Si la envidia fuera tiña

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Autora: Elena Casanova Dengra

¡Hola Puri! No quiero entretenerte porque supongo que estarás muy ocupada con los niños y  la casa. Tengo que pedirte un gran favor y esta mañana se me ha olvidado decírtelo en la oficina. Voy de camino al gimnasio con  una cobertura horrorosa  así que voy a ser muy breve.

¡Ay, Puri!, ¡qué locura!, al final me he decidido por el vestido ese que te comenté para la cena de navidad de la  empresa, el de  flores rojas,  y unos taconazos que quitan el hipo. Este finde cayeron ambos regalazos para mi cuerpo serrano.   Me han costado un pastón, pero… ¿qué quieres que te diga?, de vez en cuando una se tiene que dar un caprichito, ¿no te parece?  A lo que iba: me gustaría que me prestaras tu pañuelo rojo, el de seda que te pusiste para la boda de Bego.  En cuanto me  he probado el vestido  ha sido como un flash, ese es el pañuelo  que le va como anillo al dedo.  Me dijiste que era muy especial porque es una reliquia de tu familia, pero te  prometo que lo cuidaré como oro en paño.

Y tú, ¿qué vas a llevar? Me imagino que no irás de cualquier manera porque  ya sabes cómo iban el año pasado las de finanzas y contabilidad, y sobre todo esa,  ¿cómo se llama? ¿Esa morena con el pelo largo que es cuellicorta? Ah, sí, ya lo recuerdo, no me lo digas: Marta.  Parecía recién salida  de un desfile de Chanel con ese moño tan emperifollado que le estiraba tanto  la cara  que el  kilo y medio  de pintura  se le iba a resquebrajar como la tierra árida . Y esos ojos, ¡qué exageración Puri!, ¿no te recordaban a una furcia de  las películas del siglo pasado? No podía dejar de mirarla, en serio, es que se me iba la vista tras ella. Tenía toda la pinta de una diva hundida en la ordinariez más absoluta. No sé si te fijaste, pero todos los tíos la sobaban con la mirada, claro que con ese escote que le llegaba hasta el ombligo, ¿qué machito no iba a sucumbir a sus encantos? Pero me da a mí que ese par de melones, porque no parecen otra cosa, melones y corta me quedo. A lo que iba chica, que esa ha pasado por el quirófano para subirse la moral “tetónica”. Ni un milímetro se le movían cuando bailaba. Y David, el tonto de David, el informático que se cree muy guapo,  con la baba caída estuvo toda la noche tras ella. Los hay tontos… si yo te contara. Ese  picaflor que no se come ni una rosca estuvo un tiempo rondándome a mí,  pero yo…  ni caso.

Aparte del escotazo, el vestido debía ser  dos tallas más pequeño, porque las nalgas, bien marcadas  y apretaditas  le quedaban. Esa no tiene buen tipo, te lo digo yo  que la veo casi todos los días en la cafetería en vaqueros y le quedan horrorosos, con el trasero tan escuchimizado y plano que parece un trozo de plastilina  prensada. La muy ignorante se cree que todas lo somos y no sabemos que existen unas prendas interiores que te dan volumen donde no hay nada y te quita  cuando hay de sobra. Si lo sabré yo que  tengo una sobrina que trabaja en una lencería y me ha contado con pelos y señales los milagros que se producen debajo de los vestidos de fiesta. ¿Y los zapatos?  La pobre  parecía un pato mareado cuando intentaba dar algunos pasos.  No todas saben andar con tacones, hay que tener mucho estilo  y clase, dos cualidades de las que ella carece por completo.

¿A quién pretenderá engañar la renacuaja esa? A lo mejor al jefe. Aparte de David,  también estuvo pendiente toda la noche de ella. Que si Marta por aquí, que si Marta por allí.  Se cree que posee una mina de oro, y todo porque la chavala habla cuatro idiomas y se maneja algo con los ordenadores (dicen que es muy buena, pero ya será menos). Siempre que me la tropiezo por los pasillos  va con esas ínfulas  de grandeza que no hay quien le tosa. Ahora, también te digo: si me saluda,  miro para otro lado sin decirle nada. “La pava en huevos” se cree que puede reírse de mí.

