Marcela, la solitaria

Autora: María Gutiérrez

Se cuenta que en otros tiempos en algunos pueblos había alguna que otra bruja con poderes especiales para echar el mal de ojo.

Marcela, era una mujer, envejecida por el clima, las penas y la falta de medios. El pelo más bien canoso, cubierto siempre con un pañuelo negro descolorido, ojos tristes y mirada lejana; de poco hablar, andares lentos por el reuma y otros achaques…

Aunque conocía a todo el mundo siempre iba sola. La trataban con cautela y la saludaban con reparo. Los niños la veían con miedo. Incluso en misa a la que iba todo el pueblo, unos por devoción y otros por distracción, ella se ponía apartada de la vista de todos.

Con frecuencia acudía a casa del practicante que vivía con su esposa y un crio de meses para que le aplicara la inyección que le calmaba el asma y le servía también para poder hablar con él, la única persona del lugar que la trataba con cariño y cercanía

–¡Ay Don Cipriano! Que habré hecho para que además del asma y “la reuma”, Dios me haya mandado esa penica…

–Usted no ha hecho nada, eso son supersticiones y habladurías de la gente ignorante.

–Le pido por favor que quite al niño de ahí…

–No diga tonterías.

–No son tonterías, que todo el mundo lo sabe en el pueblo.

La gente no sabe nada. No se fie usted de esa habladurías que solo sirven para hacer daño.

–Que sí que muchos niños se han puesto malicos y encanijaos, y ese niño suyo tan sano, tan lindo, tan espelotao…

–Ya se habla de que yo…

–¡No diga disparates mujer!

–El practicante cogió a su hijo en brazos y le dijo: Marcela, mire usted al niño…

–¡Ay Don Cipriano, no tiente al diablo!…

–¡Mírelo¡ Acarícielo como hace todo el mundo.

–¡No, por Dios¡

Hágame el favor de tomar al niño.

Ella volvió entonces la cabeza, miró el cuadro de la Virgen y tomó al niño en brazos con lágrimas en los ojos. Temblaba pero en el fondo le hacía ilusión: era la primera vez que tenía un niño en sus brazos.

Salga y paséese con él por todo el pueblo. Recorrió varias calles, llegó a la plaza; un grupo de niños que jugaban gritando, le abrieron paso guardando silencio; un corro de mujeres con cántaros apoyados en las caderas, calló de pronto. Al pasar por la taberna, los hombres se asomaban abriendo con cautela las cortinillas de tiras…

Seguía con la cabeza baja ahora por calles más estrechas. Pasó frente a la tienda donde se vende de todo…Salían miradas clavadas como alfileres.

Dobló otra calle, el talabartero, el panadero, la modista, el arriero… Todos la miraban con sorpresa…incluso a quien no la veía le llegaba el rumor que corría como la pólvora: “la Marcela está paseando al niño del practicante” a Don Cipriano se le ha ido la cabeza…

Emprendió el regreso, llegó y dejó al niño en la cuna.

–¡Qué! ¿Ha pasado algo? No, ya se lo decía yo mujer…

A partir de ese día, la gente iba más a casa del practicante y buscaban cada rincón hasta localizar al niño y examinarlo con disimulo. En la calle lo mismo, todas las miradas iban hacia el pequeño que seguía siendo un niño rollizo, fuerte, de aspecto saludable y olor a Heno de Pravia…

Marcela fue abriéndose poco a poco e integrándose tranquila, despreocupada, sin bajar la vista hacia el empedrado del suelo.

Se acercaba a oler las flores de los jardines, bebía agua de la fuente y se paraba en las puertas con las mujeres.

Desde entonces ya nadie pensaba, ni creía que Marcela echaba “el mal de ojo”

El monasterio

Autora: Cristina Olmedo

Me gustaba su estampa llena de pétrea austeridad, Y sin que tuviera ningún motivo, la mayoría de los días terminaba frente a ella admirando la extraña sencillez de su arquitectura, su simetría perfecta y, la robustez de su estructura, más de fortaleza que de iglesia.

Muchacho – oí decir a mi lado – a un hombre vestido con un hábito de capelina corta terminada en un capuchón trasero, con dos grandes piezas rectangulares, una delantera y otra a la espalda, de color marrón chocolate.

¿Quieres ver la iglesia por dentro? – me preguntó con sonrisa un tanto cómica-. Aunque yo no me caracterizaba por entrar en iglesias, la expresión del fraile me era simpática y, acepté su invitación.

Según me enseñaba su interior, iba contándome la historia de esta iglesia, construida al lado del monasterio benedictino, cuando la orden empezó a tener relevancia. La amenidad de su relato, entreverado con chistes ocurrentes y numerosas anécdotas, me tuvo encandilado durante más de dos horas.

Siendo él un carmelita, me extraño el énfasis con el que me habló de San Benito de Nursia, fundador en el siglo V d. C. de la orden benedictina; un hombre inquieto, reflexivo y emprendedor que según cuenta la leyenda, hizo numerosos milagros.

Durante días, intenté volver a ver a este religioso simpático y locuaz, que iba despejando mis dudas, pero nadie supo darme razón de él. Recuerdo cómo me tranquilizó su presencia y su manera de relatar. Durante nuestro paseo por el interior de la iglesia de San Benito, vi cómo la luz del sol que se colaba por las ventanas abiertas en la parte superior de los muros, iba a parar al rostro del monje, iluminando su cara.

