Todo un milagro

Autora: María Gutiérrez

Cuenta la leyenda que Facundo, un joven pescador gallego, yacía extenuado, con alta fiebre en la cama, la cabeza hundida en la almohada y la mirada perdida. Su esposa no dejaba de refrescarle la frente y los labios resecos por su estado febril.

Nunca había estado tan enfermo. Ningún medicamento daba el efecto deseado. Facundo era fuerte, curtido por la mar, ennegrecido por el sol y la brisa marina.

Llevaba unos días que le faltaba la vida. No podía comer, ni casi respirar debido a un fuerte enfriamiento. Había estado casi toda una noche pescando y con el salpiqueteo de las olas, había quedado empapado para poder conseguir sacar las redes con un número considerable de pescado, como solía ocurrir frecuentemente, ya que la costa gallega siempre correspondía con el esfuerzo que estos hombres ponían en sus tareas y en particular en primavera y verano, siempre estaba garantizada la captura de la langosta, tan sobrevalorada por su sabor tan exquisito, aunque la escritora gallega Emilia Pardo Bazán dijera en sus escritos que “es un manjar incivil, que no se puede presentar jamás cuando se tienen convidados”

El médico lo visitaba y seguía bastante decaído, los ojos tristes y sin brillo y seguía respirando con dificultad. Aquello no podía ser sólo un enfriamiento, había algo oculto que descubrió en una herida en la pierna derecha. La fiebre no remitía y el tratamiento médico no ayudaba pero no se podían permitir que esto acabara en un desenlace fatal que ganara la batalla y Facundo se fuera de este mundo.

Simona su esposa, no se rendía, seguía esperanzada que todo diera un cambio y su marido mejorara.

Había oído hablar de una curandera llamada Aldara, una meiga ya de cierta edad, con fama de acertar casi siempre con los achaques que la gente le presentaba.

Como Facundo seguía postrado en la cama, su mujer no dudó en ponerse en camino con los primeros rayos de sol en busca de la bruja Aldara, dejando antes de salir, la escoba vuelta del revla entradaerta de salir la escoba vuelta del reven busca de la bruja Aldarahaques que la genteb le presentaba.
gallega Emilia és tras la puerta de la entrada, como había oído que había que hacer en estos casos.

Tuvo la suerte de dar con ella ya que estaba muy solicitada. Al volver a casa con la bruja, esta le echó un vistazo al enfermo y se quedó muy fija observándolo. Encendió una vela verde y con una voz que los dejaba hipnotizados por el tono tan agradable con el que pronunciaba su conjuros, le pidió a Simona un limón que partiéndolo en cruz y echándole sal gruesa, alejaría el mal del enfermo.

También le preparó un te negro con una cucharada de miel. Esto le aliviaría los problemas respiratorios y la herida de la pierna cicatrizaría una vez acabado todo el ritual.

Aldara le pidió la escoba que Simona había dejado tras la puerta y sin decir palabra, emprendió el camino de regreso a su casa.

A los pocos días el medico pasó a visitar al enfermo. Al verlo, no podía salir de sus asombro al comprobar el cambio tan radical que presentaba Facundo, su forma de respirar, de hablar….Ya te aseguraba yo que las inyecciones eran muy eficaces y mira, ahí está el resultado.

Poco a poco el enfermo fue volviendo a su rutina sin dejar de pensar en la bruja que con su magia, lo había sanado de todo el mal que invadía su cuerpo.

Intentó buscarla para darle las gracias pero no la encontró.

Aldara seguía volando con su escoba de un sitio para otro, allá donde la reclamasen.

Facundo pudo volver a trabajar en la mar que era lo que mejor sabía hacer…

El milagro de Noé

Autora: Amalia Morales Montalbán

Me encuentro en un espacio circunscrito de algún lugar del universo. Desde aquí solo puedo ver estrellas destellantes que se cruzan continuamente. Están plagadas de seres de luz que giran y giran con canticos angelicales. Intentan acercarse a mí, comunicarse conmigo.

¡Fuera, fuera! No le dejo, creo que no soy merecedora de tanto jubilo.

Soy Noé, una mujer de las llamadas brujas de mi recordada tierra gallega.

Desde que nací, en mí, había una magia que no podía controlar. Mis conocimientos de pócimas, hiervas curativas, conjuros y hechicería iban conmigo, salían desde mi piel, desde mis sentidos, mi ser, creando numerosos enemigos.

No sé cómo llegué a encontrarme atada viendo como ardía mi hermoso vestido; Escuchaba una multitud de personas propinándome insultos y descalificaciones.

Las voces acusadoras cada vez se alejaban más y más hasta entrar en una especie de trance… El fuego era mi único aliado.

Morí pasados unos instantes.

Todo lo que me envolvía quedo en cenizas menos mi cuerpo desnudo intacto.

Desde otro plano vi como las personas quedaron enmudecidas. En la historia de esas malvadas gentes quede como el milagro de Noé.

Ahora mi venganza se centra en cada veintitrés de junio.

¡Mi aparición es implacable! Puedo atravesar paredes, cruzar cuerpos, entrar en sus pensamientos y crear en ellos esa magia a lo desconocido y lo inquietante.

El miedo cala en sus entrañas, mis risas las dejo oír entre la brisa y las olas del mar.

Al fin se encienden las hogueras. El fuego se atrae más fuerte que nunca… ¡Noto que algo me sujeta! A mi alrededor hay esos seres luminosos que rodean mi cuerpo.

¡Brillan con más intensidad que nunca!

Sus cánticos se dejan de oír y siento una paz y amor infinito.

Mi cuerpo desnudo se dejó llevar a donde siembre debí de estar

De diluvios y de sastres

Autor: Antonio Fontana Serrano

I.- DE DILUVIOS

Día de galerna en la Costa da Morte. Día en el que los avisados creen escuchar entre el estruendo de las olas el tañido ominoso, aviso de tragedia, que asciende desde las ciudades sumergidas: en Cedeira, más al norte, ya casi en el Cantábrico; entre Langosteira y Fisterre o en la Laguna de Antela. Villas de nombres carcomidos por la herrumbre de los siglos, que, al igual que otros lugares labraron su fama por la calidad de sus paños o el sabor de sus melones, se distinguieron por el cultivo laborioso y constante de variados vicios, hasta lograr con holgura su derecho a ser anegadas en una noche por las olas monstruosas del Diluvio Universal. A sus habitantes les guiaba el loable interés de servir de ejemplo a las generaciones futuras, pero su existencia culpable, obviada por la estricta pluma de los Padres de la Biblia, acabó siendo relegada al olvido como una incómoda antigualla. Desde entonces, tan irreprochables pecadores se pudren en los sótanos de la historia, a trasmano de casi todas las leyendas.