Pero a lo que iba, Puri, te dejo que es muy tarde y ya estoy en la puerta del gimnasio. Mañana seguimos hablando en la oficina. ¡Ah! y no te olvides del pañuelo que me hace una ilusión tremenda.

 Bye, bye…

Lo que no sabéis, es que Puri  pidió un traslado a Contabilidad y finanzas. Y otra:  el pañuelo, por arte de magia, desapareció esa misma noche en un oscuro y misterioso rincón de un  armario empotrado.

Felices fiestas

 

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Autora: Cristina Olmedo

Nunca sentí como hasta ahora, a mis 67 años,  lo corta que es la vida. Es más, no constituyó para mí preocupación alguna. Pero hoy, estoy  sola y sé que así seguiré hasta que pasen estas espirituales y bondadosas fiestas. Aunque  también podría tildarlas de amargas y consumistas. «Pero no quiero estar en  modo sufrimiento» como diría mi hijo pensando en que son momentos ideales para que los grandes comercios hagan su agosto en diciembre y continúen haciéndolo en enero, antes de que llegue la famosa cuesta,  «como si no hubiese numerosas cuestas durante todo el año para una gran mayoría de mortales», ni quiero detenerme en lo importantes que son para que las empresas potentes presuman de sus eficientes tecnologías tan respetuosas con el medio ambiente, repitiendo sus slogans hasta hacer de ellos una hermosa tapadera que oculte sus mentiras.

Quiero pensar en mí, solo en mí. Dentro de esta conciencia de brevedad que me embarga. Voy a tener un largo paréntesis de tiempo propio y no quiero desaprovecharlo. La soledad es una compañera que se me ha impuesto, a mi pesar. Me enfrento a ella no con miedo sino como aliada. Voy a dejar que me acompañe con su silencio. Mis palabras van a caminar por él, en voz alta, las paredes son sordas y mi voz se va a alzar  para sentirme yo misma. Gracias  bendita soledad, porque puedes soportar cualquier locura y tener la extraña amabilidad de permanecer conmigo, de no huir de mi lado. La única amiga a quien siempre se encuentra cuando se le busca y que no se siente rechazada cuando queremos cerrarle la puerta  porque no la esperamos, y persevera en llamar, por si  no nos dimos cuenta del halo de confianza que hay en su voz. Hoy voy a pensar en mi futuro, pues mi pasado ya quedó atrás. Solo en el futuro hay un abanico de caminos que poder elegir, toda una serie de esperanzas depositadas en cada una de sus varillas.

Es curioso esto de pasar de un año a otro cuando llega  San Silvestre. Si estás con familia, con amigos, o con cualquier otra compañía, cuánto más numerosa mejor, nos   invade una especie de euforia  tribal, llena de champán, de mesas repletas, de buenos vinos y mejores entrantes, de espumillones, gorros iluminados y toda una panoplia navideña, acompañada de besos, abrazos, y buenos deseos. Una alegría pueril, yo diría, que nos prepara para dormir la borrachera de buenos sentimientos.

Sé que cuando llegue el 31  me llamarán por teléfono, oiré voces queridas y los amigos llenarn de memes y mensajes mi teléfono móvil, que seguramente no miraré hasta después de tomar mis uvas. Hay tradiciones que no me dicen nada, por ejemplo nunca llevaré lencería roja, y mira que casi no hay año en el que no reciba un precioso conjunto de braguita y sostén. Un poco ridículo a mis años, aparecer  en tan colorado deshabillé. Sin embargo, esta de tomar las 12 uvas de la suerte no me la pierdo ni un solo.

El año nuevo  se aproxima  a mayor velocidad cada año que pasa para mí. 2020 es su nombre, un hermoso número que por ser múltiplo de 4, toma el apellido de bisiesto. Antes de que llegue voy a pedirle 20 deseos que dejaré escritos, muy bien estudiados,  y ocultaré convenientemente hasta la siguiente Nochevieja, que sospecho llegará ante mí en un soplo, con esa velocidad que rozará la supersónica. Veré entonces cuantos han tenido a bien cumplírseme.

