¿Qué me pasó?

Autora: Cristina Olmedo

Mi padre era un inventor en potencia y en acto, capaz de diseñar y fabricar una lancha, una tienda de campaña extensible, un sistema de poleas para elevar materiales y unas cuantas cosas más. Había acabado de construir una casa que mi madre bautizó como casa molinera. Mamá era contadora de historias y de canciones y por ella tengo grabada en mi mente el proceso de su construcción, así como la imagen indeleble de esta casa que me acogió hasta los nueve años. Yo no había hecho aún la comunión y mi hermanita esperaba su llegada.

Era una casa muy alegre. Planta rectangular con un porche y un pozo que daban a un hermoso patio con un gallinero. Desde el porche se entraba a la casa con una cocina, un salón, el dormitorio de mis y el mío. Para ir al baño había que salir al porche. El suelo del baño era lo que absorbía mi atención cada vez que entraba: unas baldosas blancas octogonales y entre cada cuatro de ellas unas piezas romboidales azul cobalto.

Con mis seis años me encantaba jugar con los pollitos amarillos y blancos, que traía papá cuando quiso poblar el gallinero. La suavidad de sus plumones hacía que me sintiera feliz cada vez que cogía uno de ellos de entre la masa algodonosa que formaban tan pegaditos unos a otros.

Al poco tiempo de llegar vi que mamá estaba muy guapa. Sólo poco antes de que mi hermanita naciera, me dí cuenta que la barriga de mamá era muy voluminosa.

Ahora, después de muchos años puedo decir que éramos una familia feliz. Pero cuando nació mi hermana, a los pocos días, mi alegría se trocó en unos celos que se convertían en llanto,, cuyas lágrimas iba a esconder donde mamá no me viera, mientras ella le cantaba canciones de sirenitas y angelitos.

Tendría veintitantos años, cuando recordé lo que había olvidado Y que fue una experiencia que no he vuelto a tener: Durante un tiempo, calculo que bastantes días, cada vez que entraba en el baño y contemplaba ese suelo me venía a la mente un cepillo de los de cepillar la ropa, de esos que le había visto usar a mi madre. Y era entonces cuando yo sentía que no estaba en la casa, sino que viajaba por lugares etéreos, desconocidos, y volaba experimentando una gran sensación de bienestar. Cuando estaba junto a mis padres era como si no estuviera con ellos, como si no los escuchara, como si me hubiera desdoblado en dos niñas, una en su compañía y otra en una niña- pájaro guiada por no sé qué energía y explorando lugares en los que no había tierra, solo aire, sentimientos, gozos, libertades.

Esa preciosa casa, con un trastero que yo frecuentaba para ver todos los objetos raros que me servían de juguete, nos la expropiaron cuando mi hermana estaba a punto de cumplir los tres años. Y mis padres se mudaron a un piso.

Años más tarde yo trabajaba en una ciudad del sur, y cuando en vacaciones, yo siempre visitaba a mis padres . Uno de esos días, en una Semana Santa, yo recordé esa experiencia y tuve la necesidad de contársela, no a mi padre que tenía una mente científica, sino a mi madre que siempre fue más soñadora.

Mi padre me hubiera dicho a lo sumo: “tonterías de la infancia”.

Mamá me dio rápidamente el diagnóstico:

— Hija mía, lo tuyo fue un viaje astral.

Al tiempo el suelo octogonal con los rombos uniendo entre sí todas las baldosas apareció en mi mente como en una pantalla, mientras mi madre cepillaba una americana de papá.

La casa de mi infancia

Autora: Rosa María Moreno

Llegué a este mundo en el ecuador de los años 50, en el 45 de la Calle Ancha, que así se llamaba una de las arterias principales de la Ciudad de los Cerros, por aquellos años aún empedrada. Cuando pasaban los carros de los agricultores y porteadores, las llantas sonaban estrepitosamente. Los vehículos de motor por aquel entonces eran escasos en la ciudad.

