Donde las dan…

 

 

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Autora: Mercedes Prieto Jaén

Aquella mañana, Felipe se acercó al cajero automático a sacar dinero, como solía hacer una vez a la semana. Cuando estaba a punto de salir la tarjeta hubo un corte de línea y el cajero se la tragó. Entró en la oficina bancaria como alma que se lleva el diablo, dispuesto a librar una batalla en la que estaba seguro iba a salir vencedor, cuando se paró en seco al ver la sonrisa de placer que exhibía la cara de María, la cajera.

Un par de días atrás hizo un frío ártico y María decidió entrar en la cafetería de al lado de su trabajo, para templar un poco el cuerpo, antes de empezar su jornada. El local estaba hecho una feria, al parecer a todo el mundo se le había ocurrido lo mismo que a ella; ni en la barra ni en las mesas había un sitio libre, hasta que divisó a un señor que estaba sacando el monedero para pagar. Dio una carrera, como si le fuera la vida en ello para llegar a la mesa, pero el señor al verla a su lado, se volvió a sentar refocilándose con ello, mostrándole una sonrisa grosera y burlona.  María no podía dar crédito a lo que pasaba ante sus ojos… Tamaña desvergüenza en un hombre que debería peinar canas, si tuviera pelo, ojos saltones de sapo y una prominente barriga cervecera…Y eso que en su joven vida había padecido varias escenas de misoginia.

Se giró a ver si los demás clientes del bar se habían dado cuenta de lo ocurrido, su rostro tornó de la sorpresa inicial a la ira final y se prometió a sí misma que jamás olvidaría esa desagradable cara.

Murmullos en la taberna de Jacinto

 

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Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Faustino nunca fue popular por su buen talante y desde que se le murió la mujer,  su carácter se agrió más aún. Era fácil encontrarlo en la taberna a cualquier hora, aunque gracias a su constitución robusta, rara vez estaba ebrio.  El carajillo de la mañana seguía tomándolo bien temprano; la costumbre de madrugar no lo había abandonado, pese a que ya no tenía  faenas por hacer. Luego con la calidez del mediodía, volvía a refugiarse tras los buenos muros del bar, instante que aprovechaba para echar al estómago un vaso de vino y algo que mascar con el pan, al tiempo que intercambiaba unas palabras con Jacinto, el dueño.  La siguiente reunión tenía lugar al caer la tarde, cuando los jornaleros volvían del trabajo. Ese era el mejor momento para la charla, para las conversaciones de hombres, sin rodeos y “a las claras”.

El bar continuaba siendo un lugar reservado para ellos, como debía ser. Quizás, porque el pueblo distaba mucho de la capital, por su complicado acceso o porque no estaba en una ruta de paso; como quiera que sea,  la costumbre se mantenía inalterable y ninguna mujer estaba bien vista allí. Algunas intentaron romper esta tradición, como la última maestra que llegó a la escuela, pero el trato áspero del dueño y de los parroquianos la disuadió de probar de nuevo.

Enriqueta llegó al pueblo la tarde anterior. Su trabajo como enfermera, un divorcio y el desencanto de la vida en la ciudad, la habían llevado a aquel punto perdido del mapa. La mañana siguiente, amaneció fría, lo que la animó a entrar en el único bar del pueblo en busca de un café, que la reconfortara antes de empezar la jornada en el consultorio.

La taberna estaba llena de hombres del lugar, que dejaron de hablar para observarla desde que puso un pie dentro. La joven obvió los ojos mezquinos y se dirigió al fondo del local, donde una mesa se había quedado vacía, al levantarse para pagar, el señor que la ocupaba. De pronto, el sujeto, que no era otro que Faustino, se quedó mirándola burlonamente mientras retrocedía y volvía a sentarse. Enriqueta notó cómo el calor de la rabia subía por su rostro y frenaba sus pasos, bajo las miradas ruines de los clientes. Su primera idea fue salir del local para no volver, pero una fuerza interior la hizo acercarse a la barra. Controló como pudo el temblor que se apoderó de su voz y pidió el desayuno. Aquella mañana no se atragantó de milagro, porque tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para beber despacio mientras contenía las lágrimas de impotencia que, ajenas a su voluntad, pugnaban por salir.