Ahora, que me he librado del miedo que me atenazaba, de los días de ayuno e insomnio, de la soledad por no poder dar a mis padres la noticia, voy a ser yo el que os cuente, mi perplejidad ante lo que me acaba de pasar

En uno de los días, estando sentado en un banco de la iglesia de San Benito- mis visitas a la iglesia eran ya, medicinal rutina-, me acorde de la historia de los dos Alonsos que me contó esa mágica mañana el carmelita. Corría el año 1527 – me decía-, cuando Valladolid albergaba la corte de Carlos V y nacía su hijo, el que luego sería Felipe II, cuando el Abad del Monasterio Alonso del Toro, para hacer honor a la realeza de la ciudad decidió modernizar la iconografía de la iglesia y contactó con el ya famoso escultor Alonso Berruguete, para que hiciera el retablo de la iglesia. Como allí no vi este retablo, le pregunté a mi historiador particular dónde estaba ahora y me dijo que visitase el museo Nacional de escultura para ver esa maravilla, pero que no dejase de observar el san Benito de tan genial escultor. Así lo hice. Estuve parado delante de la talla no sé cuánto tiempo. Observé la expresividad de su cara y no veía en ella un rostro de madera policromada sino uno de carne y hueso. Sus ojos estaban fijos en mí, el cayado que sostenía su mano izquierda parecía moverse y su mano derecha extendía los dedos índice y medio y parecía mover el pulgar a la búsqueda de los otros dos que permanecían doblados.

Las noches sucesivas tuve varios sueños en los que aparecían amigos míos con la cara de la escultura de Berruguete que me había retenido de tal forma que hasta el vigilante de museo me acercó una silla para que me sentara, pues creo que esa mañana fui el único visitante al que vigilar.

Ayer, con toda la aprensión del mundo llevé a mi oncóloga el análisis de mi segundo TAC. Tienes que dejarme este papel un día más. Vete tranquilo y ven mañana a consulta a la misma hora. ¿Tranquilo? Salí del hospital respirando de tal forma que parecía que el aíre no llegaba a los pulmones, sin que mi cerebro pudiera procesar todo lo que la doctora me dijo. Del insomnio nocturno he pasado a una tarde en la que vuelo en lugar de andar. La leyenda de las numerosas curaciones que realizó San Benito en las regiones italianas por las que pasó, se cumple 15 siglos después. en mi propia persona.

El equipo médico no se explica la desaparición de mi tumor. Pero yo he vuelto al museo. De nuevo me he puesto frente a la escultura de San Benito y he dicho en voz baja mirando a esa mano derecha que me bendecía: “Que juguetón, Juan Ángel –así se presentó a mí el jesuita- me ha costado adivinarte bajo el disfraz, pero ahora no tengo duda, tu cara era la de San Benito. El caso es que este incrédulo disfruta de un doble milagro. Cuando salí del museo, el mismo vigilante me saludo con cierta sorna.

El pulsador

Autora: Carmen Díaz Pérez

Esta historia sucedió hace un par de siglos en Alora, un pueblecito de Málaga. Concretamente en la Residencia de Santa Ana.

Durante una visita a esta localidad, un vecino del lugar la hizo llegar hasta mis oídos, dándola por cierta y aseverando que sostenía la razón de su longeva población.

Os la transmito como la recibí.

Ismael comenzaba cada día visitando a su padre en esa institución. En ello no había más necesidad que la de disfrutar de su progenitor. El anciano, elegante y terso como un viejo ciprés, conservaba optimista el carácter y el apetito vivo por lo que costaba predecir que un par de años atrás hubiera cruzado la barrera de los ochenta. Él mismo propuso su ingreso, tras cumplirlos.

Su vida transcurría en aquellas dependencias con placidez y el día se escapaba entre las visitas del joven, la lectura del periódico y las deliciosas tertulias que mantenía con Pepita, un viejo amor de juventud con la que coincidió en el centro.

No fue hasta hace un mes que el hijo encontró a su padre abatido, desubicado, falto de energía. El fallecimiento de su amiga, días atrás, era motivo más que suficiente para su melancolía, pero pasaba el tiempo y seguía envuelto en aquella especie de nube gris tan ajena a su carácter.

Decidido, el muchacho condujo la tertulia del día en esa dirección.

–Papá –comenzó a decir– durante las últimas semanas te noto distante, pensativo, triste. ¿Me contarías qué te preocupa?

–Hijo, desde hace algún tiempo siento la vida esquiva y lejana. En cambio, la idea de la muerte ha socavado un abismo que ensombrece mis días y atormenta mis noches.

–Me preocupa lo que escucho –repuso el joven– aunque imagino que quizás la reciente pérdida de Pepita te ha sumido en este estado.

–Bien es verdad que su marcha ha dejado un vacío difícil, hijo mío. Sin embargo, ha sido tras su partida cuando la idea de morir ocupa ese y cada uno de mis espacios intimidándome, atormentándome, encogiendo mi espíritu. Su presencia ha esclavizado mis pensamiento, ha sesgado mis alas definitivamente.

El hijo intentó despejar la preocupación de su rostro mientras introduciendo la mano en su bolsillo, extrajo de él un pulsador.

–¿No lo recordabas? –le dijo tendiéndoselo a su padre– Seguramente lo olvidaste en casa durante el traslado. Precisamente ayer lo encontré entre los objetos que aún dejaste en casa –continuó el muchacho.

El anciano observó la pieza con incredulidad y algo de asombro.

El joven siguió hablando.