El vecindario, era de clase, de clase bien quiero decir. El vecino de enfrente un ilustre abogado, un capitán de la Guardia civil que ascendió a General, un sastre, en la esquina, un rico empresario dueño de una fundición, un médico y dos hermanas solteronas beatas y remilgadas eran los más próximos. Creo que mi familia era la más pobre del vecindario. Aunque mi padre estaba bien considerado a pesar de ser un solo un empleado. Mi madre era muy guapa, trabajadora, una mujer de su casa discreta y educada. Eso tenía mucho valor en la época.

Aquella casa era tan grande como destartalada y fría. Tenía tres alturas y una fachada encalada con balcón y un mirador acristalado color gris. Desde aquel mirador, recuerdo el intento de mi madre para hacerme tragar la primera fruta chafada (plátano, naranja y galleta) yo era muy pequeña pero aún, vienen a mi memoria sus sabores cada vez que tomo esas frutas.

Mis padres procuraban mantener a duras penas aquel inmueble alquilado, cuya propietaria residía en Madrid, y debía ser de una familia pudiente, pues le llamaban “La Señora” siempre que se mentaba en las conversaciones era para subir el alquiler o porque se negaba a reparar los tejados u otros desperfectos. Con las lluvias invernales, las goteras hacían de la vivienda una ducha sin grifo, obligando a mi pobre madre a poner cubos en cada una de las fugas del techo para controlar el impacto de los chaparrones. Paradójicamente, la única entrada de agua dulce que tenía la casa, era la de lluvia, pues no tenía instalada en su interior el agua de la red, lo que nos obligaba a ir cada día a la fuente por agua para el consumo.

El pequeño Pavarotti en su jaula colgada en la galería, comenzaba su sinfonía en cuanto el alba levantaba su batuta, tampoco el pobre canario, se libraba de algún goterón.

En la cocina había un armazón de madera con dos huecos para encajar los cantaros de barro, que desde muy pequeña cargué sobre mis caderas o cubos de cinc que pesaban un quintal, uno en cada brazo para equilibrar el peso (el plástico llego mucho después).

Aunque había un pozo muy profundo (unos 15 metros), el agua era salobre y no era apta para consumo, solo para limpieza y el inodoro. También tiré de muchos cubos atados a una soga de pita y una polea para facilitar la tracción. Algunos cubos terminaban en el fondo cuando la maroma se rompía ¡Dios, que tiempos!

Recuerdo ver a mi madre y mi hermana mayor, siempre encalando y pintando los zócalos, para mantener aquel caserón en condiciones dignas. Pero era inútil, la humedad en la planta baja era exagerada, las paredes y el pavimento en invierno exudaban gotitas de agua como la frente de un segador en verano. Aquella humedad nos calaba los huesos, de todos especialmente a mi madre, que con el tiempo fueron dejando huella en su salud.

Hablo siempre de mi madre, porque mi padre casi nunca estaba en casa. Trabajaba en una empresa de transporte de viajeros y cuando tenía descanso, descansaba y se entregaba a sus ocios personales, que no viene a cuento referir, pero eran muchos y algunos poco recomendables. Mi madre en cambio no descansaba nunca, salvo en la hora de la radionovela que como un ritual aparecía cada tarde en aquella caja de madera con lucecitas y botones, como un altar. Algo de sagrado tenía aquél artilugio que nos regalaba música, concursos y por supuesto el parte con las señales horarias. Era como Audio Internet.

El piso alto de la casa, era un terrado enorme, con dos ventanucos que daban a la calle por una parte y por la otra al patio y a los tejados. El techo se apoyaba sobre unas gruesas vigas de madera, donde mi madre colgaba una piñata multicolor de uvas, melones y pimientos rojos para el consumo de invierno.

Los racimos de uvas eran mi blanco favorito, como no alcanzaba a ellos, los apaleaba con una caña hasta que caían las uvas arrugadas y dulces.

También criábamos pollos con trigo yo era la encargada comprarlo a la tienda de Paco Miranda. A veces también conejos en un cajón de madera, cubierto con una malla metálica. La alfalfa era su comida preferida. ¡Aquel era mi paraíso! Allí subía a jugar con mis muñecos de trapo que hacía yo misma con servilletas y toallas viejas, imaginando casitas de muñecas que nunca tuve, cocinitas que montaba con guijarros y las plantas que crecían entre las tejas por donde los gatos campaban a sus anchas. Me encantaba verlos caminar por los tejados, saltando de una casa a otra sin miedo a caerse. Allí conocí aún sin conciencia, y con toda la inocencia lo que yo intuía como la libertad.