«¿Pero qué se había creído aquel individuo? ¿Pensaba que avergonzándola la iba a echar? No había llegado hasta allí, para que un sujeto despreciable la intimidara. De eso estaba segura», se dijo.

Desde aquel día, una escena similar ocurría cada mañana en la taberna de Jacinto. Enriqueta,  preparada para lo que iba a ocurrir, se quedaba en la barra y saboreaba con parsimonia su desayuno. A sus espaldas oía los comentarios groseros que compartían los clientes asiduos. Cotilleos cobardes sobre su persona, que nunca iban dirigidos a la ella directamente, pero que realizaban lo suficientemente alto para que los escuchara. Esta rutina, dio lugar a que Enriqueta y su “desfachatez” fueran la comidilla de todo el pueblo.

Sin embargo, quiso el destino que el frío gélido de aquel invierno se pusiera de su parte. Y quien más, quien menos, pasara por el dispensario. De esta forma llegó Rosalía, sobrina de Faustino, más deseosa de conocer a la enfermera que otra cosa. La joven, fascinada por su atrevimiento, le confesó que las mujeres del pueblo, especialmente las más jóvenes, la apoyaban pero no se atrevían a hacerlo abiertamente.

Así transcurrían los días cuando, una mañana de finales de marzo, mientras Enriqueta tomaba su café, un silencio repentino inundó la taberna. En la puerta estaban Rosalía, su madre y varias mujeres más, al tiempo que Faustino y los demás cerraban la boca.

Sortilegios entre cafés

 

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Autora: Elena Casanova Dengra

Cada día, Raquel se dirige a una pequeña cafetería justo al lado del edificio donde tiene una cita con un reducido grupo de personas con su mismo problema: una timidez extrema y una  fobia social la intimidan desde que tiene uso de razón. Parte de la terapia consiste en acudir todas las mañanas a desayunar fuera de casa sin la compañía de nadie. Experimenta una placentera sensación  al entrar en el cálido ambiente del bar, tanto por la temperatura que se agradece por la crudeza de un invierno donde el termómetro no alcanza los cero grados, como por la animosidad de conversaciones acompañadas  de cafés humeantes y  crujientes tostadas. Es un local pequeño, apenas media docena de mesas  ocupan gran parte del espacio y una reducida barra.  Los camareros, Carlos y Magda, son agradables y ella confía plenamente en su profesionalidad. Jamás  les ha observado un mal gesto o una actitud nerviosa, sobre todo cuando Raquel titubeaba al pedir su desayuno las primeras veces.

Le gusta sentarse en el fondo del bar, junto a la ventana, y esta mañana ha tenido suerte. Está ocupada por un señor, medio de pie, que ha sacado su monedero para pagar. Al ver que la chica se acerca para ocupar la mesa, vuelve a sentarse y mira a la joven con una sonrisa irónica y grosera.  Ella, avergonzada, retrocede hacia la barra, sentándose en un taburete en la parte más oscura de la cafetería. Se clava con furia las uñas  al apretar los puños y oculta el rubor de sus mejillas mirando hacia otra parte con el convencimiento de que todos los clientes han sido testigos del acto malintencionado de ese hombre y los imagina burlándose del agravio. La ansiedad le está provocando un ligero dolor de cabeza, así que cierra los ojos y se concentra en su respiración, como le han enseñado en sus reuniones. A los pocos minutos el hombre abandona  la cafetería. Cuando pasa por su lado la mira  con desdén  antes de cruzar la puerta. «Ojalá te salga una urticaria», piensa nuestra protagonista mientras muerde una tostada de mantequilla y mermelada de ciruela.

Después del fin de semana, vuelve Raquel a la cafetería antes de dirigirse a la clínica de psicología. Como si de una aparición se tratara, lo primero que ve es al hombre que se burló de ella sentado en la misma mesa. Con gran sorpresa descubre una extraordinaria mancha rojiza que se extiende alrededor de su boca. El infortunado le está contando a Carlos que unos calamares confitados en aceite le debieron causar esas ronchas. Ha permanecido toda la noche en urgencias y su aspecto es verdaderamente lamentable. Raquel no da crédito al espectáculo y disimula una sonrisa al tiempo que se sienta en la mesa de al lado. «Con esa cara, no te vendría mal un buen absceso que adornara tu excelsa nariz»,  cavila mientras  Magda le dirige un gesto de bienvenida.