–Hace algunos años, inmerso aún en la adolescencia, me angustió la misma cuestión, ¿te acuerdas? La idea de muerte se había aferrado a mi mente y succionaba mi equilibrio como una garrapata. Tú me explicaste que todos poseemos un pulsador como el tuyo. Mira yo siempre llevo el mío encima –dijo el hijo mostrándoselo y volviéndolo a guardar en su chaqueta– Como me enseñaste, nuestra vida será tan larga como queramos. Es importante dilapidarla, sufrirla y gozarla, recorrerla, beberla; al fin y al cabo, empaparse en ella sin estar pendiente de su final. Una vez hayamos decidido que es el momento, bastará con presionar nuestro botón para abandonarla. Tus palabras, salvaron entonces mi abismo, desterrando de un plumazo el dramatismo de mi antigua concepción.

El anciano quedó callado y reflexivo y su hijo se despidió hasta la jornada siguiente.

La vida en la residencia se dilató durante muchos años más, tantos que pocos se sentían capaces de aventurar la edad del veterano.

Aseguran que a raíz de su fallecimiento la institución viene exponiendo, en un lugar de honor, tanto la historia como su pulsador. Y es bien sabido que son numerosos los miembros que tras ingresar piden el suyo en recepción.

Anclada en el pasado

Autora: Rosa María Moreno

Nació Victoria en la primera década del pasado siglo, en un lugar de la Mancha, como D. Quijote, con más ansias de grandeza que de honor y justicia como el ilustre hidalgo.

Galdós aún vivía, ya había escrito obras tan maravillosas como Tristana, personaje al que nada se parecía Victoria. Sus ambiciones no eran precisamente afán por aprender, conocer y descubrir el mundo, ser libre como como la protagonista galdosiana. Los sueños del personaje de mi leyenda, eran más propios de princesa que espera príncipe y una vida de amor y lujo.

Su padre un adinerado cacique del pueblo, conservador y machista a raudales, retrógrado y dictatorial, no permitía que sus hijas fueran a la escuela. Consideraba el castizo varón, que nada tenían que aprender sus hijas fuera del seno familiar y ¡Vive Dios¡ Que educó a sus hijas con mano de hierro. En un férreo patriarcado medieval, fuera del hogar todo era perverso e indigno para una mujer. Mentalidad burríl, muy común en aquellos tiempos y lugares de la España profunda.

Según los estamentos sociales que regían la vida de los pueblos, el poder y la autoridad, estaban representados por el cura, el alcalde y el boticario. Ahhh! Me olvidaba del Guardia Civil actor importante en el escenario rural. El padre, castellano viejo, tenía relaciones de amistad con una marquesa, dueña de gran parte de las tierras del pueblo, donde la niña Victoria y su hermana Leonor pasaban algunas temporadas como invitadas en la hacienda “Las Cabezuelas” propiedad de la tal Marquesa.

Las monterías, los caballos, las fiestas crearon en las niñas un universo de fantasía muy alejado de la realidad social de su entorno. Un mundo de abundancia y lujo, que hicieron de Victoria y Leonor dos señoritas soñadoras, cándidas e ingenuas.

El padre, egoísta y tirano con su santa esposa, engendró veinte hijos de los que sobrevivieron solo tres. Ángel, su único hijo varón, Victoria y Leonor.

¡Pobre mujer! Al parecer la santa esposa, Dolores murió joven, y con el cielo más que ganado tras el paso por el purgatorio marital que había sufrido en su matrimonio. Sin embargo, Victoria sentía gran admiración por su padre. De hecho, la influencia paterna dejó una huella indeleble en su personalidad durante toda la vida. Su continua apología a la figura paterna para ella representaba la riqueza, el poder, la supremacía de una clase social dominante.

Aquella aristocracia que pocos años después quedó un tanto postergada con la llegada de la República y en muchos casos por la desastrosa administración del patrimonio familiar, por parte de herederos, que incluso en la actualidad, los conocemos como auténticos parásitos sociales. Sin embargo, Victoria nunca hablaba de su madre, salvo para decir que había sido una Santa. Y así debió ser, aunque la Santa Madre Iglesia, ¡Ya se sabe! Solo santifica a los que cumplen con sus sagrados baremos.

Su hermana Leonor en cambio tenía otras inclinaciones, se las ingenió para aprender a leer y escribir, mostrando gran interés por el conocimiento y la cultura, le encantaba montar a caballo, de hecho era una gran amazona (Que por cierto su vida, sería digna de otra leyenda, propia de Tolstoi). Victoria, en cambio era más doméstica, más pasiva y modosita que Leonor. En realidad, ella solo esperaba llegar a la edad casadera para encontrar un buen marido, soñando con una boda de película.

No siempre el destino sigue el camino de los sueños. Muy al contrario pues el padre, D. Felipe, que así se llamaba el adinerado Caballero de la Mancha, apostó gran parte de su fortuna en la campaña de apoyo al Conde de Romanones, político español y gran terrateniente famoso por sus frases lapidarias con el que compartía obviamente su ideología conservadora además de pensamiento burril, como evidenciaban sus discursos.

Pero lo que suele ocurrir en política ¡A veces se gana y otras se pierde! Y así D. Felipe se jugó su fortuna en beneficio del político conservador. Un fiasco económico, que le llevó a la ruina, arrastrando con él a su familia.

Todo se había perdido y el padre viudo y arruinado, pensó que las hijas tendrían más oportunidades de futuro en la ciudad que en el empobrecido ambiente rural.