En una pequeña terraza, el sol calentaba el agua en un enorme barreño de cinc para el baño semanal de la familia. El pelo lo secábamos al sol que brillaba por el aclarado con vinagre que mi madre nos aplicaba. Era el Pantén pro-V de la época. Esto solo ocurría en primavera y verano pues el otoño e invierno de Úbeda, no es apto para estas actividades al aire libre.

En la planta baja de la casa, teníamos unos vecinos muy peculiares. Eran noctámbulos, porque de día vivían en los sótanos tapiados del inmueble, pero de noche campaban a sus anchas por la cocina y el patio dejando huellas muy evidentes de sus actividades delictivas, ni los gatos podían con ellos. Eran peludos y con rabo, capaces de roer el suelo entarimado del comedor. No convenía dejar ni un resto de comida al alcance, pues daban cuanta de ella. Mi madre les tenía la guerra declarada, incluso llegó a encargar a un carpintero un artilugio de madera, con un cebo donde se colocaba un trocito de queso y al cogerlo, el mecanismo se cerraba y el vecino pirata quedaba atrapado. Era como una macro ratonera, La verdad es que eran inmunes al matarratas, no había forma de librarse aquella repugnante fauna doméstica.

Algo bueno tenía aquel caserón. Por la calle Ancha desfilaban, todas las procesiones de la Semana Santa de Úbeda precedidas por las bandas de tambores y cornetas de las numerosas cofradías ¡Eso sí que era un lujo! El balcón y el mirador de la casa eran muy solicitados por toda la familia y amigos.

Pues allí, en aquel viejo caserón di mis primeros pasos, mis primeras risas y mis llantos infantiles, mis éxitos escolares, mis miedos a la oscuridad y a los vecinos del piso de abajo. Allí sentí la brecha afectiva de mis progenitores cada vez que venía un hermanito nuevo y fueron 3 los que me siguieron. Allí pase los primeros 14 años de mi vida.

Mi portón verde

Autora: Amalia Morales Montalbán

Se alza ante mí un portón de color verde, miro hacia arriba y mi corazón empieza a palpitar fuerte… son las llamadas a lo sutil, de lo fantástico. Mis hermanas se aproximan desde el final de la calle empedrada, llena de encanto. Las miro con cara de entusiasmo, de esta manera les meto prisa; Mi impaciencia se hace notar dando saltos intentando alcanzar la aldaba de hierro macizo.

Al fin se abre la apreciada puerta, entro despavorida para abrazar a mis abuelos y este cariño se convierte en unas lagrimillas de alegría. En seguida sacan la miel pura de mil flores y sin mediar palabra nos dan una cucharada a cada una.

Para mí todo era perfecto, mi confianza en ellos era absoluta.

— ¡Corred, corred! — Animo a mis hermanas para subir a una terraza que había justo en frente de la Alhambra.

Los recuerdos de aquellas imágenes quedaron plasmados en mi retina para siempre.

El resplandor del sol en la nieve de Sierra Nevada le daban reflejos de muchos colores. Su envoltura verde hacia plasmarle un vestido de princesa en donde posaban pájaros con bellos cánticos.

Esta estampa se iba atenuando conforme pasaba el día, dejando nuestros juegos allí, entrelazados con el anochecer, en un entorno misterioso que volvía a despertar al encenderse las luces, creando sombras de monstruos que representaban la historia de un pasado oscuro. Nos avisaba de que era hora de transcender al mundo de los sueños donde influía nuestra herencia, nuestros genes.

Durante años estuvimos compartiendo muchos fines de semana. Aunque por entonces parecía normal, no dejo de sonreír al recordar, desde mi madurez, ciertas anécdotas

— Francisco, esta niña tiene mal color de cara — enseguida mi abuelo se ponía manos a la obra. Un vaso de vino blanco, un huevo crudo y una cucharada de azúcar.