A mis 67 años, quiero  dormir estas navidades cual gusano que se encierra en su crisálida para salir hecho mariposa.  La vida se me hace corta sí, pero la tengo cogida. Si alguna vez pensé que hay vida tras la muerte, quiero despertarme renacida sabiendo que de momento, hay vida antes de la muerte, como diría Punset.

 Esto de hablar en voz alta conmigo misma ha sido digamos que una autoterapia. Al final de todas estas palabras he sentido que la soledad es una estupenda compañera. Ha sido bueno esto  de saber estar con una misma. Y ahora, antes de que cierren, iré a comprar una botella de champán dulce, y esas uvas que no pueden faltarme. Y después a dormir, a dormir como un gusano de seda, para dejar que aparezcan esas alas que me impulsen hacia lugares más altos que los que frecuenté hasta ahora.  Vivir con alas, un hermoso deseo que no estará apuntado entre los  veinte que dejaré escritos. Cierro los ojos y en esta calmada soledad, la bondadosa cara de un Machado amigo se aparece ante mí y me recuerda que entre el vivir y el soñar, esta lo que más importa: despertar. Y no te olvides la llave.

Transición

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Autora: Carmen Díaz Pérez

Han pasado ya dos años y parece que fuera ayer cuando llegué a esta ciudad. Ahora sé, que tomar la decisión de dejar todo atrás no fue temeridad ni valentía, fue necesidad. Aunque a veces me tiemblen las piernas al recordarlo.

No puedo olvidar la perplejidad reflejada en los rostros de mi familia, de mis amigos cuando les di la noticia. Verdaderamente la decisión estaba ya tomada pero, además del apoyo de mis hijos y el de mi hermana, eché de menos cierto calorcillo moral, por parte de los demás, que me aupara en lo que iba a empezar.

Siempre me repito que no debo esperar ninguna actitud determinada de nadie. Cada uno es como es y reacciona como siente, pero claro, en circunstancias excepcionales como era esta, la lucidez de la que una dispone está bastante limitada y tiende a olvidar lo obvio.

Curiosamente nadie tachó mi decisión de locura, de irresponsabilidad aunque creo que alguno que otro tuvo que hacer malabares para quedarse en lo políticamente correcto.

Ahora que tengo una vida normalizada y estandarizada, por definirla de alguna manera, recupero puntualmente flashes de las primeras semanas.

Algo memorable fue el viaje con la mudanza. Clarividente comprobar lo poco que hace falta para vivir.

La furgoneta que alquilé parecía la de  los melocotones del famoso humorista ¡era enorme! Menos mal que mi hija se ofreció a conducirla

¡Mira que es atrevida esta hija mía! No se achanta por nada.

Así que las tres, mis dos hijas y yo, nos acomodamos en el asiento delantero y con la música a buen gas, nos pusimos en el camino dirección a Granada.

El trayecto se me hizo corto amenizado a base de chascarrillos y canciones.

Al llegar al piso, el garaje que no abre. Risas de nuevo. Un vecino nos explica. Menos mal que siempre hay gente dispuesta a ayudar.

La primera noche y muchas más el sueño es extraño, superficial. Tardo algunas semanas en desprenderme de la sensación de desarraigo.

Hacer de aquel piso mi hogar me llevó algún tiempo.

Sin embargo en el trabajo me sentí, desde el primer momento, como pez en el agua. Rodeada de libros las horas más que pasar, corrían. La actividad mantenía mi mente pletórica, expectante ante tanta información novedosa.

Solo un inciso, la excitación del momento me mostró durante las primeras semanas como una parlanchina compulsiva

¡Madre mía, con lo que me cuesta entablar conversación! Sin embargo los nervios, la inseguridad potenciaron esa actitud.