Guardadas por un océano demente que aferra con fiereza sus cadáveres exánimes, las ciudades diluviales yacen frías e intocadas, pavorosamente vírgenes bajo ese trasluz verdoso y abismal semejante al sueño en el que sobrenada el recién nacido, todavía más pez que persona. Sobre ellas, las veletas, sin brisa ni aura que las haga enloquecer, giran a capricho de las mareas, complacidas en el olvido de los puntos cardinales: allí abajo no se conocen las estrellas y el sol es sólo una presencia cobarde, que fluctúa con las olas y no consigue traspasar con su calor la mudable bóveda que cubre tanta extensión yerma. Murallas insensatas, horadadas por puertas ciegas ante las que ya no muere ninguna calzada, defienden lonjas y templos, sobre cuyos altares se funden en una misma arena indiferente el mármol de los dioses tronantes y los crédulos huesos de los peregrinos. Desde la altura de su mohosa soberbia, decrépitas barbacanas vigilan el asedio implacable del lodo que con paciencia, ignorando tanta inútil arrogancia, va cubriendo valles, palacios, héroes y estelas laudatorias con un blando sudario…

En los días olvidados en que las ciudades coronaban el mundo con su perversa gloria, las espesas frondas de sus jardines colgantes bullían con los ardores de los amantes y las imprecaciones de los maridos burlados, y ni siquiera la luna, por pudor, se atrevía a levantar los velos de verdor con su ojo inquisitivo. Ahora, en aquellas terrazas reina un crepúsculo perpetuo. Algunos ahogados por amor se recuestan, melancólicos, sobre un lecho de rosas de afilado coral o prueban el sabor mineral de las naranjas de los huertos submarinos. Por eso, cuando ascienden a la superficie, su piel violácea emana ese milagroso aroma a azahar de salitre que impregnaba también el cuerpo de ese santo mártir que el mar depositó un día, intacto dentro de su sarcófago de piedra, sobre la arena de la playa de San Andrés de Teixido. Y es maravilla que en su mano izquierda sostenía un dorado fruto desconocido, redondo y luminoso como el universo; en su mano derecha, como un cetro vegetal, crecía un arbusto de recias hojas verdes con flores de aroma tan fresco y agradable, que a todos dejaba el cuerpo descansado de fatigas y el alma suspensa en una lejanía velada de palmeras y campanas.

Otros habitantes merodean ahora por las ciudades: Absortos en sus enigmáticos intereses, pulpos, meros y caballas pasan ligeros, evitando las plazas festoneadas con guirnaldas de algas, bajo las cuales se pudre morosamente una multitud de herrumbrosos críticos literarios, pecios lastrados por el peso de sus vacuas opiniones estéticas. Expulsados por su insoportable pedantería de todos los infiernos posibles, ahora tienen la eternidad entera para devorarse entre ellos; tan espectrales como las ciudades que les dan cobijo, se adivinan sus agrios debates por la continua nube de cieno que enturbia y envenena el agua, allí donde también reposan su digestión los tiburones.

En las desoladas tabernas de las ciudades anegadasse emborrachan los marineros de los barcos fantasma. Condenados a navegar por la misma ruta eternamente, expían así la arrogancia que les hizo vender sus almas al Diablo en un ardoroso juramento, arrostrando la cólera divina, a cambio de continuar su perverso rumbo a través de los elementos desatados, opuestos a su singladura. Son espíritus pendencieros y tristes, que, aunque los desprecien, añoran con lágrimas furtivas los tranquilos placeres de tierra firme, que ya no pueden disfrutar so pena de convertirse en polvo nada más desembarcar.

En el año hay algunos días singulares en los que el mar permite, humilde, que desde las profundidades donde reposan su sueño arropado de medusas las ciudades malditas vuelvan a asomar a la superficie por breve tiempo. Así ocurre en el fulgurante atardecer que precede a la Noche de San Juan, bajo la lluvia helada que cae en el declinar del Día de Difuntos o entre el amargo aroma a incienso de las últimas horas del lunes de Pasión. En el momento en que la roja manzana del poniente incendie las aguas inmemoriales, precedida la aparición por un campaneo lúgubre, se podrán ver surgir, entre las nieblas que hacen tan temibles los agudos bajíos del Cabo de Fisterre, los picudos tejados de las casas sumergidas por la titánica inundación. Leves como la espuma de las olas que el viento dispersa, las sombras de los primitivos habitantes de las ciudades execradas retornan a mirar con tristeza desde las ventanas más altas de lo que fueron sus casas hacia el ocaso, hacia la tierra invisible cubierta de brumosos bosques donde crecen imponentes cedros y por la que discurren inagotables ríos de oro, diamantes, leche y miel. De ella, ¿Thule, quizás?, partieron un día remoto, para establecerse en esta áspera costa, tan similar y tan distinta, al mismo tiempo, a su lejana patria boreal. Hasta que el sol se oculte y el mar y la luna reclamen de nuevo su posesión, las tenues siluetas tenderán sus brazos hacia el occidente, lamentándose con un ulular terrible, al que harán coro en tierra los gañidos de los perros, los rezos y las consejas de las viejas asustadizas y el chirriante graznido de los cuervos y las gaviotas que sobrevuelan los acantilados. Hasta la siguiente aparición sólo sabremos de los réprobos por el lejano tañer de sus campanas, cuando avisen desde torres cariadas la proximidad de una galerna.

Debieron ser estos condenados gente muy refinada y culta, elegantes pecadores de maneras corteses que aceptaron el castigo con dignidad y no abandonaron sus ocupaciones o la práctica de sus vicios para renegar con hipocresía de su suerte y pedir una clemencia que no necesitaban, cuando su fin era cierto y la furia desatada de los elementos hacia retemblar con sus embates los cimientos de sus moradas. Sin embargo, ¿desaparecieron todos, tragados por las aguas primordiales, o alguno, por un misterioso azar, pudo salvarse? ¿No perdurará su estirpe en la elegancia desvaída y algo desdeñosa con que se mueven algunas gentes de la comarca? En los ojos de vertiginoso azul y en la aparente frialdad de la piel translúcida de esa joven que parece flotar entre dos aguas, ajena a todo, cuando pasa ondulante con su humilde canasto de pescado sobre la noble testa, se encuentra la verdad. Está también en la liviandad y la insolencia atemporales que muestran los muchachos al nadar en el puerto; cómplices, amantes son el agua y ellos, y se ve como se quieren, en el amoroso combate velado de blanquísimas espumas que sostienen al amanecer los broncíneos torsos juveniles y las nudosas olas, o en los mil dedos de sal con que la marea les prodiga ocultamente sus lúbricas caricias bajo la luz de la luna.

II.- DE SASTRES.