Victoria y Leonor se trasladaron a la capital, con un pariente cercano. Y no tardaron en encontrar marido, pues las jóvenes poseían un buen físico, rasgos agraciados, elegante vestuario (Desde luego, estas no se quitaron el sombrero) y aunque su formación era escasa, sus modales eran refinados y distinguidos, ventajas de haber crecido en un ambiente privilegiado, pero la cruda realidad les impuso sacrificios y renuncias para el resto de la vida.

Victoria se casó con un buen muchacho, Miguel, trabajador y honesto. Un hombre que se abrió camino en la vida desde muy joven, por sus propios medios, pues perdió a sus padres cuando aún era un niño. Paradojas de la vida, Miguel se esforzaba en progresar estudiando por la noche cuando terminaba su jornada laboral y luchaba por una vida digna y en libertad.

Llegaron los hijos, la guerra, la escasez y las penurias económicas, pero a pesar de todo, Victoria jamás abandonó sus aires de grandeza. Ni que decir tiene, que a pesar de las dificultades económicas, Victoria siempre contó con ayuda en las tareas doméstica, La Paca que se encargaba de la colada y otras tareas. Y es que los recuerdos de la señora Marquesa ejercían en ella gran influencian, pues los aires de grandeza no los perdió Jamás.

Con el tiempo y los sueños frustrados, afloraron en ella las credenciales paternas. Su carácter soberbio y altanero, machista, misógino, pensaba que las mujeres eran seres inferiores en todos los órdenes de la vida. Racista rallando lo extremo. Una de sus añoranzas, era tener una criada uniformada y negra.

Ni que decir tiene que justificó siempre la pobreza como un mal necesario en el Mundo. Jamás defendió la justicia social, muy al contrario, los ricos deben someter a los pobres y a los débiles, así ha sido siempre y así debe ser.

Se habla de la erótica del poder, pues Victoria la sentía por el dinero. La riqueza, era su debilidad ¡Ay, pobre Victoria! Pues le tocó vivir, precisamente tiempos de penuria y escasez.

La guerra, salvo para los vencedores, dejó un reguero de escasez y pobreza, de miedos y de silencios.

Para colmo a Miguel le tocó luchar en el bando republicano, donde perdió parte de sus dientes, el pelo y sobre todo sus ideales de progreso y de modernidad, y todos aquellos valores que impulsaba La República, se diluyeron en la contienda y en la posguerra como azucarillo en el café. Aunque en un gesto de valentía y desafiando al régimen dictatorial del franquismo, conservo durante cuarenta años en un cajón su carnet de la UGT.

Sin embargo, su joven esposa, quedó atrapada en la fantasía del marquesado de Las Cabezuelas, en aquella infancia perdida de abundancia y lujo. Buscaba dinero bajo las piedras, disponer de dinero era su debilidad. Cuando Miguel cobraba algún trabajo acabado, hay resaltar que era un artista en su oficio un gran artesano, y él necesitaba liquidez para invertirlo en su negocio, pero Victoria dilapidaba buena parte del dinero en comprar regalos para todos, con el único objeto de recibir no sola las gracias de su receptor, sino el “si wana” vitalicio. Cuando esa no era la respuesta, para Victoria suponía una ofensa y automáticamente ya era mala persona y se convertía en diana de sus peores críticas.

Expresaba sus reflexiones en un tono mesiánico, sus opiniones eran sentencias. Sus ademanes justicieros, señalaban con el dedo índice de la mano derecha a su acusado particular. Su carácter dictatorial e intransigente hizo de ella una mujer de convivencia difícil.

Era histriónica, de las carcajadas compulsivas y pueriles sin justificación pasaba a la mirada atravesada cuando algo era contrario a sus criterios. Jamás decía una palabra malsonante, pero a veces sus palabras sonaban como golpes de martillo sobre su interlocutor cuando este no compartía su opinión, hablaba entre dientes intentando disimular su desprecio ante los demás. En general era fría y poco afectuosa, pero cuando le interesaba ganarse los favores de alguien no dudaba en regalar los oídos interesadamente, hasta el empalago.

A cualquier hora del día o de la noche, invocaba al altísimo en voz alta, pidiendo perdón por los pecados propios y ajenos. Realmente era… muy peculiar, desde luego a nadie dejaba indiferente. Algunos vecinos la conocían como “La loca” cuando escuchaban sus despectivos y comentarios y sus ideas trasnochadas.

La naturaleza la dotó de buena salud, siempre buscó ante todo su comodidad, murió octogenaria y sola, pues las relaciones con la familia eran muy complicadas. Aunque, a pesar de su carácter, todo el mundo la trataba siempre con respeto. Sus hijos procuraron que no sufriera estrecheces económicas y le visitaban con relativa frecuencia. Quizás sea cierto el refrán popular: “Quien siembra vientos, recoge tempestades”. Pero tuvo suerte, mientras dormía el Altísimo le abrió las puertas de la gloria con la que había soñado toda su vida.

De haberla conocido, Galdós le hubiera dedicado una novela. Su pluma habría dibujado como solo él sabía el escenario, los personajes que le rodearon, sus diálogos y el contexto social de la vida de Victoria, todo un personaje de leyenda.

Europa, invierno de 1917

Autor: Antonio Cobos Ruz

El letargo había invadido el campo de batalla y ningún ejército era capaz de arrebatar al enemigo un solo metro de barro o de aguas estancadas. Dos colinas simétricas, llamadas ‘las gemelas’, una frente a la otra como dos gigantas encaradas e imbatibles, ostentaban la condición de inexpugnables.