Al día siguiente, la nariz del  potencial enemigo de Raquel aparece adornada por un elevado montículo de un bermellón intenso y una desagradable apariencia. Los clientes lo observan de reojo con cara de asco, pero nuestro hombre hace caso omiso y sigue desayunando sin importale demasiado las miradas indiscretas.   Raquel, con verdadera incredulidad, lo examina   y no puede creer lo que está viendo. «Chico, ya sería mala suerte que también resbalaras con el hielo al salir a la calle», se regodea  en este pensamiento mientras lee desinteresadamente en la prensa  el desmantelamiento de un famoso campo de fútbol.

Menuda fotografía encuentra un par de días más tarde: a nuestro hombre con una enorme escayola en su pie derecho y dos muletas apoyadas en la silla. Le explica a Carlos  su mala suerte al resbalar en la capa de hielo que se formó en la acera al bajar la basura con un resultado nefasto: un esguince en el pie  que deberá tenerlo  inmovilizado  durante quince días mínimo. Ha pensado marcharse una temporada a una casa de su propiedad en un pequeño pueblo de la sierra. Demasiados incidentes, necesita un tiempo  de relax.

«Yo  pensaría seriamente montarme en un coche…»,  comenta en voz baja Raquel que escucha toda la conversación.  Mira con descaro al hombre y le desea buena suerte.

Algo inesperado

 

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Autora: Patro Gutiérrez

Después de una noche entre sueños y desvelos, Blanca se dispone a afrontar un nuevo día. Aunque la mañana es bastante fría, para ella no supone ningún problema ya que sale bien equipada con la indumentaria adecuada para poder ir por la calle firme y esbelta, como de costumbre, con su sello personal que la caracteriza por su impecable garbo y estilo.

«Me gusta empezar la jornada con un buen desayuno para cargar bien las pilas de energía pensando en el maravilloso día que me queda por delante. Acostumbro a desayunar en una céntrica cafetería cerca de mi lugar de trabajo, muy famosa no solo por la calidad del café, sino también por el clima tan adecuado y el buen servicio que hace que te sientas como en tu propia casa. Suelo coincidir la mayoría de las veces con algunos compañeros de trabajo pero esta mañana, me encuentro sola y mira por donde, observo que no hay ni una sola mesa libre.

De pronto, me doy cuenta que un señor que está solo ocupando una mesa, hace el gesto de sacar el monedero y medio de pie, levanta la mano para avisar al camarero que ya puede venir a cobrar su consumición. Al ver que me acerco un poco con el propósito de poder ocupar la mesa, el muy descarado después de desnudarme con la mirada, vuelve a sentarse con una sonrisa burlona de lo más grosera que se pueda ver.

Al pronto, me siento muy avergonzada y me alejo un poco, pero rápidamente reacciono y vuelvo, intentando por todos los medios controlar mi malestar.»

—Mire señor, por llamarlo de alguna manera, si lo que pretende es humillarme con sus buenos modales y maneras, que sepa que no lo está consiguiendo, primero porque no lo conozco de nada y por supuesto no me importa en absoluto lo que haga o deje de hacer con su estúpida actitud. ¿Me está entendiendo? El mundo está lleno de idiotas y mira por donde hoy estaba en el sitio y a la hora precisa para que yo me lo encontrara enterito para mí. Que sepa que no soporto a los tipos como usted, que intenta ser fuerte como un caballo pero que tarde o temprano, acaba rebuznando. Dedíquese a sentirse bien consigo mismo que al fin y al cabo es con quien pasará el día y el resto de su vida.

—Por mi parte creo haber disipado todas las dudas que se me habían presentado. Señorita, le pido mil perdones, lo siento me he equivocado, le ruego que me disculpe, mi intención no era hacerle daño, perdí la cabeza cuando la vi acercarse con ese movimiento que marcaba la redondez de sus caderas que  me hizo perder la calma y por supuesto los modales. Créame, las personas importantes no se buscan, la vida te las presenta y usted es una de ellas. Nunca pero de verdad nunca, había conocido a una persona que me hiciera sentir lo que acabo de vivir hoy, perdone mi estupidez, yo no soy como al parecer he dado a entender con mi torpe actitud, ¡me siento tan avergonzado! Le deseo que tenga un buen día, le pido de nuevo disculpas.