En este punto viene muy a cuento mencionar a Castro de Camelhe, el sastre de Corcubión, que murió hace dos años sin descendencia y dejó a sus sobrinos de Compostela, gente de tierra adentro, una manda singular que aún andan discutiendo como repartirse, sin haber conseguido acuerdo alguno.

Quejoso de un impenitente dolor de coyunturas, veíasele siempre aterido al friolero sastre, de tal manera que solía llevar en toda época dos chalecos y pantalón de paño, además de gorra de visera y calcetines de lana tejidos por las monjas de Santa María la Real de Sar, que son los más abrigados. Tenía la piel fría y azulada, de pez, y andaba permanentemente resfriado, a causa, decía él, de un intenso helor en los mismos entresijos al que no encontraba remedio, y era cierto que nunca se le vio sudar, ni siquiera en los días más ardientes del verano. Mostraba los ojos redondos y vacuos, de un verde indefinido con estrías blancas, y había quien afirmaba que al mirarle fijamente, había visto relámpagos plateados pasar, ondulando, por el fondo de sus pupilas. En los últimos tiempos se había aficionado a sentarse en la taberna de Fito solo en un rincón, con su vaso de ribeiro blanco olvidado sobre la mesa, de cara a la ventana, absorto en el susurro hipnótico de la continua llovizna. Era la suya una clase muy especial de morriña. Él, que nunca había sido demasiado aficionado a navegar, decía escuchar una voz en la lluvia que le incitaba a bogar mar adentro, hacia un lugar pasadas los rompientes, frente a Langosteira. Incluso en el campo, lejos por prevención de la línea de costa, creía oír superpuesto al latir de su acongojado corazón el imponente golpetear de las olas contra los acantilados. Aseguraba que había momentos en que le parecía que nunca había conocido el calor del sol sobre la piel y que su vida había sido siempre así de sombría; se sentía ajeno a la solidez de la tierra, criatura acuática que intuía un Dios gris como vientre de ballena, soberano de un cielo fluctuante como un continuo batallar de olas y para la que el infierno residía en la gélida oscuridad de las simas abisales.

Después de mucho buscar cura para su extraño mal, llevarónlo a un curandero de Cee llamado Xinzo Álvarez. Este, mirando al compungido friolero de arriba abajo, dióse media vuelta, escupió despectiva y sonoramente en una bacinilla y dijo por toda respuesta:

– Castro, a ti no te pasa nada. Lo único que tienes es que tú no eres gente y los que no sois gente pasáis siempre frío, porque tenéis una concha de hielo en el centro del cuerpo. Date un paseo por la playa del Rostro bebiendo las veintisiete brisas, sin que te sobre ni te falte ninguna y cuando hayas acabado nunca más volverás a tener frío. Y no hace falta que tornes a verme, porque quedarás bien curado.-

Y sin más réplica, lo despidió.

Así pues, al poco caminaba el melancólico de Corcubión por la bella y arisca playa del Rostro, tomando las veintisiete brisas que le habían recomendado según le iban viniendo. Iba respirando hondo, bebiéndolas una a una, sin perder la cuenta, anotando el sabor y la espesura de todas ellas, cuando al doblar la novena oyó que algo como un cristal grueso crujía y se le aflojaba en la maquinaria del cuerpo. Vio a continuación como el viento le arrancaba, arrastrándolos hacia el mar, una aglomeración de recuerdos deshilachados que no reconoció como suyos. Un instante después, las olas, con su continuo batir, habían devorado golosamente aquel amasijo multicolor y fluctuante. Sólo quedó sobre la arena una mancha irisada y en el aire un olor a verdín. Notó asimismo que ya no tenía las manos ni los pies tan helados cómo era habitual en él y un calorcillo gustoso le empezaba a abejear por el cuerpo.

Al llegar a la decimoctava brisa, un airecillo zumbón y sabroso, que le olía a las manos maternales arreglándole la bufanda infantil y le dejaba en la boca un regusto dulce a chocolate y a bollos calientes, el crujido de sus entrañas fue aún más fuerte. Por fin, algo duro y pesado se le hizo añicos dentro con un lamento agudo de vidrio roto. Al respirar le tintineaba el pecho con una melodía cristalina y alegre, una música que se acompasaba con el retumbar de las olas y el silbido del viento entre los peñascos que cubren la playa. El cuerpo había dejado de dolerle y hasta la ropa le sobraba.

La brisa veintisiete, fina y transparente como un cendal, arrastraba, quien sabe desde donde, el picante olor a resina de inmensos bosques de coníferas. Nada le chasqueó ahora al sastre ni adentro ni fuera y ni siquiera al anhelar le sonaban ya los ijares a jarra trizada. Castro sólo quería descansar: se tumbó arropado por la blandura delicada de la arena y se quedó al instante dormido. Luego contaba, sonriendo como un niño satisfecho, que se había soñado a sí mismo volando, liviano y encendido de calor, semejante a un rayo de sol, sobre un océano embravecido y oscuro que no conseguía retenerle para devolverlo de nuevo a las simas donde no llega nunca la luz.

Y es que hasta ese momento él no era gente. Castro de Camelhe pertenecía a la raza de los pocos que sobrevivieron al Diluvio, aquellos a los que el mar todavía considera su pertenencia y a los que reclama sin cesar su vuelta con la lluvia como mensajera. Son aquellos que oyen en sueños una voz burbujeante que les llama, se vuelven a mirar y sólo ven alzarse una fría y verdosa inmensidad, recuerdo de aquel terrible día en que las aguas se cerraron, triunfantes, sobre la tierra.

Decía antes que al morir dejó el sastre una herencia difícil de repartir: donó a quien lo quisiera y supiera aprovechar, un predio a tres millas mar adentro, entre Langosteira y Fisterre, que disponía de veinte fanegas castellanas de mar para labrar y para solaz una finca con cien naranjos de sal.

Por tierras gallegas

Autora: Rosa María Moreno

Pasaron más de cuatro décadas hasta que pude viajar a Galicia por primera vez. Viaje familiar con grandes expectativas de ocio. Dos semanas por delante y muchas propuestas para disfrutar. Clima, naturaleza, cultura, historia, folclore y, cómo no, gastronomía. Pero en realidad, ya había viajado varias veces al hombro izquierdo de España guiada por sus grandes novelistas y poetisas, cronistas y músicos. Hombres y mujeres de talento, cuyas obras han dejado un gran legado literario para la historia de las letras gallegas y para la cultura de las Españas.

Galicia tierra de “Pazos de Ulloa”. Tierra de cruceiros, de conjuros, de vinos y gaitas. De “Gozos y Sombras” de “Cantares Gallegos”, de “Luces de Bohemia” de “Mazurca para dos Muertos”. De heroínas como María Pita. Ellos y ellas nos han contado la vida y milagros de sus gentes, de sus meigas (que haberlas hay las), de sus hombres de la mar, de su histórica emigración, de su carácter melancólico y dubitativo. En suma, de glorias y miserias como esta España nuestra.

