Duelo

Foto: Elena Casanova

Autora: Carmen Díaz Pérez

Salieron trece personas de excursión; solo volvieron doce. Trece, contando con el finado, claro.

Me he unido a este extraño grupo en el que apenas conozco a alguien arrastrado por mi amigo Martínez. Un tipo de carácter poliédrico, una compañía recurrente.

Es psicólogo en su empresa y en un principio pensé que se trataba de alguna movida para un ascenso, ya lo había hecho alguna que otra vez, jamás imaginé que pudiera tratarse de un entierro, menos aún que la salida fuera al cementerio, que por otro lado está a las afueras de la ciudad y además corona una colina.

Sí, mejor sería tomarlo como una excursión

Llegué tarde por lo que comencé la subida con prejuicios y apatía cerrando el grupo. Distinguí a mi amigo en la cabecera, su novia caminaba a su lado, bueno su amante. En realidad, una amiga bastante íntima. Es otra de las personas que conozco. Vivimos una situación incómoda durante una noche de música y cervezas. El la consolaba de una pérdida difícil; yo fui bastante inoportuno. Una máxima en mi día a día.

Hoy también hay niebla, pero ligera y fresca. Eso imprime a las figuras cierto aire fantasmal; hasta el féretro que encabeza la comitiva parece llevado por ángeles.

Acabo de divisar al último de mis conocidos. Es encargado de equipo en la empresa y saxofonista en el local que frecuentamos. Se ha detenido de repente y parece contarnos; deformación profesional, imagino. Ha comenzado a tocar la armónica y la melodía lánguida y dulzona serpentea monte abajo. Desde lejos me hace señas con los brazos, le respondo con idéntico brío, aunque enseguida comprendo que solamente espantaba a unos vencejos que revolotean sobre su cabeza. Los aborrece desde que su hermano perdió la vida en aquel accidente. Sucedió por ellos. Debió encontrar alivio al encontrar un culpable.

No veo la necesidad de seguir en la retaguardia por lo que he apurado el paso hasta sobrepasar al penúltimo caminante. Me ha mirado de reojo con su cara pálida y pequeña. Su cuerpo, un voluminoso barrilete sostenido a duras penas por dos cortas extremidades. Asombrosamente se desplazaba con cierta facilidad gracias a un ligero balanceo que lo asemejaba a un descomunal pingüino. Me maravilló verlo allí pese a su reciente duelo. De hecho, la depresión lo mantenía de baja y la ansiedad, obeso.

Alcancé a mi amigo casi al mismo tiempo que al campo santo. Una explanada nos daba la bienvenida sembrada inesperadamente de banderolas que publicitaban lo que iba a ser su conferencia.

Una vez ocupadas las doce sillas dispuestas esperamos a que Martínez iniciara su charla: “Enfrentar y superar el duelo”. Formaba parte de un programa que incluía, además una inmersión realista y un coloquio entre los asistentes. Un encargo de la empresa ante el aumento de bajas por enfermedades emocionales.

Durante la vuelta formulé la pregunta que llevaba rato pujando por salir: “Martínez ¿te parece correcto no quedarnos al sepelio?” A lo que él contestó: “Carlos, hemos sido doce en todo momento.”

(Tema: «Salieron trece excursionistas, solo volvieron doce», propuesta de Antonio Cobos)

Estigmas

Sentada en casa sola una mujer soporta su vida como una pesada y dolorosa carga. No obstante, al no haber reunido valor ni para abandonarla ni para recuperarla asiste dócilmente a ella en ese estado catatónico.

Amparada en esa inerme soledad, sin embargo, se encrespa repentinamente ante el sonido de unos pasos que se aproximan a la puerta, Cree alucinar, pero todos y cada uno de sus sentidos le dicen que es él, le dicen que ha vuelto.

Aterrorizada, se oculta bajo el manto de la mesa tapando su boca a tiempo de enmudecer el grito. Agazapada allí abajo, se prohíbe el abandono hasta que el silencio se hace aire nuevamente.

Algunos desconocidos tachan la situación de inaudita, otros la desmienten incluso, como hace cinco años, cuando él murió intentado asesinarla.

Carmen Díaz Pérez


Amenaza (Tautograma con la letra A)

Autora: Carmen Díaz Pérez

Ayer, al acostarme, aluciné al avistar agresivas avispas africanas aproximarse a avispero ajeno.

Ascendieron audazmente alineadas.