Cuando Blanca pidió la cuenta, el camarero muy amable le comunicó que el señor que le había cedido la mesa, la había invitado dejándole una tarjeta…

La amiga madrileña

 

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Autora: Cristina Olmedo

Cinco meses fueron suficientes para conocer a su joven compañera. Cualquiera que hubiera visto a Elisa  cantando con alegre voz, sin importarle si le escuchaban o no, hubiese dicho que era un joven  feliz y mucho más si le hubiera visto dar alguno de sus enormes saltos hasta alcanzar las hojas que le retaban desde la rama de algún arce, de los que se alineaban en su camino al hospital

Pero Cecilia, una enfermera veterana sabía que la felicidad es un pájaro inquieto que nos alegra los instantes en que se posa en nuestra mano,  y fue tanta la ayuda profesional que le proporcionó a Elisa en esos primeros meses, que la muchacha le empezó a tomar un cariño casi maternal y entre ellas se trabó una gran amistad. Por eso, supo Ceci de boca de Elisa  el golpe recibido cuando descubrió el engaño de Arturo, su novio y cómo le costó hacer caso omiso al discurso rogatorio de él y romper  precisamente días  antes de tomar posesión de su plaza en el madrileño hospital.

—Chica  —le consolaba Ceci—, la sabiduría popular es sencilla, pero a veces más certera que cualquier tratado de psicología. El dicho de “tal palo tal astilla” se ha cumplido de nuevo. Fíjate lo que me contaste de su padre que iba presumiendo de bar en bar de tener colgada de su estupenda percha a la quinta mujer. La quinta panoli, -diría yo- que mantenía sus vicios.

Una mañana, antes de empezar su turno, entró en una cafetería cercana al hospital recomendada por Cecilia  ¿Cómo está tan llena? –pensó, mientras percibía un delicioso aroma a chocolate  y contemplaba cómo los camareros esquivaban las apelotonadas mesas portando bandejas redondas llenas de tazas humeantes y torres de churros.

—¿Va a dejar su mesa, caballero? —preguntó— al hombre de tez cetrina y bigote daliniano- Siento la molestia, pero no veo ningún sitio libre más.

El hombre volvió a meter el monedero en su bolsillo y le dedicó una aviesa sonrisa diciéndole, a la vez que se relamía con expresión harto libidinosa:

—Con semejante bombón, he decidido que voy a acompañarla.

Elisa quedó paralizada durante unos segundos, hasta que abandonando su timidez, golpeó la silla que tenía cogida por el respaldo, dio un sonoro golpe contra el suelo y se sentó sin mirarle a la cara, hasta que el susodicho encendió su puro y empezó a disparar sus bocanadas de humo contra la cara de ella.

—Usted, ¿sabe que no se puede fumar? ¡Camarerooo! —gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que soportaba el malicioso guiño de él y  percibía algunas risitas y las miradas fijas en ella de todos los clientes.

El  camarero vino raudo y ella le rogó que dijera a ese hombre maleducado que dejara de fumar o le invitase a salir.

—Pero Manolo, ¿Tú estás oyendo la impertinencia de esta lozana moza? —dijo el del bigote.

Las demás mesas seguían pendientes del asunto.

—¡Anda que no, lo de lozana! —aseveró Manolo.

Elisa roja, no de vergüenza sino de ira, echó una mirada alrededor como pidiendo comprensión y dijo con seguridad:

—¿Es que no van a decir nada?

Y de repente oyó los aplausos de la concurrencia. «Este es un bar de locos» pensó. Y dirigiéndose al camarero, añadió:

—Quiero ver inmediatamente al jefe del establecimiento.

El camarero señalando al hombre del puro, que seguía fumando, dijo haciendo una graciosa reverencia:

—Aquí lo tiene señorita, El señor D, Benito Fernán–Pérez —y el de cetrina tez  le saludó ceremoniosamente.