Aquel primer viaje por tierras gallegas fue maravilloso. Me impresionó la belleza natural de su paisaje tapizado por bosques de Eucalipto que susurran sonidos ancestrales. Maravillosas playas ribeteando sus costas. Montañas y valles moteados de hórreos y pequeños “pueblos que eligen al alcalde y es el alcalde el que elige al pueblo del alcalde…” (Ya no me acuerdo como sigue el brillante discurso).

¡Cuánto disfrute contemplando sus anchas y luminosas rías! El fiero Atlántico cincelando los acantilados de sus costas. Sus casas de indianos y sus edificios de renegridas piedras.

Pero especialmente, me llamó la atención ¡Cómo trabajan las mujeres gallegas! Se ocupan de la casa, del marisqueo, labran la tierra, cuidan del ganado, comercian, confeccionan, diseñan. No hay tarea por dura que parezca que les impida tirar del carro cada día.

Sus hombres pasan meses faenando en la mar, así que, son ellas el alma de los pueblos, yo diría que buena parte de la economía gallega depende de las mujeres.

Por pura coincidencia, allí celebré mi 25 aniversario de boda, en una recoleta ermita de la Toja, donde un párroco sencillo y campechano, hizo gala de vocación al servicio de sus fieles paisanos y visitantes y se ofreció gentilmente a oficiar la renovación del santo sacramento del matrimonio en la intimidad familiar.

Mi hija y mi hijo, díscolos y traviesos adolescentes, improvisaron una entrañable lectura, (que aún guardamos como un tesoro) y entre risas y emociones, pusieron un toque fresco y simpático al evento.

D. Camilo, que así creo que se llamaba el clérigo, oficio la santa misa culminando la ceremonia con las obligadas bendiciones. Tras el “demos gracias a Dios”, escuchamos un caluroso aplauso de los turistas que visitaban la ermita, durante la celebración ¡Qué vergüenza, Creíamos que la ceremonia sería en la intimidad!! Caminamos por el pasillo central de pequeña ermita cual desfile nupcial, yo con una gran dalia a modo de ramo de novia que mis dos piratas habían robado de un jardín cercano. Mi santísimo esposo ¡Se emocionó tanto! Mucho más que el día de la primera boda. Fue una situación simpática y un tanto sub realista. Han pasado 24 años desde aquel 8 de septiembre de 1998 y aquí seguimos, fieles al compromiso, unidos por ¿El amor? ¿El respeto, quizás por las fuertes convicciones que rigen nuestras vidas? ¡Qué sé yo!

Y como toda boda que se precie culminó haciendo un homenaje a la gastronomía gallega, que en mi opinión, debería ser declarada Patrimonio de la Humanidad, como Santiago de Compostela o La muralla de Lugo.

Lamento mucho que Galicia, haya sido cuna del cruel y sádico monigote que gobernó España durante 40 años. Algunos han intentado seguir su estela, pero afortunadamente, nuestra Democracia, aunque imperfecta, es el baluarte más seguro contra los nostálgicos imitadores de la Oligarquía.

Pasados muchos años, volví a Galicia, y me sigue pareciendo una tierra maravillosa a pesar de su clima húmedo y grises brumas, de sus reales clubes náuticos, amarre de embarcaciones reales. Sede (recepción de . Pero sobre todo me quedo con los méritos de sus gentes emprendedoras y creativas. De su acento musical cuando responden preguntando. De sus mujeres valientes y luchadoras como las madres valientes y combativas que salieron a la calle plantándole cara a los narcotraficantes, asesinos de sus hijos (años difíciles por la droga y el contrabando en aquella tierra).

¡Ah! Si piensan viajar a Galicia en breve, concretamente a las Rías Baixas, no olviden visitar sus Reales Clubes Náuticos, y disfrutar de las famosas Regatas, donde podrán contemplar amarrado al Bribón Real, embarcación de recreo propiedad de nuestro cosmopolita Emérito. Y es que Galicia es el mejor rincón de España para pernoctar en compañía de incondicionales y comprensivos ciudadanos y disfrutar de magnífica gastronomía y excelentes caldos. Con todos los respetos para la señora Díaz Ayuso; ¡Madrid puede esperar!

Pero hoy, 17 de mayo “Día de las letras Galegas”, desde 1963, quiero rendir especial homenaje a Dña. Emilia Pardo Bazán, en su reciente centenario. Mujer de carácter, erudita, inmensa en todos los sentidos, representante del Naturalismo y del feminismo en España. En sus obras denunció las míseras condiciones de vida de la mujer y los abusos y vejaciones que sufrían por el machismo y el patriarcado en una sociedad tan rancia y conservadora como la gallega a finales del XIX. Retrató como nadie las turbulencias políticas y sociales de la época, describiendo con crudeza, las marcadas diferencias sociales, la pobreza y el carácter de sus gentes.

¡Magnífica La Bazán! ¡BOAS TARDES!

Una bruxa galleguiña

Autora: Cristina Olmedo

Su madre hablaba con entusiasmo de las travesuras de la niña y su padre seguía con ella en sus brazos sin importarle las visitas que llegaban a su casa de compañeros del sindicato y políticos famosos. Era su tercera hija después de dos hijos varones, el juguete más apreciado de padres y hermanos, la depositaria de las enseñanzas de todos ellos. Tanto que a sus 5 años sabía hasta latín. Su madre era la mejor contadora de historias sobre meigas, hechiceras y Santa Compaña y supo transmitir a su hija esta parte de la cultura gallega y su padre, un gran luchador junto con los trabajadores de los astilleros ferrolanos iba alimentando el espíritu de justicia en su querida hija.

Un día visitaron con sus hijos el Monte Pindo, y los niños se quedaron impresionados por la cantidad de piedras alargadas y verticales del lugar. La madre les contó que allí descansaban los espíritus de los druidas, que eran magos que intermediaban entre los hombres y los dioses. La niña escuchaba a la madre con atención mientras achuchaba a su muñequito preferido: un duendecillo de gorro rojo y puntiagudo, al tiempo que sentía un agradable calorcito en su espalda” Mamá de mayor quiero hacer sortilegios”. Hija, ya eres las brujita de la casa,- le decía su madre entre besos.

La niña fue creciendo. Sacó sus estudios. Se hizo abogada. Y fue trabajando como una hormiguita, pasando en principio desapercibida. Algunos enemigos de la familia, empezaron a considerarle una meiga. Pero su madre, le decía que no le importase lo que dijeran de ella, que no era ninguna meiga sino una hechicera, que empezaba a desenmeigar los maléficos conjuros de meigas. nubeiros y legromantes entrometidos e interesados que jugaban con el pan de los trabajadores de la zona.