Apostadas ante angostos accesos armonizaron antenas anteriormente activadas.

Anhelando amedrentar atusaron afilados aguijones amenazadoramente.

Aguardando alertas, allí afuera, alcanzaron a advertir atolondrados, acobardados abejorreos acrecentados aparentemente al apreciar amenaza.

Aleteando acosadoramente aparentaron asemejarse a adiestradas, a aguerridas atacantes.

Agoreramente, aventuré arduas acciones, aseveré asaltos, agarradas, atroces arremetidas.

Amanecí acelerada al alba.

Ansiosa, apilé apresuradamente ahuecados almohadones ante alféizares alternos. Asustada aún al arrodillarme a analizar, advertí anonada armoniosos, áureos arrullos aflojando automáticamente anteriores alarmas, aquietando asombrosamente angustias arbitrarias.

Asomada aquí, admiro ahora aliviada, a alimentados abejarucos alardear, aireando abultados abdómenes azules, animando así al almuerzo a apetentes abejeros.

El largo brazo de la Navidad

Autora: Carmen Díaz Pérez

Pese a ser festivo Marina y Pepe han espantado al sueño con diligencia. El escenario que ayer, con una copa de más, dejaron tal cual alegremente hoy presenta el aspecto de un terreno asolado.

Lucía, que despertó también hace horas, ha seguido a su madre como un zombi hasta el salón seguida por su mantita, cargada con el valioso botín descubierto esa misma madrugada. Sin decir palabra se ha hecho un ovillo entre el sillón y el sofá colocando ante ella su tenderete.

“Esa carita chispeante bien vale cada céntimo arañado –se dijo Marina tomando un sorbo de quietud– Me encanta ese momento del descubrimiento, su palmoteo entre exclamación y exclamación, o el ir y venir de sus manitas del uno al otro confín”.

–Mamá ¿Dónde comeremos hoy? –indagó de pronto la pequeña sin levantar los ojos del cuaderno– ¿Podemos ir a la venta de los columpios?

–Claro nena, a la venta.

Dijo la mujer de forma autómata, que en esas andaba ya proyectando otras mil cosas que aguardaban en cascada mientras dejaba el mantel cuidadosamente en remojo. El hombre insiste, cada vez en comprarlo de papel, pero ella se niega en redondo. Aquel trozo de tela toscamente bordado aun huele a tardes adolescentes de costura y ensoñación. Pero como ese dato sería menor para Pepe con un “no está la cosa para más gastos”, que también es verdad, suele convencerlo hasta el año siguiente. A continuación, guarda en la lata las monedillas que la abuela regala a Lucía por estas fechas.

–La lotería, nada ¿no? –pregunta desde el salón al toparse con el boleto.

–Ni las terminaciones –responde su marido desde la cocina– Ponte tú con las cuentas, anda, que esto lo dejo yo rematado antes de que pestañees.

La mujer tiró la participación a la basura junto con algún que otro sueño y un mar de necesidades y se sentó ante un montón de tiques que sumó y dividió entre las dos familias. El próximo sábado se reunirían en casa de su hermana para tomar un cafetito y comentarle el montante a repartir. Este año tendrán que apretarse un poco más el cinturón; la parte de su hermano, que lleva meses en paro, será soportada por ambas.

Por último, se enfrascó con el hueso más duro de roer, la previsión para el interminable enero; un mes que volaba raso sobre sus cabezas.

La pequeña, que tras varios intentos sin respuesta firme veía peligrar la tan deseada salida indagó de nuevo

–Mamá ¿terminaste? –precisando además con trémula voz– Porque vamos a salir a comer ¿verdad?

–Claro que si cielo –dijo su madre con toda la naturalidad que pudo acopiar– El caso es que acabo de hablar con la abuela. A sabiendas de lo tarde y lo lejos que queda la venta ha propuesto que almorcemos en su casa, no hoy solamente, todos los domingos del mes ¿A que suena genial? Y uniendo meñique y pulgar con el de su pequeña quedaron conformes en cumplir en un futuro la pendiente.

(Cuento de Navidad sin alusiones a términos típicos de la época)

A fondo perdido

Autora: Carmen Díaz Pérez

Cinco horas de sueño intermitente han bastado para ponerme de nuevo en pie.

