Lo que el silencio esconde

Autora: Carmen Díaz Pérez

Alterando mi plan inicial, detuve el coche unos cientos de metros antes de llegar a mi destino. Hacerlo me proporcionó una pausa que destensó mi mandíbula.

Apoyada ligeramente sobre el capó, lancé una visual sobre el paisaje; se me antojó tan tórrido como en mis recuerdos treinta años, desde mi última visita no habían mutado un ápice su apariencia.

En la distancia, blancas casuchas que ribeteaban sus ventanas con frisos de un añil estridente se diseminaban ofreciendo la ilusión de una pequeña población al uso. Las entradas sombreadas por espesas parras, como extensión de la propia vivienda, exponían primitivos enseres, toscas herramientas o cachivaches sin utilidad aparente. La escasez de lluvias as había hecho inmunes al deterioro y su vulgaridad, a la codicia ajena

Aun así, altos setos de un multicolor Don Diego solían circundar estos espacios. Tras la sobremesa y parapetados tras ellos, el chisme y la crítica solían hacer caja, en grupos de a tres y desde el café hasta la cena. Traspasado sus límites, el silencio. A veces esquivo, otras impreciso, en cualquier caso, inquietante.

Qué diferente al de la mañana en el que yo ocupaba aquel espacio, por entero; durante esas jornadas en las que igual releía mis libros de aventuras, tirada sobre la mecedora, que ideaba fantasías partiendo de alguna de sus historias. El silencio no me atemorizaba, como el mejor de los compinches se dejaba percibir límpido, apacible.

Desgraciadamente, nada que ver con aquel que impasible, asistió como víctima y verdugo durante mi agresión. Fue en aquel mismo lugar, a aquella hora de juegos en desértica compañía. Sucedió durante esa época, a caballo entre la infancia y la adolescencia, en la que miras sin ver, en la que escuchas sin oír.

A mis ojos de niña, los hombres de la familia no eran hombres; eran familia. Acentuando las circunstancias, mi falta de curiosidad por la sexualidad en aquella época infantil o mi desconocimiento sobre los entresijos de los que esta se suele servir.

La debilidad que esa inocencia me confirió, convirtió a mi persona en la presa idónea para cualquier depredador. Seguramente por eso no reconocí el peligro hasta que, de tan cerca, fue inesquivable. Mi desconcierto, a caballo entre la incredulidad, la vergüenza y el miedo, no me permitió articular palabra entonces. De nuevo el silencio; aunque en esta ocasión, denso y oscuro como brea. Tan solo el amago de pequeñas arcadas lo rasgaban sin romperlo.

Atenazada, más por la vergüenza que por el asco que aun revolvía mis entrañas, confié el secreto a mi madre. Su respuesta fue tan tajante como inesperada:

“¡Cómo has podido darle importancia a eso!” me dijo entre airada y compasiva “lo has entendido mal ¡Pensar esas intenciones de tu tío!” –prosiguió- “¿No lo conoces? es que, es tan cariñoso que a veces puede confundir”.

Escuché sus palabras resignada, como el reo ante una sentencia irrevocable, sin una protesta, sin un reproche, sin un ademán de defensa, convencida incluso de que quizás no hubiera habido motivo para ella.

Vuelvo a tomar el control sacudiendo esos recuerdos de mi cabeza y me centro en lo que me había devuelto al lugar. Aspiro el aire, gustosa y recreada en ese murmullo silvestre. Instintivamente, miro la hora y en unos segundos me decido por dejar el coche aparcado y comienzo a caminar.

Atiendo las pedregosas bajadas continuadas por sinuosas colinas, compactadas y pulidas como panza de burra preñada, que en seco las frenaban; reconozco en ese brutal contraste, tanto a la tierra como a su gente.

Camino de la plaza del ayuntamiento donde me recibirán como jueza de instrucción, paso por varias portadas de Don Diegos y cerrando los ojos deletreo su silencio. Enseguida identifico su impostura, reconozco su lenguaje, sopeso sus casi inadvertidas pausas.

Sonrío entre tensa y relajada; ahora sé interpretarlo.