Muchas veces pienso en eso ¿Por qué me sentí insegura? Siempre me ha lastrado este sentimiento. Llevo veintiocho años en la profesión, por lo que no eran nervios de principiante. Quizás se deba a que siempre me ha importado demasiado dejar claro la transparencia de mis acciones, de mi trabajo, de mí en general. Según mis más cercanos, esto sea fruto de la pizca de ingenuidad con la que sal pimento mi vida.

Bueno, menos mal que duró poco.

Monólogo de una fea sin complejos

 

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Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Tengo ahora 50 años y soy una mujer fea; para arreglarlo, mi nombre es más feo todavía: Eutimia. ¿Cómo es posible que mi madre tuviera el mal gusto de querer perpetuar el nombre de mi abuela? Además, es un nombre que no admite fácilmente diminutivos. Me ha costado verdaderos esfuerzos que en el pueblo, mis familiares y amistades me llamen Timi. No se me ocurrió otro más aparente.

Mi fealdad es herencia de mi madre; por si fuera poco, padezco una leve cojera, ésta heredada de mi padre, que tiene una mayor que la mía, y bastante particular: cuando anda, su pierna derecha, antes de posarse en el suelo, hace un extraño giro, como si no supiera dónde tomar contacto con él; por eso en el pueblo lo llaman “engañabaldosas”.

Él es una persona que no se acompleja fácilmente, así que supera ese defecto con humor. Menos mal que también he heredado de él su optimismo y sus ganas de vivir. El sentido del humor ayuda a superar dificultades.

¡Ah! Tengo algo que me llena de orgullo: mi pelo; es abundante, de grandes rizos castaño-dorados, largo y brillante. Lo cuido más que a las niñas de mis ojos. Como mi cuerpo está bastante bien formado y he procurado disimular mi leve cojera, los hombres que en mi juventud me veían por detrás se apresuraban a mirarme por delante con un piropo preparado en sus labios, que se desvanecía cuando me veían la cara. ¡Qué chasco! Yo, a veces, les sacaba la lengua para fastidiarlos.

No creáis que soy una mujer tristona o amargada. Tengo buena salud y capeo lo mejor que puedo mi fealdad, ayudada por ese sentido del humor que ya he dicho que me ha transmitido mi padre.

De joven sabía que nunca me elegirían para Reina del Carnaval de mi pueblo, por ejemplo, ¿y qué? He vista elegidas chicas guapas, pero con las cabezas vacías. Este mundo de ahora sólo valora la juventud y la belleza, aunque no vayan acompañadas de algo más sólido. He procurado formarme y sacar provecho de mi inteligencia, que aunque no sea la de Einstein, me sirve para darme cuenta de que hay algo más que la belleza física.

De mi juventud recuerdo a dos amigas que – aunque me despreciaban – salían conmigo porque eran “del montón”, pero a mi lado, parecían guapas. Consiguieron novio, se casaron, y ahora, cuando voy por el pueblo, las veo ajadas, con expresión desilusionada, llenas de hijos y con maridos infieles. Cuando me ven me dicen que vaya suerte la mía por permanecer soltera. Ya sé que todos los matrimonios no terminan así, pero yo me encuentro bien con mi vida independiente.

De joven, con tal de salir de mi pueblo, todo mi afán era encontrar en la capital un trabajo de dependienta en alguna tienda de ropa. Me presentaba a solicitarlo con mi hermoso pelo casi tapándome la cara, pero no me servía ese truco; no me admitían en ninguna tienda. Por fin encontré colocación, a los 24 años, en una fábrica de conservas vegetales. Me conformé, porque no me apetecía volver al pueblo en plan de derrotada. Cuando el encargado me vio el primer día, con mi pelo bajo un gorro de plástico azul, me obsequió con una mirada de desprecio. Yo le miré desafiante y de inmediato me cogió ojeriza. Me paso las horas trabajando con la cabeza baja, la espalda encorvada y un aburrimiento letal. Una ventaja de ser fea: el encargado, que es grosero, mujeriego y machista, no me pellizca el trasero como a las demás, que se callan por no perder su trabajo.

Y allí sigo, después de 26 años; ya no está aquel encargado, y he ascendido; mi sueldo es más que suficiente para la vida que hago, sin grandes exigencias.