Tras un último sorbo a la infusión he montado en la estática, ubicada en mi salón hace tanto tiempo que parece del lugar. Subida en ella he pedaleado con la alegría y el frenesí embriagador de la huida. Después con la ira de quien no estima aceptar que deba ser de sí misma. Pese al coste me siento fortalecida, capaz de enfrentarme a la cita en la que conoceré mi sentencia.

He llegado con bastante antelación al gran edificio, un mazacote cuadrado con mil ojos.

No es mi primera vez, aunque si lo es en el otoño de mi vida. Volver a esta sala sabiendo a lo que me enfrento resulta intimidante, aunque al mismo tiempo y por esa misma carga emocional, me choca cuanto observo en ella. Desde la profusión primaveral que engalana sus paredes hasta el gran póster con la gran lazada. Cumple los años que mis citas y su deterioro es tan evidente que, hasta su color el rosa, ha perdido toda prestancia. En lugar de humanizar el lugar evidencia su artificio.

Reconozco que este terco enfoque en el agraz ha quedado como efecto secundario de la exasperación constante y desbordada a la que me lleva la impotencia o el cansancio. Tanto es así que a veces encuentro desalentador hasta que los asientos me den la espalda. Pese a considerarlos excesivos y hasta vergonzosos hace mucho que dejé de aminorar estos impulsos, porque cuando el dolor me abate o al ánimo no le quedan más estadios a los que bajar es la válvula que balancea mi presión.

No me llaman pese haber pasado la hora de mi cita y curiosamente no me molesta.

Mientras espero aprovecho para ajustarme la pañoleta que cubre mi cabeza, compruebo que los pendientes de mi madre se mantengan alineados en mis orejas y paso disimuladamente mis delicados botines verdes por el envés del pantalón; no los he elegido como alusión a mi raquítica esperanza, sino por asegurar un recuerdo hermoso, al menos, en una jornada tan fea.

Pese a toda mi parafernalia no he sido capaz de leer el documento recogido.

He desandado los pasillos con prisa por abandonar un lugar al que no pertenezco y tras dejar atrás este gigantesco hormiguero he tomado el camino a la montaña, mi verdadero refugio. Allí, he anudado la pañoleta al cuello y he dejado que un airecillo sinvergüenza resbale por mi cabeza y desordene mi blusa. Sedienta de él, lo he bebido hasta volver en mí. Solo entonces he sido capaz de leer el informe del oncólogo:

“La biopsia ha salido limpia. Por ahora no hay que volver a la quimio”, concluye.

Tumbada sobre la hierba un tibio sol de mediodía calienta mi pecho ausente induciéndome al sopor.

(El texto debe incluir las siguientes palabras: otoño, tiempo, rosa, esperanza y sinvergüenza).

El futuro nuestro de cada día

Autora: Carmen Díaz Pérez

Tres hemos quedado finalmente.

Tres voluntades a tres fardos abrazadas.

Tres boyas olvidadas; único rastro del anunciado naufragio de nuestra patera.

Inmerso en este universo líquido asisto a mi quinto ocaso. En esta situación la palabra futuro parece haber perdido todo significado o al menos el que cargaba cuando comencé esta peregrinación infinita.

El sol, como nosotros, parece flotar en este mar que por ahora sigue calmo. Ya solo quedamos dos y el cansancio sigue aflojando, a cada poco, uno a uno mis anclajes. Mecido por este brazo siento en mi pequeñez su magnitud y extralimitado se me hace apetecible el abandono. Desearía descansar acomodado en su seno y ver pasar la vida desde la inmunidad de la muerte, pero sobre todo permanecer y más aún, pertenecer. Sin duda, una envidiable forma de existir. No obstante, me recuerdo que estoy sobreviviendo a un futuro que ayer era quimera y hoy, ya pasado. Una metáfora perfecta que el ocaso tiene a bien dibujar con un interminable camino de brillantes teselas sobre la superficie.

En este punto, volver a la breve infancia vivida junto a mi abuelo en las laderas del altiplano africano es casi obligado. A diferencia de hoy, el devenir no era buscado sino esperado con el convencimiento, además, de que sería una proyección inmutable del presente corriente. Un pronóstico ingenuo -lo veo ahora- que mafias e intereses truncaron durante una noche de humo, sangre y miedo.

Tras esos años, abandoné mi pueblo armado con una firme determinación creyéndola artífice de mi destino. Sin embargo, nada queda de ese ardor inicial y la sensación de un transitar vano me empapa en esta noche solitaria y oscura.

