Cosquillas al despertar

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Un brazo en cabestrillo cambió mi mundo aquella tarde de verano. Mi madre me había mandado al pueblo con la tía Rosa, pero una mala caída, y la pena de mis diez años fueron innegociables para volver a casa antes de lo previsto.

Las persianas estaban bajadas, el ambiente era sofocante y papá rezumaba un olor espeso. Primero me miró furioso, luego con gesto meditabundo, murmuró: − Mamá está en el dormitorio, no la molestes.

En la sala había platos con restos de comida sobre la mesa, un vaso volcado y vidrios en el suelo. Todo me pareció ajeno. Tampoco reconocí al hombre taciturno, de mirada perdida, que huía de mis ojos. Algo me decía que no dijera nada y me refugiara en mi habitación. Todavía en la oscuridad, oí los sollozos de mamá.

Mis diez años se rompieron aquella tarde. La realidad que intuí, pero no podía imaginar, me aplastó contra algo que no entendía. Mamá tardó unos días en recuperase. Mientras, una calma silenciosa se instauró a nuestro alrededor. Las cortinas cerradas, como si la luz fuera un reflejo incómodo, la radio apagada, la familia, ajena.

Llegó septiembre y con él, la rutina de otro curso. Los días se iban acortando a la vez que la vida pasaba entre el colegio y los deberes. Los deberes y la navidad. La navidad y mi comunión. Las felicidades últimas me hicieron olvidar aquel recuerdo ya lejano que, de no mencionar, se iba diluyendo en mi memoria. La casa volvía a ser luminosa, papá era encantador y mamá estaba radiante. La noticia de un hermano nos llenó a todos de alegría. Cosquillas al despertar, momentos de juegos y domingos con la familia. Tiempos de risas y abrazos. De tardes apacibles y paseos de la mano.

Sin embargo, la alegría era escurridiza, sin darnos cuenta se fue escapando, mientras la incertidumbre se instaló, otra vez, en nuestras vidas. Mamá dejó de sonreír, el bebé lloraba más de lo habitual y papá ya no era estupendo. Cuando llegaba a casa, un sigilo turbio se respiraba en el aire, gritaba y tiraba cosas contra la pared. De inmediato, mamá me mandaba al dormitorio, mientras yo oía más gritos y golpes. En esos momentos, me escondía dentro del armario y abrazaba mis rodillas hasta que, después de un portazo, papá se iba y mamá me rescataba.

Hubo muchos rescates, más el último no lo pudo hacer mi madre. La tía Rosa me tendió la mano, mientras ella era trasladada al hospital.

Mi padre salió de nuestras vidas, pero el miedo, la oscuridad y el silencio nos siguieron acompañando mucho tiempo. Poco a poco empezamos a sonreír, primero con timidez, después abiertamente y siempre la tía Rosa estaba cerca.

Pasaron algunos años, cuando padre quiso vernos de nuevo. Mi negativa rotunda, no sorprendió a nadie, las visitas de mi hermano tampoco. Yo había dejado de ser una niña tierna, para convertirme en una mujer que no olvidaba. Mi hermano, en cambio, tenía un carácter frágil.

Ahora, treinta años después, me encuentro en esta habitación de hospital con un desconocido, que sin embargo, reconozco.

El Dios de mi infancia se ha ido, ante mí sólo queda un anciano enfermo.

Dios se ha ido

Autor: Antonio Serrano Fontana

A la distancia, ajustando el foco de los prismáticos de visión nocturna pudimos ver que esta vez había sido un niño el que había intentado saltar la empalizada y se había quedado enganchado como un muñeco roto entre las agudas púas de alambre de espino de la línea fronteriza. Apenas se debatía en su trampa y sus movimientos eran cada vez más débiles, pero nos sorprendió cómo parecía estar aguantando el dolor que seguramente sentía en los brazos y las piernas enredados en la alambrada y el intenso frío de la noche. En otras ocasiones escuchábamos durante horas por los micrófonos situados en los postes los gritos de los espaldas mojadas atrapados, hasta desesperarnos, hasta que en la madrugada venían los sanitarios y los especialistas, unos a liberarlos y llevarlos al hospital, o a la morgue, y otros a reparar la verja lo más rápido posible para evitar saltos en masa, pero el silencio de ese muchacho nos tenía a todos asombrados. Nos miramos en silencio pero ninguno de los cuatro nos decidíamos a salir del puesto de guardia. Al final, me volví y di un paso inseguro hacia la puerta de la casamata. Ninguno de mis compañeros se movió.