A veces recuerdo mis años jóvenes en el pueblo cuando celebrábamos la Feria o la Semana Santa.

Las chicas esperábamos la salida de las procesiones, por ejemplo, entre una multitud que se agolpaba ante la iglesia. Cada vez te sentías más y más presionada, cosa poco agradable. Pero lo más insufrible para mí era notar cómo alguna mano atrevida, aprovechando aquellas apreturas, te tocaba en sitios estratégicos con el mayor descaro. Yo, que lo sabía de otras veces, terminé por librarme de aquel abuso de esta manera: cuando notaba la presión, sacaba del bolsillo con disimulo un alfiler de cabeza negra que había traído para la ocasión y sin apenas moverme, lo clavaba con decisión en aquella mano, como el torero que pone una banderilla. Se oía un grito y la mano y el dueño de ella salían escopeteados. La verdad es que tuve que poner bastantes “banderillas” en mis años mozos.

Y poco más puedo contaros de mi vida. Transcurre tranquila y apacible, ¿se puede pedir más? Como sé que no puedo esperar grandes cosas, aprovecho las que se me brindan, que no son pocas: veo cine, teatro, leo y doy grandes paseos por el campo, disfrutando de la Naturaleza, que no me rechaza por mi condición de fea.

Charlando con su santidad

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Autora: Rosa María Moreno

¿Qué puede reprocharle una pobre mujer ignorante y descreída como yo a una eminencia como Su Santidad (SS)? Sería pretencioso por mi parte, pero son tantas las cuestiones que me inquietan y desconciertan de su rol como representante de Dios en la tierra que me cuestiono cada día, desde mi ignorancia y mi agnosticismo adquirido a lo largo de los años, que no me resisto a comentarle ahora que no me oye nadie, sin redes sociales de por medio. ¡Dios nos libre!

Cuántas esperanzas se abrieron aquel 13 de Marzo de 2013, cuando la fumata blanca anunció la elección de un nuevo Papa, esta vez latino, de habla hispana. Creyentes, ateos, agnósticos y practicantes de ida y vuelta pensamos que una nueva era comenzaba en la Iglesia.

 Sí, Sr. Bergoglio, sentimos que por fin había llegado la apertura de La Santa Madre Iglesia a la realidad de nuestro tiempo. Esperábamos de SS acciones dirigidas a denunciar y evitar las hambrunas del mundo, las injusticias entre países ricos y pobres, las desigualdades históricas entre hombres y mujeres, incluso en su propia casa, la Iglesia, esa institución que prohíbe a las mujeres ordenarse en el sacerdocio. ¡Ay Santo Padre! Esperábamos limpieza general en  finanzas vaticanas, propiedades usurpadas a la ciudadanía (esas llamadas inmatriculaciones). Y qué decir de los escándalos de pederastia, un escándalo que cada día hace tambalear la fe a los fieles de todo el mundo.

Personalmente creí que por fin había llegado al Vaticano el representante del Dios de la humanidad, de la solidaridad, de la tolerancia, de la denuncia de las injusticias del mundo. Un hombre decidido a vivir sobriamente apartado del boato vaticano, cercano al pueblo, comprensivo con los colectivos  y minorías defensoras de la diversidad de género e identidad, con los migrantes, los refugiados, con las discriminaciones raciales, de sexo, con las víctimas de abusos sexuales. ¡Esos niños traumatizados para toda la vida! No voy a negar  su valentía en  denunciar el tema de la pederastia, ya era hora, pero es que clama al cielo, Santo Padre.

Dígame Santidad: ¿cómo puede un creyente incondicional entender que tales aberraciones queden impunes por el blindaje de la Santa  Institución que usted dirige frente a la acción de la Justicia de los hombres? Ya, ya sé que no siempre la Ley es justa, pero todos nos debemos a las leyes universales, en este caso de la protección de los seres más vulnerables: los niños.

¿Sabe qué creo Santidad? Que muchos casos de pederastia cometidos por sacerdotes se hubieran evitado si no existiese el celibato. No opina lo mismo su homologo el emérito Ratzinguer. ¿No cree que este precepto absurdo e irracional es contrario a la propia  naturaleza? Ustedes que hacen gala de guardar las reglas naturales hasta sus últimas consecuencias.