Han pasado muchos veranos desde estas reflexiones que, aunque latentes, son ya historia. Quince concretamente desde mi rescate. Los mismo que llevo habitando esta ciudad. En este, tórrido especialmente, los gases y ruidos provocados por el tráfico completan la atmósfera bulliciosa del polígono, concentrados sobre todo en la avenida principal. En la intersección de un magnolio y un ciprés se ubica el semáforo que la regula y en el pie de sombra proyectado destaca la luminiscencia de un chaleco sobre fondo negro. Mi figura allí guarnecida mantiene una quietud casi mortecina tan solo quebrada durante ese breve lapso en el que el semáforo madura su fruto. Es en ese minuto cuando a largas zancadas doy alcance a cada uno de los conductores de cabecera que dilatando su espera me demandan agitando las monedas desde sus ventanillas. Se ha corrido la voz de mi existencia, un chamán africano y aguardan estoicamente con tal de colgar de sus espejos los amuletos preñados con el mejor de los futuros; aunque íntimamente, lo comprado sea la ilusión de poseerlo.

Soy Amín y hace mucho que conocí el carácter esquivo, sorpresivo e incluso descarnado del futuro. He aprendido a esperarlo pacientemente y a abrazarlo, sea cual sea su cariz. Sin embargo, no dejaré de abocetarlo cada amanecer, aunque solo sea para sobrevivir a cada presente.

(Tema: el futuro)

Hecho a medida

Autora: Carmen Díaz Pérez

Me llamo Deli, acabo de cumplir los cincuenta y parece que por fin voy a tener novio. Así lo he intuido tras nuestra última conversación, por lo que espero una romántica declaración de mi pretendiente en nuestro próximo y también primer encuentro.

Mi amiga, que a diferencia mía es un fenómeno en lo que a internet se refiere, hizo de celestina. Me inscribió en una aplicación de citas. «Por mi cumpleaños», dijo ella.

Solo tengo una foto de mi chico. La miro y la remiro cada día con devoción; no me extrañaría que se dedicara al modelaje. Tiene unos hombros rectos y tan anchos que la extensión que desciende debe apurar en afinarse para desembocar a tiempo en su cintura. Sus zapatos lucen a juego con su panamá y con un pañuelo travieso.

Aunque el gris de Payne de su sastre o la virguería de bastón que sostiene me hablan de su romanticismo, de su refinamiento es sin embargo su estudiada postura la que deja patente una seguridad que desarma y un lado pícaro y algo socarrón que llama y despide en la misma proporción.

Hace dos meses que nos hablamos. Quedamos en encontrarnos en el bulevar del puerto, tal día como hoy, hacia donde me dirijo. Hasta ahora no han sido necesarios nuestros nombres de hecho, hoy que nos conoceremos en persona será nuestro atuendo, el mismo lucido en la única instantánea intercambiada, el que nos identificará, ramo de rosas incluido.

Nada más llegar he encontrado el lugar abarrotado, aunque su elevada estatura me permite distinguir en la distancia su sombrero. También vislumbro su figura y el desasosiego anima mis pasos. Por fin logro alcanzarlo tras sortear una multitud inusualmente congregada.

«Será por la promoción que parecen anunciar “a bombo y platillo” unos metros más adelante» pienso.

Acto seguido se descubre la cabeza y con un galante gesto me tiende el monumental ramo.

Dudo aún de mi suerte, pero todo parece estar en orden. A ver: sombrero, traje, pañuelo, bastón…No hay duda, es él.

Lo sigo hasta la entrada de la caseta promocional, en la que nos hemos encontrado con mi amiga y aunque no entiendo su presencia, el posible motivo empieza a preocuparme. Ya en el interior nos acomodamos en una de las mesas. Ella es la primera en pronunciarse.

— Como te dije, él es mi regalo. No es una cita al uso y aunque desearía que le dieras una oportunidad, entendería que lo rechazaras. Te conozco y ambas sabemos que es totalmente tu tipo y no solo por su físico. Por supuesto la empresa que hay detrás se haría responsable de cualquier incomodidad que notificaras, pero estoy segura de que eso no sucederá; no hay inteligencia artificial más avanzada.

Atónita la he mirado a ella, después lo he mirado a él. No puedo reproducir el impacto que ha causado en mí este desenlace, solo sé que he agarrado mi bolso y me he levantado dispuesta a poner distancia entre aquella aberración y yo. Sin embargo, no entiendo por qué sigo aquí, de pie, incapaz de hacerlo.