– Es un niño- dije, como única excusa, encogiéndome de hombros. – No puedo dejarlo ahí. Con esta oscuridad, los equipos de rescate no vendrán hasta dentro de unas horas y para entonces ya podría estar muerto…

-Esos mexicas podridos- dijo Sánchez desde un rincón, con voz gutural. El era salvadoreño y no me caía bien. Demasiadas veces lo había visto actuar con brutalidad sin ser necesario.- Que los salve su podrido gobierno. Yo no voy.

– Sabes que nuestra tarea principal no es rescatar inmigrantes, Smith.-dijo el sargento. – Nosotros solo vigilamos. Además, con esta noche tan cerrada, corres el peligro de caerte por un barranco, de perderte o peor aún , de quedarte tú mismo atrapado en el alambre. Pero no puedo retenerte si se trata de una misión humanitaria. Así haces meritos para un ascenso… Tienes razón con tu gesto, hay que evitar que haya demasiadas muertes en nuestro lado, ya sabes, la prensa de izquierdas, los medios de comunicación, las ONGs, y toda esa morralla que no sabe nada de nuestra tarea y siempre están soplándonos en el cogote a los guardas de frontera. Yo, si pudiera, te acompañaría, pero estoy al mando, además ya sabéis, soy el mayor y acabo de incorporarme después de una jodida operación de espalda. Quizás Roberts quiera ir contigo…- E. Roberts era la incorporación más reciente y el miembro más joven de la patrulla. Puede que solo fuera un poco mayor que el inmigrante atrapado. No me extrañó que el sargento lo designara, desde que había llegado al puesto fronterizo tenía una guerra larvada con el muchacho, quizás por su bisoñez, lo que hacía que se llevara siempre los peores trabajos, las regañinas más feroces y las burlas más hirientes por parte de su superior.

– Está bien. -dijo Roberts desganadamente con su voz atiplada a medio cocer.- Vamos, Smith, acabemos con el sufrimiento de ese chico.- Resultaba curioso que un recién llegado me estuviera metiendo prisa para actuar a mí, al más veterano, pero así era. Como no quería aparentar debilidad ante los otros, sin decir palabra, tome la cartuchera del armero, la mochila de supervivencia con el botiquín y las herramientas, la gruesa chaqueta, los guantes y la gorra y me dirigí al exterior. Roberts me siguió, de la misma guisa. Nada más salir noté la limpieza del aire del desierto a esas horas inflamando mis pulmones. Bajo el intenso frío pensé en el chico de la alambrada, vestido con una camiseta raída, unos pantalones desgastados y unas zapatillas rotas como único equipaje y me estremecí involuntariamente. No debía implicarme emocionalmente, era lo peor que le podía pasar a un guardia de frontera que ve demasiadas desgracias humanas y mucha miseria a lo largo de su vida laboral hasta terminar con la cordura y el ánimo destrozados, pero mis pensamientos volaron a lo largo del durísimo camino que recorrían tantos miles de personas, y vi desde el aire una serpiente multicolor con múltiples cabezas que se movía en silencio, apenas con un leve rumor de pisadas, zigzagueando por selvas espesas y senderos de montaña para evitar las ciudades y los pueblos grandes, con el lodo hasta las rodillas, con un hambre y una sed perpetuos y los pies destrozados y sangrantes y sin embargo con una abrumadora dignidad. La serpiente estaba compuesta en su mayor parte de mujeres, muchas de ellas embarazadas, arrastrando sus enorme barrigas por medio mundo con la esperanza de dar a luz en suelo norteamericano, hombres, ancianos, niños, y a estos los veía a todos con el mismo rostro oscuro y de rasgos aindiados, cubierto de polvo y sudor, suponía, como el del niño de la alambrada. Sacudí la cabeza para despejarme. Roberts me miraba con intensidad a unos metros, respetuoso y callado, esperando mis órdenes.

