera habido motivo para ella.

Vuelvo a tomar el control sacudiendo esos recuerdos de mi cabeza y me centro en lo que me había devuelto al lugar. Aspiro el aire, gustosa y recreada en ese murmullo silvestre. Instintivamente, miro la hora y en unos segundos me decido por dejar el coche aparcado y comienzo a caminar.

Atiendo las pedregosas bajadas continuadas por sinuosas colinas, compactadas y pulidas como panza de burra preñada, que en seco las frenaban; reconozco en ese brutal contraste, tanto a la tierra como a su gente.

Camino de la plaza del ayuntamiento donde me recibirán como jueza de instrucción, paso por varias portadas de Don Diegos y cerrando los ojos deletreo su silencio. Enseguida identifico su impostura, reconozco su lenguaje, sopeso sus casi inadvertidas pausas.

Sonrío entre tensa y relajada; ahora sé interpretarlo.

El silencio

Autora: Mercedes Prieto Jaén

En el silencio de las hojas muertas que crujen cuando las pisas y además son presa fácil del viento que sopla y se las lleva en un murmullo maravilloso de otoño. En eso piensa José Carlos cuando se encuentra desmaquillándose delante del espejo de su camerino, después de haber interpretado el papel de Ricardo en la zarzuela “La del manojo de Rosas”. Está deseando regresar a La Canaleja, con sus madroños, castaños, su fuente y lo más importante: sus 35 habitantes.

Con 18 años se fue a Madrid a estudiar canto y vivió la vida alocada, ruidosa y estridente de la gran ciudad. Era joven y se iba a comer el mundo a grandes bocados, como hacía de niño con los merengues que le compraba su madre en los días especiales. Allí conoció en clase, a aquella chica a la que la sonrisa se le volaba de la boca como una gaviota. Allí se le otorgó una coartada bella y perfecta para la impotencia, para la tristeza y el desaliento. Allí le pasaron tantas cosas…Hasta que llegó un día en que se le quebró el cuerpo y el alma y no pudo aguantar más.

Buscó en internet aquella aldeíta de Almonaster, La Canaleja, donde sus padres lo llevaban el mes de sus vacaciones y decidió regresar a la paz, la tranquilidad y sobre todo la ausencia de ruido.

Todavía recuerda lo difícil que fue que le instalaran la wifi y sobre todo la cara de sus vecinos cuando después de una mañana de ensayos lo veían pasear por el río.

¡Ni en sus mejores sueños podrían haber imaginado tener a un barítono tan cerca de sus casas!