Al otro lado del cristal

Carmen Díaz Pérez

Gerardo, satisfecho, pensó que había llegado la hora. Despedía cada jornada desde la última planta del edificio, en el pequeño espacio que dejaba libre el helipuerto.

Tras cuarenta años de profesión ejercía de una forma tan escrupulosa que rozaba en la manía, aunque eso lo destacó llevándolo a desfilar por todos los departamentos repartidos entre las diez plantas del hospital.

Era callado, pero en la comunicación tan directo como educado, aunque eso no le impedía el tuteo, una pequeña rebeldía concedida. Lo extendía desde el director hasta el pinche; eso sí, de una forma tan aséptica que asentaba su aura.

Fruto de esa experiencia, había ido atesorando algunas máximas.

Le llevó poco aprender que no debería enfermar en abril, porque es en ese mes cuando pasan a ser médicos residentes los que hasta el mes de marzo fueron estudiantes. Impresionante la elocuencia que en urgencias llega a adquirir un simple pestañeo. Le quedó también claro por qué en geriatría están contraindicadas las habitaciones individuales. Incluso que se podía dar una amistad duradera entre perfectos desconocidos, tras compartir un breve destino.

Cada madrugada, tras terminar, Gerardo solía hacer una última parada en la UCI pediátrica. Le gustaba observar el leve aleteo de aquellos diminutos dragones al ritmo del bip-bip ambiental. Tras su paso quedaba sembrado, el alfeizar de la ventana, de amistosos guantes que, infladas sus sonrisas, esperaban confortar algunos ojillos insomnes.

Además de por estos, sentía debilidad también por los únicos enfermos ubicados en la planta baja de aquellas instalaciones hospitalarias. Allí mantenían con vida a aquellos que habían renunciado a ella, quizás con la esperanza de que el contacto con la tierra los aferrara de alguna forma. Una cocina alimentaba sus cuerpos y la convivencia, en aquella pequeña isla, intentaba lo propio con su espíritu.

Pero lo que le dejaba totalmente desconcertado era la actividad generada en los albores de los quirófanos. A un lado, corría una sala en la que el tiempo quedaba en suspenso. Las manos se frotaban hasta el desgaste, enjugaban, prometían. Allí el miedo extendía su sombra y el temple mantenía el equilibrio a duras penas. Las familias pasaban de esto al alborozo cuando las noticias eran positivas, incluso a la conformidad cuando eran llevaderas. Sin embargo, tras el silencio inquietante de la espera, seguía quebrándole el canto ronco y húmedo de la pérdida.

Al otro lado del cristal los cirujanos transitaban con sus impolutos brazos en alto. Salvo en alguna ocasión que, mimetizado, observó su derrumbe, siempre los pensó seguros, suficientes incluso soberbios. Pasado un tiempo interpretó que con aquel gesto lanzaban secretamente un ardid a la parca, arañando una tregua.

En aquel lugar la vida y la muerte parecían llegar a alianzas extrañas.

Con las primeras claras, Gerardo dio por concluida la jornada. Ya en la puerta abrió el paraguas y girándose recorrió con la mirada aquella gran torre acristalada siempre incandescente, incluso en aquella noche en la que la lluvia hacía por apagarla, empapando los cristales que él diariamente limpiaba.

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Aforismos:

«Tu demanda no define mi entrega sino tu carencia.»

«La autoestima es una construcción con vistas al interior.»

«En la ciencia, las verdades absolutas tienen una vida finita.»

«Encuentro arte en aquella obra que intentando emular una realidad, la dimensiona.»

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Naturaleza imperecedera

Autora: Carmen Díaz Pérez

Querido amigo, te veo bien.

De hecho

muy bien, pese a tus años

Con salvas de pétalos me celebras

¡Tú tan vivo!

Perdida mi sombra en la tuya

Acaricio lentamente tu corteza

Y vuelve la niñez a visitarme

Guarnezco mis manos entre tus surcos

Y siento complacida como tu savia

Que ya es sangre en mi sangre

Insufla en ellas la vida

Es tu talle inabarcable y en mi abrazo

Pecho con pecho

Es tuyo mi latido

Generosa, tu copa se me ofrece

Mi cuerpo agotado y desnudo

Se pliega a una voluntad que hago mía

Dispongo mis huesos en este lecho perfecto

Acomodados entre los dedos que de la tierra emergen

Ávidos de la entrega y del encuentro

Vuelvo a ti, querido amigo

Ahora, que cada día

Huelo más a tierra

Y menos a criatura

¿Por qué escribo, me preguntas?