Y mientras ella pronunciaba sus coléricas palabras dispuesta a hacer mutis, entre los fervorosos aplausos de la concurrencia, escuchó al viejo verde que con voz de tenor, le cantaba: “Para servirle a usted, Elisa Pineda González”.

Y es que cuando de alguien se apodera la ira, le abandona la reflexión. Es lo que le pasaba a Elisa, que salió de allí como un cohete. Aunque una vez calmada, se preguntó: «¿Cómo sabía mi nombre?»

No os imagináis lo que se rieron las dos, cuando a Elisa se le pasó el acaloramiento y su amiga Cecilia le confesó, que su padre  era Benito Fernán–Pérez, que era el dueño del bar y director de un grupo teatral de aficionados y era ella la que le había hablado de sus cualidades escénicas, y su padre  que estaba haciendo un casting sui generis en su propio bar, le acaba de telefonear diciéndole que su amiga había pasado el casting y si lo deseaba tenía un papel reservado en la nueva obra que preparaba,

—¿No recuerdas que me dijiste lo  que te gustaba hacer teatro en tu pueblo? —le dijo Ceci.

Varios pájaros de la felicidad volaban por Madrid, y uno de ellos fue a posarse a la vera de las dos amigas.

Calor de bar

 

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Autora: Rosa María Moreno

—¡Adiós, mamá! ¿Me recoges a las dos?

—¡Claro, cielo! Aquí estaré.

Miró el reloj,  en media hora tenía que estar trabajando. Su empresa de seguros había decidido reabrir al público  la sede central. Después de tres meses teletrabajando le sería difícil  volver a la rutina, esta vez con pantalla, mascarilla, limitación de aforo, en fin, las nuevas normas pero las  mismas responsabilidades  y,  por supuesto, el mismo sueldo.  El confinamiento le había dejado un par de regalitos: la ruptura definitiva con su pareja,  el padre de Pablito, el pequeño escolar y un inquietante  e-mail de su ginecólogo.

A pesar de la avanzada primavera, la mañana amaneció fría y gris, en el norte, ya se sabe, podría ser  un reflejo de su estado de ánimo. Entró en la cafetería  y, claro, en hora punta, ¡ni una mesa libre! Todos desayunamos, comemos y cenamos a la misma hora en este país. Un tipo desde la mesa del fondo le hizo señas indicándole que ya se marchaba, que podía sentarse mientras el camarero le traía la cuenta. Ella, con un gesto de agradecimiento, aceptó el ofrecimiento mientras miraba impaciente su reloj. Se quitó la chaqueta y  retiró  su  melena  de la cara descubriendo unos  rasgos bellos y  sensuales. Aunque su atuendo era básico, vaquero y camiseta de algodón, zapato urbano, tan solo rompía la sobriedad de su indumentaria un largo collar de semillas que enaltecía un busto generoso y un cinturón de cuero que marcaba la curva de sus caderas. Su benefactor  no perdía  el tiempo, con efecto  laser, analizaba detalladamente superficies  y  volúmenes de su anatomía: peso, talla y, sobre todo, la masa muscular de sus cachetes. Para disimular, intentó enrollarse con los comentarios típicos;

—Me suena muchísimo tu cara, ¿trabajas por aquí?

—¿Cómo  te llamas?

—Me llamo Malena y  sí trabajo por aquí cerca.

—¡Malena! Tienes nombre de tango.

Malena marcó una discreta sonrisa  al comentario tópico de su incómodo acompañante. El tipo, de cuarenta y tantos, tenía pinta de abogado,  asesor, director de banco o vendedor de coches,  un perfil muy común de urbanita matinal. Vestía ropa de marca rabiosamente moderna. Dividiendo sus cuartos traseros y delanteros por un cinturón de esos tipo “Hermes”, como no,  con un detalle de la bandera nacional en su centro. Su colonia o masaje  mareaban (también parecían caros), su rostro bronceado y  semioculto por una espesa barba escrupulosamente cuidada. Sus lentes último modelo  Rayban no ocultaban, sin embargo, las miradas lascivas hacia Malena.

Malena, buscaba la mirada libertadora del camarero, su redentor, si  no se demoraba en traer la cuenta de aquel incómodo acompañante. Siempre  le servía  el mejor café  y, con rapidez  además, era un buen amigo desde el Instituto.