Yo que la conozco bien, pues llegamos al barrio obrero de San Valentín, allá por los años 70 para trabajar en el astillero, fuimos grandes amigos de sus padres y la vimos nacer, puedo contaros la gran transformación de esta traviesa niña que ahora es toda una mujer. Os aseguro que tiene mucho de hechicera, aunque ella ha intentado apartarse de la imagen tradicional de las brujas gallegas, dando a su aspecto un estilo muy personal.

De joven, su pelo era moreno y corto. Ahora, que ocupa un importante cargo en la capital, tiene una melena rubia de mechas que peina caprichosamente según los días. Ha dulcificado su cara y para disimular esa nariz que caracteriza a las brujas galleguiñas, perfila sus ojos pequeñitos de azul marino, y pinta sus labios de rojo brillante para realzar esas razones que salen de su boca y esos conjuros con los que consigue tantas cosas y esos argumentos que defiende ante sus adversarios lanzándoles una frase muy suya: “Le voy a dar unos datos”.

No se viste con las raídas y descuidadas vestimentas de las brujas. Utiliza tejidos vaporosos azules, blancos, rojos…, casi siempre monocolores y de una exclusiva elegancia . No vuela con una escoba sino que se sube en unos tacones de aguja que maneja con tal gracia que parece volar.

Pero lo más importante de todo, es que sus palabras son como varitas mágicas que dan lugar a acciones bastante benéficas Raro es que no consiga muchos de los retos que se propone. Es incansable y batalladora, de gran inteligencia política y pone pasión en todo lo que hace. De adolescente ya apuntaba maneras. Hace mucho que no la veo. Pero puedo deciros que sé de dónde saca su energía, esa que no le deja ganar ni un solo kilo. Siempre que puede viene a su Galicia adorada y sube con su marido y su hija al monte Pindo, allí busca su piedra vertical que tanto le gustaba de niña, y en ella apoya unos instantes su espalda para sentir el agradable calorcito gallego, como ella dice. Y sonríe. Ella jamás pierde su sonrisa, aunque un licántropo disfrazado de político pretenda darle un buen mordisco, Ella utiliza sus sortilegios de hechicera, Pero no queráis conocerlos porque nunca los desvelará.

O conxuro da queimada

Autora: Mercedes Prieto

Mouchos, coruxas, sapos e bruxas…

Así iba recitando mi vecina Raquel, que es gallega y ejerce de tal, mientras iba levantando el cucharón e iba dejando caer el líquido de la queimada en llamas, dentro del pote.

Demos, trasnos e dianhos, espritos das nevoadas veigas…

Los demás estábamos como cada noche de San juan hipnotizados por el azul de la llama.

Corvos, pintigas e meigas, feitizos das mencinheiras…

Como cada año, habíamos empezado a buscar madera y objetos viejos en los trasteros y a transportarlos a la playa al caer la tarde.

Pobres canhotas furadas, fogar dos vermes e alimanhas

El tema de la intendencia, ya lo habíamos decidido los días anteriores y en cada casa, esa tarde se había estado preparando, con mucho mimo, las respectivas especialidades amén de otras delicatessen: ahumados, embutidos, paté, etc… Somos un grupo de ocho personas a las que nos encanta degustar buenas viandas y si cabe, beber aún mejor.

Lume das Santas Companhas, mal de ollo, negros meigallos, cheiro dos mortos, tronos e raios

Era una noche muy especial donde todos íbamos con ánimo de disfrutar de la magia de esas horas oscuras, del rumor de las olas, del aire marino pesado y fresco y a olvidarnos de nuestros problemas, de nuestras dolencias, e intentar recuperar un poco la inocencia de nuestra perdida infancia.

Oubeo do can, pregon da morte, foucinho do satiro e pe do coello

Ya habíamos tirado a la hoguera nuestros tres papelitos con nuestros deseos para el futuro, que no podían ser ni de dinero ni de amor. Algunos valientes se habían dado su baño nocturno. Nuestras mentes seguían las palabras del conxuro sin dejar de mirar la llama.

Pecadora lingua da mala muller casada con home vello

Al acabar la lectura, Raquel apagó el fuego del pote y nos fue sirviendo uno a uno un jarro de barro con su ración. Estaba tan eufórica que decidió saltar la hoguera. Se le resbaló la chancla y cayó de lado. Rápidamente la retiramos, pero ya se había quemado un poco el brazo y la cadera. Dijo que no tenía mucha importancia y como ella es enfermera la creímos, seguimos bebiendo hasta que nuestros avejentados cuerpos nos mandaron a casa

Al día siguiente Raquel ingresó en el hospital a causa de las quemaduras. Necesitó injertos en el brazo.

A pesar del accidente, no ha dejado ni dejará de celebrar San Juan ni de preparar su exquisita queimada.

Traducción del conjuro

Búhos, lechuzas, ranas y brujas

Demonios, maléficos y diablos, espíritus de las nevadas vegas

Cuervos, salamandras y meigas, hechizos de las curanderas

Pobres cañones perforados, hogar de gusanos y alimañas

Fuego de las Sagradas Compañías, mal de ojo, hechizos negros, olor a muerto, truenos y relámpagos.

Ladrido del perro, la proclamación de la muerte, hocico del sátiro y la pata del conejo.

Pecadora lengua de la mala mujer casada con un hombre viejo

Agoreira

Autora: Elena Casanova Dengra

Cuando me instalé en aquel viejo edificio de las afueras de Lugo, empecé a notar unas pequeñas vibraciones en las paredes de mi apartamento, eran tan leves que hasta dudaba que fueran reales. Inmediatamente consultaba en internet si se había producido algún terremoto o cualquier fenómeno similar que explicara esos pequeños movimientos pero siempre con resultados negativos.

Una noche, después de tomar unas copas con mis compañeros de trabajo, abrí la puerta de mi casa y escuché unos gemidos. Enseguida pensé que eran producto de mi imaginación y del alcohol ingerido, así que no hice demasiado caso, me fui a la cama y el sueño se apoderó de inmediato de mi frágil conciencia. Un par de horas más tarde me desperté con un terrible dolor de cabeza comprobando, camino de la cocina, que los gemidos eran tan reales como el paracetamol que me tragué minutos más tarde. Imposible conciliar el sueño. El desconcierto y la congoja me impidieron volver a la cama. Descubrí que procedían del piso de arriba. Me extrañó bastante porque desconocía que estuviera habitado, jamás había escuchado algún ruido o cualquier indicio de que una persona lo ocupara.

Me coloqué un chándal, no era cuestión de subir en pijama a pesar de las horas, subí los catorce escalones que me separaban del tercero y toqué el timbre. No sonó, así que golpeé la puerta varias veces con los nudillos. Tampoco escuché nada. Lo que sí noté fue un escalofrío siendo consciente del silencio y la soledad de la noche invadiendo todo el edificio. La luz de las farolas de la calle que se filtraban a través de los ventanales conferían un aspecto espectral al trozo de pasillo que ocupaba. Cansada de esperar, me di media vuelta, cuando de repente una voz femenina sorda y entrecortada preguntó:

– ¿Quién es?