Autora: Carmen Díaz Pérez

No fue una vocación temprana, en mi caso. De hecho, mi torpeza tanto para la caligrafía como para la redacción deslucieron mi época escolar más temprana.

Consciente de estas dificultades tampoco podría señalar que se alzara como una aspiración tardía.

Creo que sería acertado definirla como un encuentro fortuito y gratificante.

Paso a contaros lo que me llevó a iniciarlo.

Me voy a permitir el lujo de culpar de ello a mi querido Delibes cuya lectura me rescató de años de sequía lectora.

Siento que esa habilidad suya llegada a la excelencia, secuestró mis sentidos y en un primer impulso me abocó a desearla, a conocerla, a imitarla. Es tan sublime que resultó imposible no fijarse en ella, aunque tras ese instante ambicioso, mis palpables limitaciones me llevaron a agradecer la sola oportunidad de contemplarla. Sin embargo, una inquietud caló tras nuestro primer encuentro.

Mi ópera prima fue una breve reseña sobre “El hereje”.

Detrás de este gigante pasaron por mis manos otros muchos, así como por las del grupo de amigas con las que compartí club de lectura. En su día le pusimos hasta nombre: “Moon Palace”, en honor a nuestra primera elección. Aquellos encuentros los recuerdo con gratitud. Placenteros por la compañía y el motivo que nos llevaba a ellos. Interesantes por mostrar con claridad el diferente calado de percepciones o estímulos.

A partir de entonces comencé a tener la necesidad de plasmar mis pensamientos y experiencias recreando sus matices. Las palabras, con las que durante tantos años mantuve una relación no por breve menos tensa, se ofrecían diligentes y serviciales.

Me quedó claro, que reflejar sobre el papel una reflexión sobre lo leído enriquece infinitamente la experiencia lectora.

Hacerlo bien te da una especie de súper poder. Como si no podría entenderse, que un puñado de palabras logren evocar imágenes, despierten curiosidad, inflamen sentimientos o te transporten a lugares o momentos.

El poder de la palabra me subyugó y sigo atrapada en él. Quiero aprender.

El gusto y la necesidad de crecimiento en esta disciplina me llevaron a buscar con ahínco una guía sin imaginar que, además de ello, encontraría una mano amiga. Debo reconocer que a pesar de mi interés he sufrido y sufro idas y venidas, pero desde que este grupo de amigos y amigas de La Chana me llevan, me soportan y me guían, permanezco.

Sin embargo, no creáis que todo es poesía o altruismo. Tras este deseo también escondo un punto de soberbia; porque, aunque ya me parezca milagroso contemplar que alguien detenga su tiempo para recorrer mis renglones, es por ese minuto de gloria en el que intuyo el esbozo de una tímida sonrisa, la incomodidad de una reflexión no contemplada o un leve rictus aprobatorio por lo que sigo enfrentándome al vértigo del abismo inmaculado, del renglón interrumpido o a la persecución de un final no vislumbrado.

Para ello estoy dispuesta a mestizar mis verdades, mis atesorados momentos, mis creencias.

Eso sí, todo ello coloreado; porque a pesar de los pesares, me resisto a segar el reducto utópico que mantengo y me sostiene.

Por último, y no por ello menos valioso, aprecio el constante y multidisciplinar aprendizaje al que me veo abocada para seguir ejerciendo.

A estas edades repaso gramática, investigo sobre la vida, cuestiono lo reverente y disecciono lo irreverente. Curioseando en las leyendas he contemplado personajes grandiosos con humanas necesidades. Investigando vidas sencillas he descubierto que son simples mortales los artífices de anónimas heroicidades.

Es de imaginar que este esfuerzo no es gratuito. Me supone un, toma y daca constante en el que a pesar del esfuerzo siempre recibo infinitamente más de lo que doy. Por eso, en esta relación amor-odio que mantenemos, a pesar de mis huidas y mis desaires, sigo volviendo a la pluma, humilde y deseosa.

Creo que estaba equivocada. Voy a cambiar mi afirmación primera.

Ella, la escritura, siempre estuvo en mí, siempre conmigo, comprensiva esperando que, llegada mi madurez, la reconociera la amara y fuera a ella.