— ¡Bébetelo! — Con la nariz tapada, el llamado ponche reconstituyente hacía su efecto, sintiendo unas calorías especiales. ¡Y sí! Hacia efecto.

— ¡Francisco, ya ha recobrado la niña el color!

Cada vez que vienen estos recuerdos a mi mente, siento mucha ternura, su buena intención era indudable.

— Abuelo, ¿Qué haces?

Me miró sonriendo, me explicaba que leía un libro de Gustavo Adolfo Bécquer. Lo que él sentía con aquella lectura, adentrándose en un mundo de versos y leyendas. Mis oídos escuchaban embelesados, mientras mi abuela, sin decir nada, se apoyaba en el marco de la puerta. En esos instantes no existía ni espacio, ni tiempo, porque se impregnaron en mí.

Todas estas sensaciones en esta época hicieron que se completara un ciclo en mi vida, subiendo un escalón a una transformación, a un mundo que se posaba ante mí para empezar a descubrir nuevas experiencias.

Ahora miro hacia el cielo y les doy gracias por haber pertenecido a mi vida.

La casa de mi infancia

Autora: Mercedes Prieto Jaén

A veces me levanto con las manos salpicadas de años y de ausencias, sobre todo de mis padres y de la casa donde viví hasta que me casé. Añoro cuando tenía la piel tersa, la partitura de mi vida limpia de notas y vivía con mi familia en nuestro domicilio de Huelva.

En el invierno las paredes parecía que estaban siempre llorando y no dejaban de estar mojadas hasta que llegaba el buen tiempo. Yo, como siempre tan friolera, por las noches no entraba en calor hasta que mi padre no ponía su pelliza encima de toda la ropa de la cama, entonces me relajaba y me dormía.

Teníamos tres dormitorios: uno para los niños, otro para las niñas y otro para mis padres, un cuarto de estar, un salón que estaba reservado más bien para las visitas, una cocina, un patio, una azotea y solo un baño. Fastidiaba bastante tener que esperar turno cada vez que lo necesitabas.

Sobre todo recuerdo cuando venía nuestra familia de Madrid a pasar las vacaciones a Huelva. Teníamos un primo de pelo blanco y se lo pintaba de negro azabache. Se encerraba en el baño y hasta que no le subía el tinte no salía, porque creía que los demás no sabíamos que se lo teñía. Aquello era el acabose, todo el rato dándole golpes en la puerta y él no la abría ni aunque lo matasen.

En la habitación que compartía con mi hermana existía un escritorio y sólo teníamos un brasero en el cuarto de estar: allí comíamos, veíamos la televisión y nos reuníamos alrededor de la mesa de camilla. Yo transportaba mis libros y realizaba los deberes allí para no tener frío. Hoy día cuando estudio o escribo como ahora estoy haciendo, lo primero que hago es poner música: necesito tener ruido para concentrarme.

Pero lo que convertía aquella casa en un hogar, era mi madre. Era bajita, con algunos kilos de más, nariz pequeña, al contrario que mi padre que la tenía pronunciada, usaba una colonia de olor penetrante, rápida de pensamiento e inteligente con unas manos grandes y fuertes que podían con todo y nos asían a toda la familia. Cuidaba de nosotros y era la cabeza pensante del negocio que nos daba de comer. Algo inconcebible para aquella época.

La primera vez que volví a entrar allí, después de su muerte, percibí que ya había desaparecido toda la sensación de bienestar que me invadía nada más traspasar su puerta: las manos de mi madre me habían soltado para siempre. Mi padre le sobrevivió diez años, pero nada fue igual.

Cuando decidimos venderla, no quise ni siquiera optar a comprarla.

Hacía demasiados años que el inmueble de la calle Antonio Delgado, numero 12, de Huelva, había dejado de ser mi hogar.

La casa de mi infancia

Autora: Carmen Díaz Pérez

He tenido una infancia tan bonita que sus cimientos, sus muros y hasta el atrezo han transcendido lo físico dejando que su recuerdo adquiera un halo casi poético.

Mi casa, la de cuando yo era chica, quedó como el hermoso contenedor de muchos de ellos. Hace unos meses volví a visitarla.