– A la zona del perímetro donde vamos no se puede acceder en coche desde aquí. Es muy abrupta y en ocasiones puedes encontrar trampas de arena que se tragarían con facilidad nuestro hummer. Si no te importa, tendremos que ir andando, muchacho. Serán unos diez km., unas dos horas para llegar andando por ese terreno difícil, aunque toda esta parte del desierto está cubierta de senderos que nos facilitarán la marcha, teniendo en cuenta además que la luna está subiendo casi llena. Una vez allí, evaluaremos la situación y la mejor forma de liberar al chico. En la mochila llevo herramientas. Una vez que lo soltemos, le hacemos una cura de urgencia y esperamos al helicóptero sanitario para la evacuación.– No pretendía asustar a mi compañero, pero no hubo una reacción especial por su parte, salvo un fuego especial en sus ojos, un entusiasmo que me recordó mis primeros tiempos en la patrulla. Eso me gustó. Antes de salir había tomado las coordenadas de la zona a la que nos dirigíamos, así que bastaba con seguir las indicaciones del GPS. Todo el camino estaríamos en permanente contacto con el puesto de vigilancia, por lo cual, en el peor de los casos, si nos desorientábamos, o peor aún, si sufríamos una caída, un tobillo roto, una mordedura de serpiente, los medios aéreos no tardarían en llegar.

La mayor parte del camino, bajo el resplandor de la luna, que nos permitía movernos con cierta soltura sin utilizar apenas las linternas, la hicimos los dos hombres en silencio, salvo por los pitidos regulares del GPS al marcar la ruta, los aullidos de alguna manada de coyotes que andaban de caza y los truenos de una potente tormenta lejana, unos treinta Km. hacía el suroeste, seguramente camino de descargar sobre El Paso y Ciudad Juárez. Por otra parte, Roberts no parecía una persona muy habladora y yo se lo agradecí, prefería conservar la poca energía que me dejaba ya la edad manteniendo la boca cerrada. El desierto hablaba con nosotros, a poco que tuviéramos oídos, en una conversación interminable, y a mí me gustaba escucharlo. A veces el viento levantaba susurrantes columnas de arena que acababan golpeando contra las piedras que nos cercaban con un tintineo cristalino, fingiendo falsos torrentes de agua al oído poco entrenado. Otras veces eran las ramas de un árbol seco las que se partían con un chasquido estremecedor de huesos rotos o algún enorme cactus podrido que se derrumbaba, como un animal antediluviano que cayera vencido contra el suelo, con un sonido retumbante.

De esta forma estábamos ya en el lugar apenas una hora y media después de haber salido. Comuniqué al puesto de mando las últimas novedades, es decir, ninguna, y me dispuse a ejecutar la misión. La valla se extendía, interminable, kilómetros y kilómetros, de este a oeste, como una cuchilla que cercenara los sueños de miles de personas. Con los prismáticos enfoqué un bulto del tamaño de un niño a unos tres kilómetros hacia el sureste, según mi GPS. Se los pasé a Roberts, que asintió en silencio. –Smith, – dijo lentamente mi compañero, -¿has visto que hay alguien más en la zona? El niño no está solo. Mira tú mismo.

Tomé los binoculares y enfoqué con algo más de precisión. En efecto, había al menos dos cabezas más asomando detrás de la pequeña loma que sostenía los postes de la cerca. No los había visto porque estaban ocultos, agachados para no ser descubiertos. Pensé que no podíamos parar ahora, cuando estábamos tan cerca y que lo más probable es que se tratara de los padres del chico o algún otro familiar. Teníamos nuestras armas y estábamos en plenitud de facultades, por lo cual no me preocupaba demasiado la reacción que pudieran tener esas personas, nuestra misión era liberar al que estaba preso.