Se sucedían en el frente los días desapacibles y oscuros mientras una bóveda llorosa y triste, empantanaba con un llanto perpetuo lo previamente encharcado y enlodado. Se formaban riachuelos de caudales ridículos que sumaban sus aguas en el fondo de un barranco que separaba a personas parecidas que portaban uniformes diferentes.

Un grupo de refuerzo arribó a una de las líneas enfrentadas. Un recién graduado capitán, un idealista terco al mando de un puñado de jóvenes reclutas, acaudillaba a aquella panda de inexpertos. El oficial, con el ímpetu desatado de un espumoso recién abierto, arengaba a sus hombres anhelando momentos de honor y de gloria. Bajo un plan minuciosamente estudiado, ampliamente detallado, y detenidamente establecido, organizó un ataque que pretendía ser definitivo.

Amparados en la noche, deslizándose invisibles por el barro, los valientes novatos alcanzaron el borde cenagoso del infeliz riachuelo. Justo al intentar cruzarlo, un vigía contrario alertó de la presencia enemiga. ¡Estaban descubiertos!

El capitán dio la orden de ataque. Todos se incorporaron para desencadenar el avance cuando una bomba desperdigó por los aires a parte de la tropa. Dos de los infantes, dos amigos que crecieron y se enrolaron juntos, fueron impulsados al espacio, girados en el vacío y transportados al otro lado de la raquítica corriente. Quedaron enlazados e inconscientes con sus caras hincadas contra el lodo. Los soldados supervivientes intentaron aguantar las posiciones y hubo un clamoroso intercambio de disparos.

Tras unos minutos de desmayo, despertó uno de los dos heridos y descubrió que el compañero trabado entre sus piernas le mostraba sus vísceras en un cuerpo sin vida. Su vieja amistad le había servido de escudo frente a la explosión asesina. Se desparramó el miedo sin mesura. Ante el escozor de la frente, se llevó la mano embarrada hacia el picor punzante y regresó mojada de un líquido viscoso y oscuro. Lleno de pavor y desconcierto quiso huir. La inclinación del terreno le engañó. Incorporado, avanzó corriendo en zigzags, loma arriba, hacia sus equivocadas filas. “No disparéis, no disparéis” gritaba.

El capitán lo vio alzarse y lanzarse al enemigo. Con el uniforme embarrado e irreconocible, rebozado de todos los colores de los barros sin patria…, con los ojos tapados por la sangre y la vista miope de un rostro enrojecido y desencajado…, con el alma encogida, impulsando una huida que dotaba de alas a su pies…, con el afán completamente desatado…, avanzaba y avanzaba. Atrapó, por puro instinto, una bomba de mano entre sus dedos y continuó corriendo con el rifle en alto hacia los que estimaba eran los suyos. “No disparéis, no disparéis…”, clamaba mientras se aproximaba hacia el que creía su bando.

Una luz tenue comenzaba a iluminar el sombrío campo de batalla y desde sus filas observaban y aclamaban al valiente y arriesgado soldado que progresaba y progresaba hacia la trinchera enemiga. Entusiasmó y enardeció su valor. Una explosión en las filas enemigas, con el joven de nuevo por los aires, abrió la puerta a la orden de ataque del capitán novato. De la trinchera salieron en tromba a emular a su heroico guerrero y, tras innumerables bajas, la colina gemela y opuesta, la más débil de las dos en ese día de invierno, quedó finalmente sometida.

El miedo del soldado, sin que él ni los demás caídos lo supieran, se percibió como un acto de valentía y heroicidad y terminó en leyenda.

Un hecho extraordinario

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Se siente tan extenuado, que hace ademán de levantarse de su humilde yacija en el suelo, pero le faltan las fuerzas. Su cuerpo está escuálido y su mirada un poco perdida tras las lentes. Tanto tiempo de ayuno y de preocupaciones le han hecho mella. La ausencia de su esposa, muerta hace cuatro años, le hace daño, recuerda con nostalgia el amor que compartían, además de la comprensión, el apoyo y el consuelo que encontraba en aquella extraordinaria mujer.

Le vienen a la mente las muchas conversaciones sostenidas con su gran amigo Rabindranath Tagore, el que lo bautizó con el nombre de Mahatma – alma grande -. Los ojos se le llenan de lágrimas cuando piensa en él. También recuerda a otro amigo valiosísimo, igualmente escritor: Leon Tolstoi, que tanto le alentó en su resistencia pacífica contra los dominadores de su país.

Hoy es 30 de enero de 1948 y está en Nueva Delhi. Lleva más de veintinueve años de “lucha” pacífica para conseguir la independencia. Se ha enfrentado a graves problemas; su fuerza de voluntad ha sido incansable: con las huelgas de hambre, la resistencia pacífica y la desobediencia a las leyes abusivas de los dominadores, ha conseguido que se le escuche y ha traído la libertad; asombroso; sin derramamiento de sangre; sólo con la fuerza de su espíritu indomable.

Ahora intenta cambiar su sociedad; basta de intocables o parias, de esclavos, de miseria. Defiende a los musulmanes que viven en el país, porque no tiene prejuicios religiosos; no se siente enemigo de nadie. Últimamente estos conflictos religiosos le disgustan tremendamente, porque han originado disturbios que él rechaza frontalmente. Ha habido enfrentamientos entre hindúes, musulmanes y algunas sectas. Qué pena. Después de tantos sacrificios para conseguir la paz.