 Su negativa radical al uso del preservativo es increíble. ¡Cuántas muertes infantiles se podrían evitar en continentes como África! ¡Cuántos niños, víctimas de violencia y desarraigo, maltratados, abandonados y condenados a la miseria, a la exclusión!

 Y, ¿qué me dice de la Eutanasia? Pues según ustedes la vida es de Dios, no es del hombre. Pura contradicción, Santidad. Yo tenía entendido que, según los principios del cristianismo, Dios  dotó al hombre  del don más preciado la Libertad para decidir su vida y su muerte pues esta es la otra cara de la misma moneda.

De la inmigración no veo implicación  del estado que representa SS. El Vaticano es un estado independiente, con potestad para influir e intervenir en este gran conflicto humanitario que vivimos en el mundo y, sin embargo, ¿dónde está la acción mediadora de la Iglesia?

 Ya se Santo Padre, sería simplista pensar que en su mano está la solución de todos los problemas del mundo. Pero sinceramente creo que como el Gran Pastor de La Iglesia,  hombres y mujeres esperamos  mayor compromiso e implicación del Vaticano en los problemas que azotan hoy al mundo. Desde mi agnosticismo adquirido, para el que no existe vacuna, tengo mil preguntas relacionadas con temas teológicos. ¿Y qué me va usted a responder si le pregunto por esa virginidad surrealista  de la pobre María hace ahora 2019 años más o menos.

 Me dirá: «sin FE no se puede entender». Desde luego que NO. Por eso no entiendo que una eminencia como usted, con el  perfil de bondad y honradez que le envuelve, no intente dar a sus fieles una versión más creíble y real de los hechos históricos. Yo me pregunto: ¿Quién fue El Padre, porque el hijo sí lo conocemos ,Jesús, un  joven idealista y utópico  que murió en la Cruz por defender sus convicciones. ¡Pobre loco! Muchos intentamos seguir sus enseñanzas 2000 años después de aquel asesinato pactado. Este niño que nació pobre pero lleno de luz para todos los cristianos del Mundo, y que abrió un camino para el Hombre basado en los valores de justicia, caridad, misericordia, humildad.

 Del Espíritu Santo también sabemos algo, materializado en  esa paloma misteriosa, símbolo de la paz, que parece más dedicada a ensuciar fachadas y hacer ruidos a horas intempestivas. Padre, Hijo y Espiritu Santo Una Trinidad  que solo se explica el mundo católico con grandes dosis de FE ciega, muy ciega para entender esa concepción de María y otros misterios inexplicables. ¡A saber quién fue el bribón responsable de tal engendro! ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo?  ¡Menuda gracia Santo Padre! Seguro que poder tenía, y mucho!

Santidad, ¿no cree que ya es hora de predicar la verdad al mundo, a todo el mundo, a creyentes y practicantes dudosos y desilusionados, desbordados por tanta falsedad e hipocresía? Por tanta codicia y ansia de poder, en un Mundo que se tambalea entre conflictos bélicos e injusticias sociales,  entre la arbitrariedad y la desidia,  el odio y la crueldad.

Santidad,  su delegación del Cielo en La Tierra hace aguas. No hay más que ver los Seminarios vacíos sin vocaciones, porque la vocación de servir a un Dios que parece mirar para otro lado ya no tiene mucho sentido. Y los templos, solamente llenos en las bodas, bautizos y comuniones, previo pago, claro está de aquellos que creen  alcanzar al final de sus días  el reino de los cielos que La Santa Madre Iglesia les vende.