No era pequeña en exceso; el que fuéramos muchos hacía que lo pareciera. Aunque no retengo una sensación de estrechez, como principal, cuando evoco su recuerdo. Probablemente ayudara el que mi tiempo libre lo dilapidara, prácticamente, en la calle, en mi querida calle en la que aún deambulan ecos de mis juegos.

Nada más embocarla, el pequeño edificio se presentó como antaño. En la fachada, que lucía un blanco pardo, me reencontré con ascendentes desconchones que sostenidos en el tiempo sugerían globos, cometas o nubecitas. Su tejado había pronunciado su alabeo, aunque más que desmejorarlo dulcificaba su aspecto; envejecía dignamente. Impoluto, tan solo quedaba el empedrado friso gris, que tan esplendidas cicatrices repartió por nuestras tiernas rodillas.

Mi casa la recorría un pasillo troncalmente quedando repartidas las estancias a izquierda y derecha del mismo. En la mañana se soleaba el ala siniestra, incidiendo durante la tarde en la diestra. Era en esta última donde un par de carruchas ubicaba el tendedero. En él los cordeles viajaban frecuentemente de Oriente a Occidente sin una plaza libre. Zarandeados por el Poniente, sombras de temporada solían deslizarse pared abajo danzando por las aceras.

El soniquete de aquellas ruedecillas llegaba hasta la cabecera de mi cama que lindaba, por esta parte, con la pared de la ventana y por los pies con un torreón de cajas de zapatos que alineado escrupulosamente, se elevaba tras la puerta hasta sobrepasar los pies de mi litera. Recostada a aquella altura me sentía poderosa; podía rozar el cielo con mis dedos y mis pequeños secretos quedaban a salvo en aquella especie de palafito ¡Era perfecta!

De haber señalado algún problema habría elegido el silencio; concretamente, su ausencia. A cualquiera de las habitaciones llegaban con nitidez risas y llantos o vítores y protestas que, desde el salón, arrancaba la programación de nuestra cheposa televisión. Frente a ella y tapizado en escay marrón, un patio de butacas a veces, en otras fue grada sur incluso tendido de sombra en tardes estivales. Desde él, abanico en mano y a ritmo de pasodoble, mi abuela solía esperar el paseíllo de los más grandes.

Como el salón comedor disfrutaba de una planta alargada permitía la convivencia con otras dos zonas, también con luz propia.

Un mirador, que tras plateada reja mantenía cautivos cien geranios, una arisca esparraguera y un ladrido vigía que advertía de entradas y salidas. Especialmente de las del tití de mi vecino, que le bastaba un pestañeo para colarse en casa. A sabiendas de que entrando comería, temía su ración mermada, habiendo lo que había.

Cerrando la habitación, el comedor en el que raramente comíamos. Tres o cuatro fechas del calendario lo relevaban de su sabática ocupación.

Restando frivolidad un vetusto aparador; pulida superficie sobre la que descansaban dos candelabros, prendas de un antiguo agradecimiento. Un gran espejo corría a sus espaldas.

Sin embargo, el verdadero corazón de mi casa era la cocina. Desde ella mi madre y mi abuela nunca necesitaron cartera para gestionar la más difícil de las economías. Lo mismo se cocía un puchero que se zurcían calcetines, se arbitraba el pulseo por la naranja más gorda o se libraban argumentos para incluirnos en el primer turno de almuerzo. Porque en la mesa de madera, repintada de blanco y primorosamente vestida por cuadritos de vichí con puntillas de croché, solo podían acomodarse tres sillas de anea; aunque siempre comimos los siete y alguno más que se apuntara. El recuerdo aún me huele a hierbabuena.

En general, esos son las instantáneas que orillan mi memoria.

Poco más recuerdo hoy, aunque si me preguntas por ella mañana a buen seguro tendré mil anécdotas más que relatar porque, aunque todas no estén prestas, sé que se encuentran ahí, en algún rincón de mi sesera y cuando menos lo espero, una conversación, una imagen, un encuentro, un sentimiento, un olor las rescatan y emergen tersas como si hoy mismo acontecieran.