Una media hora después, bajo el potente foco de las linternas, pude contemplar el dantesco espectáculo que nos había llevado hasta allí. Colgado en el aire sobre nosotros, atrapado por brazos y piernas, el cuerpo enjuto de un niño moreno de unos diez años cubierto de sangre seca allí donde las púas le habían atravesado con crueldad la ropa harapienta y la carne. Tenía los ojos cerrados y un rictus de dolor en el rostro infantil. A un lado, un hombre y una mujer, arrodillados, parecían rezar en una lengua de sonoridad antiquísima, con las manos juntas y la vista en el bulto destrozado del que probablemente era su hijo. Tenían las manos y el pecho lacerados y cubiertos de sangre, de los múltiples arañazos que seguramente habían recibido al intentar liberarlo solo con sus manos. La mujer tenía los ojos arrasados en llanto en su rostro oscuro y cubierto de polvo. No se movieron de su postura cuando nos vieron acercarnos, detrás de la luz cegadora de las linternas. Siguieron rezando y murmurando su inmenso dolor, pero entre toda la retahíla, había una frase que sí entendí en mi conocimiento básico del español que se manejaba en la frontera. Miré a Roberts a los ojos y le pregunté, con un nudo en la garganta, si comprendía lo que estaban diciendo. – No tengo duda, Smith, – me replicó el cadete,-dicen que Dios se ha ido. Dios se ha ido. Dios se ha ido. Lo repiten una y otra vez… Pero no lo entiendo, no sé qué quieren decir exactamente…- Yo tenía hijos que me esperaban en El Paso y supe enseguida a qué se referían. Tragué saliva con dificultad, sería el polvo del desierto, y no dije nada concreto, excepto las frases justas para organizar el rescate.

Dejamos nuestras mochilas debajo del poste. Hablé brevemente con la base por el comunicador para ponerlos al tanto y pedir asistencia sanitaria y no me extrañó tampoco sentir, en la distancia, un quiebro en la voz del sargento. Seguramente había escuchado nuestra conversación por los micrófonos de ambiente. Recordé que él era muy aficionado a relatar, siempre que podía, las hazañas de sus nietos y cómo le brillaban los ojos en esos momentos. Extraje unos guantes reforzados para manejar alambre de espino y una cizalla y le dije a Roberts que yo sostendría el cuerpo mientras él cortaba el alambre.

Dios se ha ido y los seres humanos le señalamos hace tiempo el camino de salida, pensé con tristeza mientras subía los escasos metros que me separaban de aquella cruz de alambre perdida en medio del desierto donde un pequeño cuerpo lacerado pendía, sin duda ya muerto, como indicaba su rigidez, con los brazos en cruz y envuelto en su propia y preciosa sangre, que había ido formando un pequeño charco en la arena.

Dios que todo lo ve

Autora: Rosa María Moreno

Llegó a Madrid un 20 de diciembre con una maleta cargada de ilusiones, de proyectos de una vida digna, de un futuro para Jonatan, su pequeño de 8 años que le acompañaba en esta aventura acá en España. Una oferta de trabajo en hostelería y las noticias de algunos paisanos que referían las bondades de vivir aquí, disiparon sus dudas, había que luchar por los sueños, aunque algunos ya se le habían roto a muy temprana edad.

Atrás dejaba Belinda su pueblito, Peralta, (en la provincia de Azua) en La República Dominicana, allí quedaron su mamá y dos hermanos más pequeños, su papá había fallecido en un accidente laboral, pocos meses antes. Les había prometido, mandar dinero y aliviar un poco la pobreza crónica, las míseras condiciones de vida que sufrían en aquel rincón del Caribe. Destino de ocio soñado por los españoles, y pobreza y marginación para los nativos.

Su currículum (lo llevaba puesto como una pegatina) no dejaba dudas para el trabajo que iba a desempeñar; Unos rasgos exóticos, melena trigueña acaracolada, ojos de azabache, labios sensuales, piel canela, daban paso a un laberinto de curvas sinuosas propias de la mujer latina, sin duda rasgos de su mestizo linaje. El contrato laboral resultó ser un tanto fraudulento, pues el local de hostelería para el que iba a trabajar, era más bien un Club de alterne en uno de tantos Polígonos que salpican la periferia de las grandes ciudades.

Jornadas de trabajo sin horario definido y tareas un tanto dudosas, y la exigencia de pagar su alojamiento y el de Jonatan a cambio de un sueldo a todas luces indigno. Podemos intuir como comenzó la andadura laboral de Belinda en España.