Rápidamente me puse en alerta y acercando mi cara a la puerta respondí:

– Señora, ¿se encuentra bien? ¿Llamo a un médico? La he oído quejarse y estoy preocupada.

– No, niña. Lo que yo tengo no lo arregla un médico, ellos solo curan los males del cuerpo pero no los del alma. Tú sí me podrías ayudar, si quisieras…

– Claro, claro –insistí –. Abra la puerta y hablamos.

– No puedo, niña. Imposible. Estate atenta y permanece callada. No hagas preguntas ni me interrumpas, ¿está claro? Si en algún momento dudas y no quieres seguir, vete, lo entenderé.

Permanecí callada delante de la puerta de la anciana o, por lo menos, así sonaba su voz: ronca, quemada, acabada. Lo que oí esa noche suena a una historia increíble y surrealista, una historia de siglos pasados y de años oscuros. En algún momento de la narración me dijo su edad pero era tal la perplejidad en la que me encontraba que he olvidado ese dato.

Esta mujer nació en una pequeña aldea coruñesa. Me contó que su madre le enseñó a practicar la magia negra, conjurar el mal de ojo, adivinar el porvenir y, a veces, incluso sanaba ciertas enfermedades. Fue muy popular, contaba con una fiel clientela de campesinos, que acudían atraídos por sus saberes.  Pero esta mujer, o mejor, meiga, así matizó su condición, tenía un enemigo irreconciliable, que la odiaba con ferocidad: el párroco, quien utilizaba los sermones para amedrentar con los fuegos del infierno a quien acudiera a pedirle ayuda. Se sintió tan oprimida que incluso temió por su vida, así que decidió abandonar su origen y refugiarse en el anonimato de la ciudad. Aquí, poco a poco, fue captando el interés de unos pocos que fueron multiplicándose y siguió con los saberes que había heredado de su madre. Se ganaba la vida bien y vivía tranquila hasta que en uno de esos hechizos algo salió mal. Recuerda a un hombre de mediana edad, muy serio, demasiado, no le gustó pero estaba dispuesto a pagar bastante por un hechizo para conquistar, según declaró, a una muchacha de la que se había enamorado pero no era correspondido.

Agoreira, que así se llamaba mi vecina, siguió contándome: cogió dos fotos de la pareja y metió un mechón de su propio pelo. Unió las fotos cara a cara y las envolvió en un trozo de tela negra y lo cosió alrededor con hilo rojo. Para que la efectividad fuera total se debía guardar debajo de la almohada todas las noches y durante el día en una zona oscura. La mujer me aseguró que al poco tiempo hace efecto. Mientras cosía la tela, el hombre, en un arrebato de ira, se la arrancó de las manos deshaciendo los puntos y rompiendo las fotos por la mitad. Esta interrupción fue fatal para la anciana. A partir de ese momento todos sus saberes y todas sus magias desparecieron como lo hace el brillo de un diamante falso. Sus fuerzas flaquearon de manera que se quedó aislada y encerrada, prisionera de su propia magia.

– ¿Cómo te puedo ayudar? –dije por fin con un tono de descreimiento. Pensé que no debía contradecirla y así conseguiría que abriera la puerta y poder ayudarla.

– Prepara siete granos de arroz, siete granos de sal gruesa, siete hojas de laurel, siete pelos –los vi aparecer por debajo de la puerta–, cerillas y alcohol. Quémalo todo mientras recitas lo siguiente. Me pasó un papel amarillento y arrugado con un texto en gallego: “Mouchos, coruxas, sapos e bruxas. Demos, trasnos e dianhos, espritos das nevoadas veigas …”

Bajé a mi casa y preparé todos los ingredientes negando una y otra vez con la cabeza. Encendí una cerilla para quemarlo todo mientras recitaba unas palabras que difícilmente entendía. Tardé unos minutos y subí rápidamente al piso de arriba con los restos que había dejado el fuego.

Encontré la puerta abierta. El pasillo estaba oscuro y un penetrante olor avinagrado lo impregnaba todo. Busqué un interruptor y una pobre bombilla se dignó a iluminar tímidamente el espacio lo suficiente para no tropezar. No había rastro de ninguna mujer. Miré por la cocina, cuarto de baño, los dos dormitorios y hasta en el armario. Al llegar a la pequeña sala de estar el olor se intensificó lo que me provocó naúseas. Encontré media docena de velas encendidas formando un círculo y en medio solo encontré un montoncito de ceniza.

Experimenté miedo, el mismo escalofrío que sentí en el pasillo, y salí rápidamente de aquel apartamento y llamé a la policía. Solo les conté que me había parecido escuchar unos ruidos extraños en el piso de arriba, todo lo demás carecía de sentido y me tomarían por una loca. Sé que se llevaron las cenizas. Al tiempo, me enteré por una amiga que trabaja en la comisaría de policía que, gracias a la datación radiométrica, se descubrió que las cenizas correspondían a un cuerpo humano con doscientos años de antigüedad.

Como bien podéis imaginar, me mudé de casa en cuanto pude. Me obsesioné con los ruidos y todas las noches creía escuchar una voz cavernosa recitando lo mismo: gracias por tu ayuda, gracias.

La maldición de Aldara

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

No fue el silencio, no, lo que lo asustó fue la ausencia. Hubo un tiempo que…

Todo comenzó cuando el padre, anciano, expiró su último aliento al caer la noche de Samaín. Días antes, Iago, el heredero, acudió a Aldara, la vieja bruxa, para que le indicara como debía proceder. Ésta le advirtió, que la Santa Compaña estaba rondando y el padre no pasaría de la noche de difuntos. El hijo tuvo un mal presentimiento. Los labriegos estaban atemorizados y todo se tornaba difícil en esa fecha. La anciana convino a Iago para que retirara la higa del cuello del moribundo y lo prendiera en el suyo, así su autoridad lo fortalecería. También le indicó que tomara por esposa a Iria, la prometida de su hermano. La joven, meiga de la tierra fértil, llenaría los campos de abundantes cosechas y el feudo de vástagos. Pero cuando éste fue ante el padre, el puño de azabache no estaba sobre su pecho.

La noche anterior a Samaín, Anxo el hermano menor, soñó con su difunta madre. Tras su muerte, cuando él aún era un niño, lo había acompañado desde el mundo de los sueños. En la aparición, le indicaba, que cuando cayera la oscuridad, partiera con Iria. No debía tener miedo, esa noche las Ánimas no lo buscarían. Se dirigirían al Bosque de las Sombras, allí debían escuchar el susurro de los Ecos, ellos los guiarían hasta las Piedras del Tiempo. Luego, tomarían el camino de Brigantia, en la villa, sería fácil ocultarse por el numeroso paso de extranjeros.