 ¿Por qué no   muestra Santo Padre la verdad de su naturaleza humana? Es usted un hombre de ciencia y de fe, claro. ¿Por qué no  admite SS que los milagros no vienen del cielo si no que se producen cada día, cuando un cirujano salva una vida o un grupo de generosos y solidarios voluntarios como el Padre Ángel, un buen agente que da testimonio de caridad y misericordia cada día en esa parroquia de Madrid sin esperar nada a cambio. O esos generosos hombres y mujeres que  salvan a miles de niños de hambrunas en los países más pobres de la tierra o en los barrios marginales de nuestras ricas ciudades, o a los miles de jóvenes que huyen de la miseria y violencia de sus países, de morir ahogados en nuestro mar Mediterráneo. Pero la fe se demuestra cada día, en cada acto de nuestra vida, sin necesidad de vestir de blanco ni mirando al cielo, sino intentando repartir un trocito de ese cielo a los más desfavorecidos, aunque sea, restándole un poquito a los que gozan de todos sus bienes.

Mi fe acaba donde la irrealidad de sus propuestas doctrinales comienzan. A pesar de todo guardo la Esperanza de una Iglesia nueva, humana y solidaria. ¿Podría usted liderarla, Santidad? Es mucho pedir ¿verdad? O sea, que  para FE, la mía.

Monólogo del desasido

Autor: Antonio Serrano Fontana

Hace mucho que mi cuerpo y mi mente ya no transitan por las calles umbrías y discretas de mi infancia, revestidas de esa tranquilidad doméstica y miedosa de las ciudades pequeñas que ahora diría de cementerio, pero no me cuesta mucho volver a sentir de nuevo el ansia antigua de correr y correr con largas zancadas y volar calle abajo, desasido y sin peso hasta casi despegar los pies del suelo, sin tocar apenas el empedrado, como sólo se vuela en el presente absoluto de los diez años, interminable como un parpadeo de la divinidad. Deslizándome sobre los fuegos de un violento atardecer de verano que pega la ropa al cuerpo, giro sobre mí mismo y abro y cierro los brazos al compás, pero dejo los dedos de las manos bien cerrados para sentir la quemazón del aire que resbala por las palmas. El umbral de mi casa huele a jazmín, la calle huele a jazmín de lado a lado, la ciudad huele a jazmín como una novia recién engalanada, el universo entero es un jazmín furioso que se deshoja al bajar burbujeando por mis costados sudorosos para verdear mis ingles. No falta tanto para que en esos huecos fermente la inocencia infantil y su corrupción alimente las larvas de lo que llegaré a ser de adulto, pero ahora, a punto de doblar el recodo que me lleva a la plaza redonda, ¿qué voy a saber yo del amargor que quedará en mi boca al besar la desnudez de unos labios nuevos o de la piel que arderá, febril, al roce de mis dedos ásperos, moteada por las sombras equívocas del emparrado? Ahora que la vida me pesa sobre los hombros como sólo pesa una vida entera, comprendo que en realidad corro para desasirme del mar que lame premioso mis talones desde que nací y que para atraerme hacia su oscuridad espumosa me susurra en sueños bellas canciones sobre algas, abismos y naufragios que no entiendo aún, pero cuyo tono es, sin duda, de traición y de engaño. Pero al final de mi carrera, al otro lado de la plaza me espera la alegría de un lugar donde no escucho esa insistente voz abisal: la Casa de las Tortugas. Jadeando, entro una vez más en la sombra del zaguán, fresca y recogida como los brazos de una madre y después a un patio con aspidistras de un verdigrís metálico, setos de duro mirto y en el centro una fuente que ofrece aún la pureza hondísima y el helor doloroso del agua de los aljibes. Y allí están las tortugas, de conchas enormes y mohosas y cabezas escurridizas y desdentadas con ojos escleróticos que de tan viejos seguramente han visto nacer y caer imperios, una en cada esquina del patio, bajo las cuatro columnas que sostienen la galería. Me admira que sobre la fortaleza de su caparazón parezca que se mantienen a la vez el edificio, el mundo y la creación entera, como ocurre con la tortuga primordial de los chinos. Tras los visillos de las ventanas que dan al patio se adivinan siluetas tan quietas y observadoras de mi presencia como las tortugas. Tiento a una de ellas con un tomatito rojísimo para que asome la cabeza, pero la que entreveo por el rabillo del ojo es la de una niña delgada, con trenzas y tez pálida. Debe tener mi edad y es la primera vez que la veo en aquel lugar; en realidad es la primera persona que distingo en la casa después de unas cuantas visitas. No me tiene miedo: da cuatro pasos hacia donde yo me encuentro, se arrodilla sin dudarlo junto a mí y toma un picudo pimentito verde del montón de verdura con el que se alimentan las tortugas. ¿Volverás a venir por aquí?, me pregunta con voz queda; su cercanía me envuelve en un aroma cítrico de agua de colonia. Sin duda, porque yo soy el fantasma que frecuenta esta casa, le respondo con voz clara y sin atreverme a levantar la mirada para no asustarla, llevo siglos recorriendo el mismo camino y ya perdí la memoria de porqué mis pasos siempre me conducen en un atardecer ardiente hacia este patio… Yo te lo diré, me susurra la niña, poniéndose de pie y tendiéndome su mano de dedos finos, surcada de venitas verdosas, pero tan cálida en el contacto, si me acompañas a través del mármol frío y del canto de la fuente hasta encontrar la madre del agua del aljibe, donde yazgo azul y mecida por una suave corriente, aunque algunas veces, como hoy, salgo a verte dar de comer a las tortugas…