Jonatan pasaba casi todo el tiempo solo, en un pequeño apartamento Su mamá comenzaba a trabajar al caer la noche pero cuando se marchaba, le recordar al pequeño que rezara sus oraciones antes de irse a la cama, oraciones que le enseñó su abuela Ruperta desde muy pequeño. Le contaba que el niño Dios todo lo ve y siempre le protegería si rezaba antes de dormir. Una tele, un perrito regalo de los parientes de Belinda, eran toda su compañía. Mamá llegaba siempre al amanecer, cansada y a veces mareada, oliendo a alcohol, otras con algún moratón en la cara que ella intentaba disimular con maquillaje (gajes del oficio). El pequeño Jonatan no entendía el duro trabajo de su mamá.

Pero un día, su mamá no volvió. Un accidente laboral le había llevado al hospital. Eso le dijeron al pequeño. Lo cierto es que él no volvió a verla jamás. Parece que esa noche, el niño “Dios se había ido” sin escuchar sus oraciones.

La causa del accidente no estaba clara, pero a juzgar por los múltiples traumatismos que presentaba la joven, todo hacía pensar que a un cliente, de cocaína hasta las cejas y otras sustancias se le había ido la mano.

Al parecer asiduo a estas prácticas de usar y pegar, siempre claro está a mujeres, a todas luces esclavas sexuales de mafiosos, expertos en “ La Trata ” de mujeres pobres y vulnerables, captadas ya en sus países de origen, cuyo destino es el comercio del sexo y todo su entorno. Propietarios de una turbia red de Clubes de alterne y otros chiringuitos de dudosa legalidad.

El pequeño quedó en total desamparo, pues los parientes de Belinda no podían mantener al niño y los asistentes sociales del Ayuntamiento se hicieron cargo de él, que ingresó directamente en un centro de menores tutelado por una orden religiosa. Allí además de la escolarización y manutención en régimen de internado, los sacerdotes, como es lógico, se ocupaban de la formación de los chavales durante el día. Predicando la Fe en Dios, y el valor de la oración, también durante la noche. Pues Jonatan recibía visitas del padre Benito cada noche, que para el pequeño eran como una dura penitencia por los pecados que él no había cometido. Antes de dormir, rezaba al niño Dios como le había enseñado su abuela allá en Altamira, pero para que el padre Benito no viniera a su cuarto.

Carita de ángel le llamaba el sacerdote a Jonatan. Triste por la desaparición de su madre, solo e indefenso en una prisión sin alambradas pero atrapado en una red invisible de soledad, miedo y desamparo. Cada noche una pesadilla, que acababa con la promesa de silencio al cuervo carroñero que se metía en su cama. ” Pero Dios se había ido”

Hablando con otros niños, descubrió que habían pasado por el mismo suplicio que él, y como él habían jurado silencio por temor al castigo de Dios, al fuego eterno, según la versión de su nocturno profesor de Religión. Nada supo el niño de su madre, a su padre no lo conoció ni supo nunca quién era, nadie le reclamó ni tuvo noticias de su abuela a la que recordaba siempre con ternura de su más tierna infancia. Pero “Dios se había ido”.

Cuando Jonatan cumplió 16 años, pudo salir de la institución para ser acogido por una Cooperativa agrícola que ofrecían a los muchachos la posibilidad de aprender un oficio en el sector de la agricultura, de la nueva y rentable agricultura, los invernaderos. Él y su amigo Rafa que habían congeniado en el orfanato y sobre todo habían compartido las mismas pesadillas, se llevaban como hermanos, pudieron liberarse de los tormentos nocturnos que habían sufrido durante años oscuros, años de silencio, que marcarían su carácter tímido, introvertido y desconfiado. La vida les daba ahora una oportunidad para superar las malas experiencias que portaban en sus mochilas a pesar de su juventud.

El trabajo en los invernaderos es durísimo para unos chavales tan jóvenes, el calor sofocante y la humedad provocan una transpiración exagerada. Pero al menos el sudor limpiaba el tacto repugnante que mancilló su infancia y la luz cegadora del sur iluminaba las oscuras noches del internado.