Anxo aguardó a la noche para huir con Iria, era el momento indicado para la partida. De su cuello pendía oculta la higa del padre. Un criado leal se la entregó, como última voluntad del anciano, cuando se despidió. Al amanecer, Iago, el hermano mayor, se convertiría en dueño de cuanto les rodeaba y señor de todos los que vivían en las tierras. Las monturas negras y las capas grisáceas ocultaron la fuga de los jóvenes bajo los árboles sombríos. La leyenda decía que quien se internaba en el Bosque de las Sombras no salía jamás. Hasta ese momento, Anxo nunca se había acercado. Tembloroso aferraba la higa de su padre, mientras murmuraba una plegaria que su madre le enseñó cuando apenas era un chiquillo. Iria lo seguía cautelosa.

En el feudo, Iago estalló en cólera cuando descubrió la huida. Inmediatamente requirió la presencia de Aldara, quien le reveló el camino que habían tomado los prófugos, pero cuando Iago escuchó, el Bosque de las Sombras, no pudo contener su ira, pensando que era una artimaña de la bruxa, porque nadie en su sano juicio osaba adentrarse. Enfurecido la encadenó y amenazó con darle muerte si no los encontraba. La anciana, temiendo por su vida, le prometió que los encontraría y al tiempo que conjuraba a Nubeiro, señor de los vientos y la lluvia, para que impidiera el avance de los fugitivos, una cruel maldición arraigó en su pecho, Iago encontraría al hermano, pero esa sería su desgracia.

Con la primera luz del amanecer, Iago se puso al frente de las cabalgaduras más veloces que había en las cuadras, acompañado de los gañanes, que habitualmente lo amparaban en sus desmanes. El viento del norte, les mostró la terrible tormenta que se desencadenaba en la lejanía. Los rayos iluminaban el horizonte y los truenos atemorizaban a caballos y hombres.

Dentro del Bosque, Anxo e Iria, desmontaron y cubrieron sus corceles con las capas, para que el vendaval no los espantara. La lluvia torrencial y los truenos amedrentaban a humanos y bestias, pero también silenciaba la voz de los Ecos. La pareja, sobrecogida por el estruendo del cielo y aterida de frío, se refugió entre unas rocas. Mientras no amainase no podrían escuchar los susurros del Bosque, comentaron apesadumbrados. Por el contrario, el aire les trajo el galope atropellado de sus perseguidores. Sobrecogidos, ahuyentaron sus monturas, para confundir su rastro, pero el desaliento les decía que pronto descubrirían la argucia.

Al acercarse al Bosque de las Sombras, los hombres de Iago se detuvieron, nadie se atrevía a entrar. Pero el nuevo señor, con voz iracunda, los increpó amenazándolos con una muerte más cruel que la que pudieran encontrar dentro, si no avanzaban. Temerosos al principio, pero envalentonándose después, prosiguieron. El jinete más adelantado vislumbró los caballos, rápidamente fustigaron sus monturas y acortaron la distancia, mas poco antes de darles alcance, descubrieron el engaño. Los hombres, llenos de furia, aguardaron, ocultos tras unas peñas, para embestirlos.

Iria se encogió entre los brazos Anxo. El ánimo la había abandonado, no podrían salir del Bosque sin la ayuda de los Ecos, pensó. Peor aún, si los hombres de Iago los encontraban, los matarían atrozmente, pues mucho era el rencor acumulado contra ellos. Callada, se rendía ante esta idea, cuando un ardor empezó a quemarle la piel. Sobre su hombro, el trisquel tatuado emergía. Una fuerza poderosa invadió su espíritu. La alejó de sí misma, no podía ver el bosque si no abandonaba el paisaje. Entró en el laberinto de su memoria y en el interior del tiempo. Vio su destino, la vida se mira hacia adelante, pero debes recordar el camino recorrido. En su tránsito llamó a los Ecos y estos despertaron. Las sacudidas de Anxo asustado, la trajeron a la realidad. El sonido de la muerte, ajena y cercana, ocupaba todo el espacio. Los Ecos, encolerizados, proferían ruidos ancestrales contra los hombres que habían deshonrado su territorio. Los asesinos, enloquecidos, se fueron despeñando contra las rocas. Después se hizo el silencio.

Cuando la calma ahuyentó la tormenta, los Ecos murmuraron sus secretos. Con cierta ansiedad por las palabras, hasta entonces desconocidas, Anxo e Iria iniciaron el sendero. El bosque fue recuperando su color, la luz se filtraba entre las ramas y los sonidos del aire se expandieron sobre ellos. La serenidad fue anidando en el pecho de los jóvenes mientras caminaban, hasta que alcanzaron las Piedras del Tiempo, allí se encontraban los límites del Bosque. Felices, saltaron de júbilo, cuando contemplaron el camino que los conduciría a Brigantia.

De repente, un grito salvaje, acompañado de un dolor lacerante, atravesó el pecho de Anxo. Detrás, a su espalda, Iago, rabioso, sostenía la espada manchada de sangre.

En ese mismo momento, un estremecimiento se apoderó del hermano mayor. Dejó de percibir los gritos desgarradores de Iria, la mirada apagada de Anxo o el olor de la sangre hermana. Más no fue el silencio, ni la oscuridad, no; lo que lo asustó fue la ausencia de sensaciones. Sus piernas se doblaron y los brazos cayeron sobre la tierra, pero no la notó áspera o fría. Su cuerpo entumecido crujió como un guijarro roto y poco a poco fue cristalizándose y tornándose ceniciento.

La leyenda cuenta que un túmulo de piedra gigantesco marca el camino de Brigantia y si estás atento puedes oír su respiración. Cuentan también los lugareños, que en la ciudad, hubo una curandera muy poderosa llamada Iria y sus sanaciones fueron muy apreciadas por los peregrinos.

Camino de Santiago

Autor: Antonio Cobos Ruz

Haciendo el Camino de Santiago y próximo ya a alcanzar el final de mi caminata diaria, decidí retrasarme hasta quedar el último de mi cotidiano y reducido grupo de peregrinos con la finalidad de restablecer mi equilibrio fisiológico y evacuar el exceso de agua almacenada en mi cuerpo tras la ingestión de un desayuno algo más copioso de lo normal.

Me aparté a un lado del camino, sin avisarle a nadie imprudentemente, al pensar que el asunto quedaría resuelto en un momento, y me introduje en la espesura del bosque para atender la petición cada vez más fuerte de mi vejiga.