—Pepe, cuando puedas un  café y media mixta.

— Ya estoy contigo Malena.

—A ver, chico, la cuenta de la ocho. ¡Volando!

Malena, incomoda por las miradas del fotógrafo- radiólogo, que intentaba sin disimulo un ligoteo descarado, buscaba a Pepe desesperadamente. El galante varón ibérico,  tirando de su  Ipad,  ya se disponía a pedirle su teléfono  al tiempo que sacaba de su billetera (también de “Hermes y con banderita) un billete de 20 y una tarjeta que extendió a Malena  con chulería torera.

—Este es mi despacho, si necesitas algo estoy a tu disposición.

—¡Ah, claro, gracias!

Lo que se temía: un picapleitos.  Ella iba a necesitar uno muy pronto, pero este ya quedaba  descartado.

Malena  sentía en su cabeza un remolino de emociones mezcla  impaciencia,  indignación   miedo e  incertidumbre. El  informe de la  biopsia de mama  remitida por su ginecólogo era positivo.  Mal asunto, se enfrentaba a una cirugía posiblemente agresiva y a  un largo y farragoso divorcio.  Pero una sonrisa tímida y controlada se dibujó en sus labios, mirando con disimulo la cara de aquel tipo que en pocos minutos y con pocas palabras, había trazado su perfil psicológico. El físico era evidente. El ibérico  interpretó la tímida sonrisa de Malena como un  éxito de  seducción natural y se vino arriba.

Por fin llegó Pepe, con el café, la mixta de Malena  y la cuenta  para el  caballero.

—Perdone  la demora, señor. Estoy solo y  ya ve como está esto.

—No te preocupes, la señorita y yo estábamos charlando.  No le cobres.

—Serían 10 Euros.

—¡No por favor!

—Faltaría más.

—Bueno, ¡muchas gracias!

Malena se sintió un tanto violenta, pues la verdad, no le conocía de nada y le pareció un gésto arrogante y farolero.

—Espero verte por aquí otro día. Adiós, guapísima.  Me encantaría seguir charlando contigo pero no puedo quedarme, tengo un juicio en 25 minutos.

Malena agradeció su invitación,  pero la cesión de la mesa  le resultó muy embarazosa. ¡Menudo plasta!

Pepe se acercó a preguntarle cómo se encontraba, conocía la mala racha de Malena  y la apreciaba de verdad. Ella no disimulaba su preocupación y el miedo a los efectos de su lesión. Ya se imaginaba  su busto amputado, sin  pelo, sin marido. Pensaba en Pablito. ¿Qué haría si ella tenía que ir al hospital? Su padre siempre andaba de viaje  y cuando estaba en casa era para liarla.

—Vas a salir de esta, Malena. Mira mi hermana, hace diez años que le amputaron  las dos mamas y ahí la tienes, luce melena,  bikini y modelazos sexi   y sin complejos. ¿Y qué me dices de Angelina Jolie?  Ya ves, menudo cuerpazo. Una mujer valiente, como tú. Y de Alex, ¡la verdad Malena, no te merece! Siempre ha sido un impresentable. Todo esto lo vas a superar, te conozco y sé que  eres una luchadora nata. Cuenta conmigo para llevarte el mejor café a donde quiera que estés, en el azucarillo irá todo mi cariño y mi  apoyo. Toma, el  Kinder  para Pablito.

—Gracias Pepe. ¡Qué haría yo sin ti!

—¡No desayunar como Dios manda!

Consiguió  pintar una sonrisa en la joven y timorata Malena, mientras  esta le contaba a  Pepe la venganza  no planeada contra  aquel petulante que se acababa de marchar.  Llevaba parte de la tostada, pegada en la barba  que luciría con todo esplendor en la sala 13 de lo social. Ahora fue una carcajada compartida entre  Pepe y Malena. Un chulo con chorreras.

Por los pasillos del juzgado, conocidos y extraños  sonreían al cruzarse con el togado. Él Pensaba  como decía Serrat: Hoy puede ser un gran día,  borracho de éxito. ¡Vamos a ello, chaval!

—Con la venia, señoría.

— Señor letrado, no está permitido  traer alimentos a la sala.