Pensando en la importancia de la gran manifestación de hoy, donde se le espera con entusiasmo, hace acopio de la voluntad que le queda, se levanta, se asea y se pone una túnica corta y limpia. El ruido de la multitud le va llegando; toma un zumo y se siente más reanimado. Cuando sale a la calle, una ingente muchedumbre le aclama.. Es preciso simular que le queda energía y se suma a los manifestantes. Hay algo en el ambiente que no sabe definir y que le inquieta; su mente está algo confusa.

¿Qué va a ocurrir? Los ojos se le van hacia la figura de un hombre joven de rostro sombrío. Se miran de frente. El hombre saca una mano del bolsillo; en ella sostiene una pistola. La mirada del anciano es tan amigable que desarma al joven; éste tira la pistola y huye atropelladamente; nadie ha notado nada. El rostro de la posible víctima se ilumina con una sonrisa. Tiene 78 años y aún le quedan muchos de pacificador.

Una cita en la biblioteca

Autora: Elena Casanova Dengra

Son casi las siete de la tarde y aún no me atrevo a empujar esta vieja puerta que ha permanecido sellada en el tiempo y en el olvido. Nadie pasa por la calle, ni una sola persona que me haga recapacitar de la decisión tomada, pero ya es tarde, no hay vuelta atrás, es algo meditado con mucha calma. Cuando por fin cruzo el umbral, mis ojos, a través de la penumbra de finales de febrero, se adaptan a las sombras del abandono, del deterioro y la desolación de un lugar en el que hace medio siglo hubo tanta vida. Solo pretendo averiguar qué sucedió, por qué ocurrieron unos hechos tan extraordinarios de los que nadie supo nada. Estoy en la biblioteca de la Chana, mejor dicho, en lo que hace 50 años fue la biblioteca municipal de la Chana. Desde pequeña he escuchado entre cuchicheos y murmullos alguna que otra pincelada de los hechos, pero hasta hace bien poco, no he conocido lo que realmente sucedió en este edificio, una historia llena de incógnitas y de misterios.

Me he criado en el barrio y desde pequeña siempre me he fijado en este edificio de ladrillos desgastados, de cristales rotos, rodeado de plantas y de arbustos como si desearan inmovilizarlo para impedirle contar los secretos que han quedado ocultos entre sus paredes. Cuando empecé a salir sola a la calle, los mayores me aconsejaban que no acercarme al lugar donde se encontraba la antigua biblioteca porque se escuchaban ruidos y voces humanas. Yo me burlaba de su credulidad y de su miedo, hasta que un día mi madre, muy seria, me contó lo que sucedió en este lugar.

–“Hace cincuenta años, las puertas de la biblioteca se cerraron definitivamente. Nadie ha vuelto jamás a pisar dentro de sus salas, incluso todos los libros de sus estanterías permanecen en el mismo lugar donde siempre estuvieron. Hace unos años, un colegio recién inaugurado, pidió llevarse parte de esos libros para la biblioteca del centro, pero nadie se atrevía a hacerlo. Hasta que se presentaron el director y algunos profesores para cargarlos ellos mismos, pero por alguna razón que desconozco no pasaron más allá de la puerta. Tampoco dijeron nada, cogieron sus coches y se marcharon.

Como te iba diciendo, el edificio municipal dejó de funcionar hace medio siglo. Se trataba de un lugar cuya actividad era frenética. Su salón de estudios se llenaba casi todas los días, los niños de los colegios participaban en actividades organizadas para ellos, se realizaban exposiciones, se recitaba poesía, se creó una tertulia literaria en la que la participación llegó a ser muy numerosa, e incluso un grupo de aficionados a la escritura se reunían una vez al mes, casi siempre el tercer martes, para leer sus propias producciones.

Uno de esos martes llegó todo el grupo, puntualmente, a las siete de la tarde, hora en la que empezaba su reunión. Después de la sesión, parece ser que se quedaron en la biblioteca para celebrar una fiesta sorpresa a una compañera. La única testigo de que el grupo se quedó allí fue la directora que se marchó a su casa a las diez de la noche dejando al resto de las personas pasándoselo bien. Nadie vio nada, ni nadie que viviera alrededor notó nada extraordinario esa noche dentro ni fuera del edificio. Solo un vecino que paseaba a su perro, alrededor de las once de la noche, creyó captar un destello de luz a través de las ventanas del salón de actos. Pero no le dio demasiada importancia, fue de tan poca intensidad que estaba convencido que se trataba de alguna luz de emergencia. Alrededor de medianoche empezaron a llegar los primeros familiares del grupo de escritura al lugar. Era tarde y no habían podido contactar con ningún miembro del taller. La puerta permanecía cerrada y no se percibía ninguna luz ni movimiento desde fuera. Preocupados, llamaron a la policía que inspeccionaron todos los rincones de la biblioteca pero no había rastro de nadie, incluso en el salón de actos todos los sillones estaban bien colocados, y no había señal alguna de que allí se hubiese celebrado una fiesta.

Desconcertados y bastante ansiosos, los familiares se movilizaron a través de la prensa, de la radio, de la televisión. Fue un hecho muy sonado y durante semanas los periodistas se cebaron con la noticia, hasta que poco a poco la gente se fue olvidando. Pero el barrio no se olvidó nunca. Hasta hoy no ha habido algún indicio fiable, alguna señal que condujera a la verdad. Hubo muchas hipótesis, noticias falsas, habladurías, clarividentes y adivinos, pero jamás se aclaró qué sucedió aquel 19 de enero de 2021.