Como que me pareció que se aproximaba un nuevo grupo de caminantes compostelanos, me interné algo más en la fronda para no ofrecer un gratuito espectáculo mingitorio. Estaba a la mitad de mi contribución a la humedad del sotobosque y disfrutando del alivio de la presión de mi próstata entrada ya en años, cuando me pareció divisar, oculta entre los helechos, la figura de una mujer rubia de deslumbrante belleza, vestida con telas vaporosas y transparentes. Fue una visión de un instante, o quizás de medio instante, pero mi chorro evacuatorio se paralizó y sentí una enorme vergüenza de haber sido observado con aquella cara placentera mientras aguantaba mi válvula de escape con los dedos de las dos manos.

No supe que hacer y con la precipitación del decoro me cogí un pellizco en la piel de esa parte de mi cuerpo en la que estáis pensado. Tuve que volver a bajar la cremallera soportando el dolor y, por supuesto, las ganas de orinar desaparecieron por completo.

Al volver al mundo de las acciones conscientes pensé que lo que me había parecido ver, no era más que fruto de mi imaginación y de mi sensación de vergüenza por evitar que me viesen orinando. Pero, la imagen que me observó era tan nítida a pesar de su brevísima presencia, que me atreví a dar unos pasos hasta el lugar en el que creí haberla situado. Nada. No había nada ni nadie allí. Miré a mi alrededor y el vello de los brazos se me erizó cuando, ¡me pareció verla oculta unos cuantos metros hacia el interior del bosque! Ya no me daba miedo, ni vergüenza, me sentía atraído hacia el lugar donde me pareció ver la aparición. En esta ocasión, me llamó la atención su enorme cabellera rubia. Di unos pasos rápidos hacia ella, pinchándome en los brazos y arañándome en la cara con las ramas de los matorrales que me envolvían. Cuando alcancé el lugar de la visión, nada de nada. Volví a realizar un giro de trescientos sesenta grados y me pareció observar unos helechos que se movían. Me apresuré en llegar hasta allí y de nuevo me arañé en los brazos y en la cara. La situación se repitió varias veces más, hasta que mi reiterado girar y girar sobre mi mismo en busca de una pista nueva, no tuvo resultado alguno. El juego del escondite se había terminado.

Fue entonces cuando me hice consciente de que no sabía con exactitud el lugar en el que me hallaba y que desconocía en qué dirección tendría que dirigir mis pasos para salir de aquel laberinto. Tras varios intentos fallidos logré alcanzar el camino. Me dirigí con prisas al encuentro de mis compañeros de caminata y al cabo de un rato divisé a dos de ellos que se habían detenido para esperarme.

— ¡Vaya tío! Ya estábamos preocupados — me confesaron—. Pero, hombre, ¿qué te ha pasado en la cara y en los brazos?

—Me aparté a orinar.

—Pues la meada ha debido de ser de órdago. ¡Menuda batalla! — rieron ambos.

Opté por no contarles nada de mi visión de la moura.

Nota: (Las mouras son seres feéricos –relativo a las hadas-, presentes en la mitología gallega; son de piel blanca y cabello rubio y habitan bajo la tierra o bajo el agua).

La reunión

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Las meigas, los trasgos, los apalpadores, los biosbardos, los duendes, los legromantes, la Santa Compaña y la Maruxaina andaban soliviantados y decidieron reunirse en el Monte Pindo. Iban a tratar asuntos de gran envergadura.

Llegaban al Monte, cada uno a su manera, según sus tendencias: los apalpadores, regalando castañas a troche y moche; llevaban un saco a la espalda que nunca se agotaba; toda la concurrencia comía castañas, cuyas cáscaras desaparecían por el aire misteriosamente.

Los biosbardos, con sus inocentadas, pusieron una nota de buen humor.

Los duendes gozaron de lo lindo haciendo tropezar por los caminos a sus compañeros, que estuvieron a punto de romperse la crisma, pero no se enfadaron.

Entre las meigas, las de mala índole “regalaron” dolores de barriga a los que más castañas habían comido; estos acudieron a las meigas buenas, que los aliviaron rápidamente.

La Maruxaina, como buena sirena, llegó por mar y ocupó la roca más alta del Monte Pindo: allí, en lo alto, mostró ufana su cuerpo desnudo color de ámbar.

La Santa Compaña, numerosísima, con su aire tétrico, hizo que todos sintieran un escalofrío; ninguno se sentía a gusto cerca de ellos, pero disimulaban ese rechazo por temor a represalias.

Los últimos en llegar fueron los legromantes, con toda la parafernalia que los acompaña, rayos, truenos, relámpagos, nubes de color cárdeno, amenazadoras tormentas de granizo y nieve…

La reunión era para tratar estos asuntos: ¿Quién se iba a hacer “cargo” del Pazo de Meirás, ahora que ya no era posesión de la familia Franco? ¿Y de los Pazo de Ulloa con el dueño recién casado?

Bastantes años habían sufrido lo de Meirás, mientras Doña Carmen y su marido eran los dueños. La señora, devota hasta los tuétanos de Santiago, con el que tenía un gran ascendiente, mandó colocar en la puerta principal un gran cartel, con el Santo a caballo, que decía en grandes caracteres “¡SANTIAGO Y CIERRA ESPAÑA!” Y aquellas puertas se cerraron a cal y canto para meigas, trasgos, duendes etc. etc. que no osaban asomar por allí. Sabían muy bien que no iban a poder doblegar la voluntad férrea de una Doña Carmen fanática de la Religión Católica. Al atardecer llamaba a su marido:

-Paco, siéntate a rezar el Rosario

-Mira Carmiña, rézalo tú por mí, tengo mucho trabajo que hacer: firmar un montón de sentencias de muerte, alertar a los servicios secretos para que sigan a la caza de rojos; aún quedan muchos y yo quiero limpiar España de esa peste; tengo también que dar órdenes a Pemán para que no descuide la búsqueda de Profesores y Maestros republicanos, porque a la chita callando, sé que siguen envenenando al pueblo con sus contubernios judeomasónicos; son peligrosos. Como verás, ser Jefe de Estado conlleva muchas responsabilidades.

Doña Carmen lo comprende y se resigna a rezar sola. Menos mal que en los Pazos de Ulloa todos esos seres mitológicos tenían cabida; allí las cosas iban manga por hombro; el Señor de Ulloa llevaba una vida libertina, ocupado sólo en la caza y en gozar por las noches con la compañía íntima de la criada, una joven hermosa, frescachona y sin escrúpulos como él: tenían un hijo al que abandonaban por completo; las meigas se encargaban de inculcarle malas costumbres. Ahora el Señor de Ulloa se había casado con una jovencita de buena condición y costumbres intachables, ¿quién se iba a encargar de torcérselas?

Cuando se hizo el silencio y todo se serenó en el Monte Pindo, se dispusieron a tratar estos dos graves asuntos.