En ese momento, el resto de su tostada impactó  sobre los documentos que tenía delante dejando un lamparón grasiento en  ellos. ¿Cómo es que nadie le advirtió del colgante de su barba? ¿Por qué, sería? ¡Ahhhhh! “La venganza es un plato que se sirve frío”.

 Moraleja:” El orgullo y la arrogancia es el camino más corto para  la ruina y la desgracia”, en este caso, para un mayúsculo  ridículo.

 

Un momento en la cafetería

 

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Autor: Antonio Cobos Ruz

La realidad no siempre

es lo que parece.

En una mañana muy fría, una joven entra en una cafetería para desayunar antes de ir a su trabajo. Está completa, pero una mesa ocupada por un señor bastante mal encarado parece que se va a quedar vacía. El señor, medio de pie, ha sacado su monedero para pagar; al ver que la chica se acerca para ocupar la mesa, vuelve a sentarse y mira a la joven con una sonrisa burlona y grosera. Ella se queda avergonzada y retrocede

Ante la insistente mirada y la cara sonriente del señor sentado, la chica estima que el individuo está burlándose de ella y considera su acción de una grosería insoportable. ¿Por qué le pone esa cara?¿Le está haciendo proposiciones? La muchacha nota que se le revuelven las tripas y que una fuerza le sube de los pies a la cabeza; se crece y espeta de forma brusca al provocador, lo hace gritando:

—¿De que te ríes, viejo baboso de mierda?

Todo el bar levanta la vista, primero hacia la chica y después, hacia el señor mayor. Ahora es el hombre que se levantó y se volvió a sentar en la mesa el que parece desconcertado. Con manos torpes y el rostro demudado intenta sacar el monedero y levanta un dedo, buscando la atención del camarero. Con su azorado comportamiento parece sentir vergüenza.

Si nos remontamos unos días hacia atrás quizás comprendamos mejor las reacciones de ambos personajes.

Alicia es una mujer joven, nacida hace unos veinte años en un pueblo pequeño y distante de la capital, que estudia 3ª de Psicología. Los gastos de los dos primeros cursos de la carrera los costearon íntegramente sus padres y ella se dedicó exclusivamente a estudiar y a prepararse para lo que consideraba que podría constituir un atractivo futuro profesional.

Las condiciones económicas a nivel familiar habían cambiado a peor pues un hermano menor acudiría también a la Universidad en este curso académico y aún quedaban otros dos hermanos menores conviviendo con los padres en el pueblo. Alicia decidió combinar estudios y trabajo. Por puro azar le ofrecieron la posibilidad de cuidar a un señor mayor: Un viudo de más de ochenta años que no sabía o no podía mantenerse por si mismo. Había conseguido ser casi autónomo durante los años anteriores pero los hijos consideraron que ya había llegado el momento en el que debía de contar con una ayuda asistencial permanente. Alicia resolvía su problema de alojamiento, al quedarse a dormir allí y disponer de una habitación independiente, con un horario medio flexible para acudir a la Facultad y para poder estudiar en sus ratos libres, combinándolo con las necesidades del abuelo . El salario no era muy elevado pero le resultaba suficiente.

Comenzó su primer día de trabajo y el anciano al que cuidaba aparentaba ser una persona amable y agradecida. El segundo día de convivencia le pidió que lo ayudara a trasladarse hasta el baño y le puso una mano en un pecho al cogerse a ella. Alicia no quiso dar importancia al incidente y procuró obviar lo sucedido; lo consideró algo accidental. Pero al tercer día, en otra sesión de desplazamientos, la mano del anciano fue directamente a su zona genital y la cuidadora dio un respingo que dejó al octogenario sin apoyo. La cuarta noche, Alicia se despertó y tenía al viejo junto a su cama. ¿Si necesitaba ayuda en los desplazamientos, cómo había llegado solo hasta allí y a oscuras? Con la luz encendida, el anciano se disculpó explicando que quería alcanzar el baño y que se había desorientado. La quinta noche, Alicia no se podía dormir. Giraba y giraba entre las sábanas y daba vueltas y más vueltas a la situación. Pensó en llamar a la persona que la había contratado para explicarle con pelos y señales el comportamiento inadecuado de su padre. Le resultaba violento hacerlo, pero no podía callarse. Dudaba. Y en algún momento pensó que lo mejor era marcharse sin decir nada. Pero no, ese comportamiento no iba con ella y además, tendría que encontrar algún lugar en el que alojarse; las clases habían comenzado y necesitaba el dinero. Resolvió que podría compartir piso con otros estudiantes y acudir temprano por las mañanas a cuidar al anciano, dejarlo desayunado y sentado en su sillón y regresar para ayudarle durante la comida y para pasar la tarde haciéndole compañía mientras estudiaba. Pero dormiría fuera. Eso fue lo que decidió y el hijo estuvo conforme. Al menos, por el momento,  el salario sería el mismo.