Justo a la semana de aquel fatídico día, la biblioteca volvió a funcionar. Cuentan que los usuarios escuchaban ruidos y los trabajadores permanecían en alerta lo que les producía mucha ansiedad. Percibían hechos extraños: libros cambiados de sitio, mesas y sillas que se movían, voces muy agudas parecían producirse en el salón de actos cuando comenzaba a caer la noche… El miedo acabó paralizando a la gente incapaz de acercarse a la biblioteca quedando la mayor parte del tiempo vacía y sin actividad alguna, hasta que a principios de marzo la cerraron para siempre. Nadie, absolutamente nadie, ha vuelto a pisar sus estancias. Es cierto también, que desde hace unos años, un mendigo, en los días más gélidos del invierno, monta con unas cajas una especie de cabaña en la puerta de la biblioteca para protegerse del frío. Jura que todos los terceros martes de cada mes escucha durante horas voces humanas que parecen contar historias. Nadie le hace demasiado caso, porque está borracho casi todo el tiempo, pero también te digo que ese lugar es peligroso y te prohíbo que te acerques demasiado, y más cuando la luz del sol ha caído, me entiendes ¿verdad?”, –insistió mi madre.

Por supuesto que la comprendí y por supuesto también que mi curiosidad fue aumentando cada día que pasaba. Por la mañana, al dirigirme al instituto, daba un rodeo y me acercaba a la biblioteca. Me quedaba extasiada contemplando su fachada, sus ventanas, la puerta, y me preguntaba qué habría pasado con toda esa gente que despareció sin dejar rastro. Conforme pasaba el tiempo, más me convencía de que tenía que hacer algo. La única solución factible era entrar e inspeccionar aquel sitio, y qué mejor que un martes, el tercero del mes cuando el borracho afirmaba escuchar voces. Estaba segura que esas voces pertenecían al grupo. El tercer martes de febrero era el día ideal. Al día siguiente tenía un examen y con la excusa de irme a estudiar con mi amiga Gema (colaboradora y confidente de mi plan), en casa no me pondrían ninguna pega ni me echarían de menos.

Estoy dentro y no siento nada extraordinario. Miro mi reloj y faltan unos segundos para las siete en punto. Ahora sí, escucho los primeros ruidos. Parecen venir de la sala que está al fondo del pasillo, en la puerta de la izquierda. Pongo el oído tras la puerta que permanece entornada. . Oigo el arrastre de sillas. Introduzco un poco la cabeza pero no veo nada. Pasados unos minutos escucho otro tipo de sonidos, no son de las sillas, sino de humanos. Carraspeos, algún quejido pero rápidamente se vuelven susurros complacientes y muchas risas, muy débiles, como si no quisieran molestar a nadie. Hablan en voz baja y creo escuchar anécdotas e historias ordinarias. No siento miedo, todo lo contrario, siento un enorme regocijo escuchando. Pronto sucede algo extraordinario. Dejan de sonar las sillas y aparece de repente un grupo de personas sentadas en círculo. Es una imagen borrosa, solo distingo las siluetas poco definidas pero su voz me llega como si estuviese sentada a su lado.

Todos se callan a la vez y empieza a leer el primero. Se trata de un relato, un relato corto pero intenso. Luego vienen más. Los hay pesimistas, otros más alegres, contestatarios algunos, intimistas, desenfadados y alguno con el punto justo de ironía y gracia para hacerme reír. Y lo hago, con ganas, pero no son conscientes de mi presencia. Siguen ahí, a lo suyo. A las nueve se diluye su imagen y poco a poco las voces se apagan entre risas y buenos deseos.

Salgo despacio y de puntillas, no deseo alterar la quietud de la nada más absoluta. Me siento en paz y muy relajada, como si hubiera asistido a la mejor sesión de relajación del mundo. Salgo a la calle, entorno la puerta para que no haya rastro de mi presencia y me dirijo feliz a mi casa. Jamás, en mi corta vida y en mis pocas experiencias personales, he tenido tan claro un objetivo: los terceros martes de cada mes tengo una cita en la antigua biblioteca municipal de la Chana.

La presentación del libro

Autora: Mercedes Prieto Jaén

Y por fin llegó el día. María había decidido que tuviese lugar en una librería que acababan de abrir en plena pandemia, una pareja de jóvenes ilusionados y emprendedores: ella delgada, con coleta, muy dicharachera y sabiendo transmitir su amor por los libros; él también delgado, alto, más discreto, siempre en segundo plano.

Habían pedido sillas al bar de al lado, al que también le habían encargado las bebidas y los canapés para agasajar a los invitados.

Para María, como le solía pasar en las lecturas de sus relatos, la jornada transcurrió como si tuviera una pelea de gatos en el estómago y la mente no dejaba de darle vueltas a su miedo escénico, no cesaba de pensar que iba a ir mal: iba a sentir una losa en los pulmones que le impediría respirar, se iba a quedar callada, se atascaría cuando tuviera que hablar, al leer no podría apartar la vista del papel… ¡Tantas malas experiencias en el pasado!

El verano anterior había viajado a Irlanda, concretamente al Condado de Cork. Allí le habían contado una leyenda acerca del castillo de Blarney, que es una fortaleza medieval del siglo XIII. En su parte superior se encuentra la piedra de la elocuencia o piedra de Blarney. Los visitantes deben besar la piedra por la parte de abajo estando en el vacío y obtendrán el don de la elocuencia.