Cada semana, pasaban por el invernadero grandes camiones para cargar mercancía casi siempre con destino a centro Europa. Bartolo, uno de los camioneros, joven pero con muchos kilómetros en su haber, congenió bien con los muchachos, mientras cargaban grandes palés de verduras les contaba historias de su juventud en La Legión. Batallitas y bravuconadas propias del Cuerpo de Élite de las Fuerzas Armadas. Desde Líbano a Somalia, hasta Bósnia- Herzegobina .

Trabajo duro y arriesgado, incluso tuvieron que enfrentarse a los piratas somalíes que durante algún tiempo fueron la amenaza del tráfico marítimo en el Índico. Aquellas aventuras de Bartolo, dejaban boquiabiertos a Jonatan y a Rafa. Tanto, que un día le preguntaron, qué tenían que hacer para alistarse en La Legión. Dispuestos a darlo todo por La Patria, aunque la Patria a ellos no le había dado casi nada.

Bartolo les indicó los trámites a seguir para ingresar en La Legión, y allá que fueron ambos a Viatór, municipio próximo al lugar donde vivían en el levante almeriense.

Cada tarde, al terminar la jornada, entrenaban como locos, para superar las durísimas pruebas físicas que le exigía la institución militar para formar parte de sus efectivos. Además tenían que estudiar por la noche, aprobar el examen teórico, imprescindible para ingresar en el Cuerpo. A sus 20 años de energía e ilusión, le sumaron esfuerzo y voluntad, tenacidad y temerarias ganas de comerse el mundo, todo eso y la suerte, les hicieron merecedores del uniforme que llevarían con orgullo a su primer destino. Afganistán. El lugar ideal para estrenar su inexperiencia con las armas y enfrentarse a un enemigo tan esquivo como peligroso, el integrismo Islámico y todos sus tentáculos, multitud de etnias eternamente enfrentadas, talibanes y una tierra inhóspita.

Durante el periodo de instrucción en el campamento militar, le habían contado que hacía casi 20 años, cuando ellos apenas habían nacido, sucedió una gran tragedia en EE.UU, unos terroristas islámicos estrellaron dos aviones contra las Torres Gemelas en Nueva York. Murieron casi 3000 personas. Y allí empezó una guerra que ha seguido cobrándose vidas de soldados americanos y de otros aliados en la OTAN y lo más cruel, miles de civiles (niños, mujeres, ancianos), que los ejércitos llaman asépticamente: daños colaterales. La razón: la búsqueda obsesiva del Presidente Bush, del responsable de aquella irracional masacre del 11-S en el fatídico año 2001.

La misión de los efectivos militares españoles era supuestamente, ayuda humanitaria, asesoramiento militar al ejército afgano, reconstrucción de infraestructuras y colaboración y protección a la población civil, además del inútil intento de democratizar al pueblo afgano. Allí conocieron Jonatan y Rafa el compañerismo, el peligro, el valor y el miedo a partes iguales.

Y como un contrapunto a tanta violencia irracional, el AMOR, que no conoce fronteras. Mahjooba, una bella joven afgana, cocinera de la base de Kandahar, despertó en Jonatan, emociones que jamás había sentido, una maravillosa mezcla de atracción y deseo, propios de su juventud. La fascinación se materializó cuando se cruzaron sus miradas ¿Fue un amor a primera vista? Todo el cariño y la ternura que la niñez le había negado, Mahjooba se lo compensó. Durante los 6 meses que duró la misión, Jonatan vivió intensamente la vida. Con un inglés precario, chapurreaba dulces palabras de amor que Matjooba respondía con algo más de conocimiento del idioma, pues por la Base desfilaban soldados americanos desde hacía 20 años. ¡Aunque el lenguaje del amor es universal!

Cada mañana, los soldados se enfrentaban al desafío que suponía el peligro de los insurgentes (Talibanes) de hecho vieron morir a un compañero que intentaba desactivar un explosivo ¡Pobre muchacho! (Miguel 25 años cordobés, casado y con un hijo de 2 años). Como él, más de 100 soldados españoles perdieron la vida luchando por una absurda y fracasada guerra en aquella tierra hostil.