Germán, el hombre que se había levantado de la mesa y que volvió a sentarse, llevaba veinte años separado de su esposa y viviendo solo. No era muy inteligente y tenía muy mal carácter. No había persona que lo aguantara. No mantenía amistad, ni próxima ni lejana, ni nueva ni antigua, y no se relacionaba ni con los vecinos más cercanos. No saludaba a nadie. Su aislada relación sólo se rompía con su único hijo. Éste, le visitaba a diario y le repetía una y otra vez que tenía que poner buena cara a la gente, que tenía que sonreír a las personas, que tenía que dejar de pensar exclusivamente en él y tener en cuenta a los demás, le pedía que dejara de estar siempre enfadado y malhumorado, a pesar de la lumbalgia crónica que sufría.

Germán decidió ese día, por la mañana temprano, que cuando fuese a desayunar al mismo lugar de siempre, intentaría contactar con algún otro cliente. Estaría bien desayunar con alguien en la misma mesa, como si fueran familiares o amigos. Su hijo lo había convencido, por fin, de la necesidad de cambiar su desagradable forma de ser.

Llegó al bar y se sentó en la mesa que solía ocupar habitualmente. Pidió su desayuno y fue atendido como siempre. El bar se fue llenando de clientes. No se atrevió a invitar a nadie a que se sentara en su mesa. No sabía cómo hacerlo. Y ya se disponía a marcharse con el fracaso sobre los hombros cuando entró una chica joven en el bar y se dirigió hacia su mesa. Germán le envió la mejor de sus sonrisas intentando mantener un rictus agradable en sus labios. Quiso lanzarle una mirada que manifestara claramente su interés por ella. Con lo torpe que era, le salió lo que le salió.

Alicia había encontrado alojamiento con otros estudiantes y comenzaba su nueva relación profesional de cuidadora con el mismo anciano de antes. Quiso tomar un café calentito antes de comenzar la jornada. Era su primera sesión en acudir a levantar al viejo que cuidaba, y no conseguía olvidar que la última noche que durmió allí, se le volvió a colar en el dormitorio e intentó metérsele en su cama. Tuvo que empujarle y afortunadamente no se golpeó al caer. Pero el asco que le inspiraba el falso dependiente y la sensación de estar siendo víctima de un acoso escondido, no se lo podía quitar de la cabeza.

Cuando el señor que se levantó de la mesa se volvió a sentar y comenzó a mirarla de aquella manera, rebosó, no pudo más, explotó y le dirigió las palabras que tendría que estar diciéndole continuamente a la persona a la que se había comprometido a cuidar. Estaba muy nerviosa. No sabía si sería capaz de continuar con el trabajo. No, no lo haría y le explicaría al hijo del repulsivo anciano las razones de dejarlo, con todo tipo de detalles.

Alicia trasladó al señor mayor del bar los sentimientos que le provocaba el anciano al que cuidaba. ¡Era un asqueroso indecente!

El hombre mayor, cliente asiduo de la cafetería, salió de forma precipitada. El dueño del café se dirigió a Alicia y le anunció que no le agradaba contar a gente maleducada entre su clientela. Le explicó que conocía a ese señor desde hacía mucho tiempo y que aunque no era nada simpático, no se merecía las palabras que le había dirigido.

Alicia podría salir del café muy enfadada, quejándose de ser rechazada por el dueño, podría disculparse y pedir, por favor, que le pusiesen un café, podría no responder al camarero y largarse, o podría exigir que le sirvieran un café, como a cualquier otro cliente.

¿Qué pensáis que hizo?

Otro día os lo contaré.