Cuando María se vio frente al público, formado por familiares, amigos y conocidos y empezó el discurso que previamente se había preparado en casa, en vez de encasquillarse, encorvarse y no dejar de mirar para abajo, las palabras fluyeron de su boca como las nubes por el cielo, su elocución fue muy acertada. Pasados unos minutos soltó el papel y mirando al frente fue disertando sobre los relatos que contenía el libro; contando anécdotas divertidas sobre cómo se le había ocurrido su escritura, incluso hizo improvisaciones que fueron muy aplaudidas. Se expresó con tanta claridad, concisión y entusiasmo que los asistentes quedaron maravillados y deseando comprar el libro.

Al pasar al otro lado de la librería donde les esperaban los aperitivos, todos les daban la enhorabuena y sus allegados se admiraban del cambio que se había producido en ella, no daban crédito a cómo se había expresado, pensaban que era “otra María “a la que habían escuchado. Ella sonreía, firmaba libros y entre cerveza y cerveza no dejaba de pensar en el viaje a Irlanda y el miedo que pasó para cumplir con lo estipulado en la leyenda.

Se iría a la tumba con su secreto.

Navidad transgresora

Autora: Elena Casanova Dengra

Y, de repente, todas las luces se apagan, los altavoces callan y las calles se quedan en el más absoluto silencio. El tumulto de personas que pululan por todos los rincones del centro de la ciudad, agachan tímidamente sus cabezas, los padres toman de la mano a sus vástagos que segundos antes correteaban por los puestos de los belenes, y se dirigen prestos a recoger sus coches en los abigarrados aparcamientos.

Al día siguiente, los periódicos aparecen con sus portadas en blanco. Bajo la primera, el resto se quedan secas en palabras. No hay noticias, era la primera vez en la historia que la tinta de las rotativas se han quedado sin tinta, y los periodistas se quedan en blanco, en un instante todo aquello de lo que han tratado el día anterior se quedó colgado de una enorme bolsa vacía de ideas y que gira como las agujas del reloj alrededor de los enormes edificios donde se cuecen y administran los tejemanejes que mueven el mundo.

Los primeros carros de la compra se desplazan lentamente sobre las aceras sucias de barro. «¿Cuándo ha llovido?» pregunta alguien sin recibir respuesta. A quién le importa en estos momentos unas cuantas gotas de lluvia. Sin convicción alguna, sus portadores miran de reojo las pocas monedas que les quedan en el monedero para comprar solo y exclusivamente los productos que son imprescindibles. Unos cuantos litros de leche, algunas barras de pan, un paquete de arroz y algo de verdura, la de siempre, la más barata y voluminosa. No hay nada más. Las carnicería y las pescaderías mantienen sus persianas bajadas sin anunciar cuando volverán a abrir. Los libros han desaparecido de las estanterías de las pocas librerías que aún se conservan, y el bar de la esquina, el de toda la vida, solo ofrece un triste café con leche templado con un sobre de sacarina.

Los niños se han levantado tarde, los padres también. Hoy no se trabaja. Ni hoy ni mañana… y tal vez, tampoco al día siguiente. ¿Quién sabe? Con el pijama aún puesto y las enormes zapatillas forradas de borra, se sientan a la mesa a tomar el desayuno, tan pobre y desangelado como el cielo que ilumina los rincones de sus casas. Hace frío, pero no parecen ni notarlo, qué más da, nos abrigamos. Y ahora qué, no hay nada qué hacer. Por funcionar no funcionan ni las noticias locales de las diez de la mañana anunciadas a bombo y platillo por las vecinas del cuarto asomadas a los balcones.

A través de los cristales se oye el tintineo de miles de bolas y adornos de navidad cayendo de los árboles que adornan el rincón más inútil del comedor. Repiquetean en el suelo, una, dos, tres veces, para desaparecer por arte de magia tras los muebles y sillones. Allí se quedarán, nadie hace el esfuerzo de agacharse para recogerlas. Las ramas cortadas de los abetos se tiñen de un indeterminado color parduzco y sus hojas, finas como agujas, siembran el suelo formando un círculo bajo sus ramas desnudas.

Mayte, desde su silla de ruedas, se sonroja al comprobar que los pastorcillos de su belén les están sacando la lengua, y con el gesto grosero del dedo hacia arriba, se despide san José tirando de la burra con la virgen y el niño subidos y escondiéndose tras las montañas nevadas de papel maché.

Las nueve y todos se sientan nuevamente tras una mesa. Es 24 de diciembre, pero en los platos solo se sirve un caldo espeso color verdoso, algo de pan y unas cuantas rodajas de salchichón adornadas con unas hojas de lechuga. ¿Por qué?, ¡quien sabe! Las luces de unas cuantas velas alumbran los comedores de las casas y el tintineo de los cascabeles de los gatos son el único atisbo de vida tras las paredes de los edificios y casas que conforman una ciudad casi fantasmal. ¿Qué ha pasado? Nadie lo sabe, o nadie quiere saber. Solo cabe esperar y volver a esperar a que el sol traiga noticias nuevas, noticias frescas, noticias esperanzadoras, mientras, todos sumisos y perezosos esperan cabizbajos el fluir del tiempo.

Por las calles, oscuras, vacías y expectantes, un borracho vestido de Papá Noel recorre avenidas, plazas y callejuelas, con una botella de vino en una mano y en la otra una pandereta ajada por el uso deseando a todos: Feliz navidad.