Parece que en ese momento, “Dios, tampoco estaba por allí”. Solo Mahjooba era como un bálsamo para su arrugado aunque joven corazón. El día que llegó la hora de la verdad y anunciaron el final de la misión y su regreso a España en el mes de abril, su corazón se rompió en mil pedazos. Ya sonaban los tambores de guerra de los talibanes, mejor dicho de sus Kalasnikof , porque al parecer no son muy amantes ni de la música ni de las letras. ¡ Ay, qué será de Mahjooba! Abandonada a su suerte como todas las mujeres afganas, que además han colaborado con los soldados españoles.

¡Pobre Jonatan! Ahora que había encontrado la ternura y el cariño que perdió aquella triste noche que su mamá desapareció, ella siempre le recordaba que rezara al niño Dios antes de dormir. Pero “Dios se había ido”. Pocos meses después del regreso a España, se comentó una noticia de impacto; Al parecer, Dios había pasado varios años en el Barça, pero que ahora se había marchado al PSG, en París. Aunque otros sospechamos que allá por el mes de julio, puede que Dios viajara en la expedición de la nave espacial, New Shepard, propiedad de Jeff Bezos (el hombre más rico de la Tierra). Seguro que iba entre los cuatro tripulantes que viajaban al espacio, por puro placer, unos cuantos miles de kilómetros en tiempo récord. ¿El precio? Cientos de miles de dólares, pero ¡A quién le importa! Ya se sabe que Dios siempre anda por las Alturas y por eso todo lo Ve, pero casi nunca lo Mira.

Jonatan desde el regreso del último contingente militar a España, vive pendiente de las noticias que llegan de Afganistán entre la frustración y la rabia, recordando con melancolía la pérdida de la más apasionante etapa de su vida en aquel país pobre, perdido en la Edad Media que aspiraba al progreso y a superar los horrores de la guerra. Con temor por la suerte que pueda correr la joven Mahjooba y su familia, pero con la ESPERANZA de volver a ese lejano e inhóspito rincón de la tierra y rescatar de aquel infierno a la muchacha que sano las heridas de su joven y arañado corazón, que le devolvió la autoestima y la dignidad que los depredadores de niños y mujeres, le robaron porque “Dios siempre se había ido”

Dios se ha ido

Autora: Rafaela Castro Lucena

Este Dios que todos solemos mencionar ante cualquier adversidad o contratiempo en el día a día. También para halagar a alguien como: «Que Dios te bendiga», «Que Dios te proteja» o «Que Dios te ayude». Incluso a la hora de despedirnos: «Vete con Dios».

En fin, nos hemos criado en un país católico y esto es lo que hemos tenido. Aunque existen otras religiones pero, sea como sea, por rutina o por fe, la palabra de Dios no se ha perdido hasta el día de hoy.

La verdad es que con todo lo que está pasando, crisis, falta de trabajo, hambre y escasez de muchas cosas precisas. Escuchamos más de una vez decir que si Dios existe, cómo permite que ocurran estas cosas. Y si nos faltaba algo, llegó este maldito virus para redondear la tragedia. El coronavirus. Este virus sin igual nos está dejando un rastro que está siendo demencial y lo que tiene que ser con cuidado y con vacunas terminara de una vez.

Mi madre siempre decía cuando se presentaba algún problema: «quien nos sacó del año de la peste, nos saque de este». La abuela hace muchos años que nos dejó. Par ella, Dios era el que nos sacaba de todos los apuros. Aunque pienso que si estuviera aquí con lo que tenemos encima, seguro que exclamaría: «Dios se ha ido».

Dicen que Dios se ha ido

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Dicen que Dios se ha ido… ¿Pero dónde estaba? ¿Estaba en algún sitio? Este asunto de la presencia y la no presencia de Dios es sumamente delicado; nos tiene confundidos. Cuesta creer que en este mundo de injusticia, crueldad, miedo, falta de humanidad, con delitos de todos los calibres, de maldades que nos estremecen, donde los niños, los seres más vulnerables, son maltratados, abandonados, asesinados, sometidos a mil abusos (a veces, por Instituciones que llevan a Dios por bandera), digo que cuesta creer que todos estos horrores sucedan bajo la tutela de Dios. No convence eso de que hay otro mundo, donde se hará justicia. ¿Y si no existe? El que existe, el que es real es este, donde los seres inocentes padecen lo indecible.

Seguramente, las personas creyentes tienen explicación para todo este caos. Dichosas ellas.