Reflexión sobre los tiempos vividos

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Autor: Antonio Cobos Ruz

Ya han transcurrido algunos años de la que será la tercera fase de mi vida. Arbitrariamente diría que nuestras biografías se pueden dividir en tres etapas asimétricas. Una primera de aparición, formación y crecimiento personal. Una segunda de realización, desarrollo y contribución social. Y una tercera de mantenimiento, transmisión de ideas y actitudes, y de inevitable desaparición.

En mis sesenta y seis años, he visto tal cantidad de situaciones diferentes, de momentos concretos y singulares, y de circunstancias tan específicas, especiales y diversas en las vidas de las personas, que la generalización de cualquier aspecto de la existencia individual no resiste la estandarización de un modelo general teórico.

No obstante, los supuestos teóricos nos ayudan a manejarnos y entendernos, y he decidido reflexionar sobre mi vida bajo este prisma de cristal, como podría haberlo  hecho de otras mil formas diferentes.

A los veintinueve años disfrutaba de dos titulaciones universitarias, había ganado unas oposiciones a la enseñanza pública, convivía con la mejor compañera del mundo y había colaborado en hacer surgir la vida en los dos mejores regalos que la diosa fortuna me ha deparado durante mi existencia.

He dedicado treinta y ocho años a la docencia. Una profesión que me ha permitido transmitir a futuras generaciones actitudes, comportamientos y posicionamientos vitales que pueden haberse traducido, o no, en conductas futuras de actuaciones humanas. Al menos, eso es lo que he deseado. Por ejemplo, para mantener limpios nuestros lugares de trabajo, los institutos, siempre he creído más eficaz coger yo un papel del suelo de un pasillo y depositarlo en la papelera, que mandar a un alumno que lo hiciera. Salvo si lo había visto arrojarlo. Entonces, si le mandaba que lo recogiera y me sentía investido de toda la autoridad de pedírselo, tras haberlo hecho yo previamente en multitud de ocasiones.

Nunca ridiculicé a un alumno débil, ni permití a sus compañeros que lo hicieran. Nunca provoqué al soberbio, pero tampoco le permití nunca que nos avasallara. En mi carrera profesional, han tenido más peso estos y otros aspectos educacionales y pedagógicos que los específicos de mi especialidad, aunque me encantan los idiomas y he intentado transmitir a los alumnos el amor por las lenguas y por las culturas que sustentan. No he cejado en probar diferentes sistemas y metodologías hasta el último momento de docencia para conseguir la máxima eficacia en mi ayuda al aprendizaje de los alumnos. Me gustó mi profesión.

Actualmente, jubilado desde los sesenta, me encuentro quizás en la fase de plenitud de mi vida. Tengo tres nietas preciosas y he escrito tres novelas, dos ya publicadas y una en fase de concurso. Esta afición, antes dormida, la mágica escritura, inunda de imaginación y agrado los minutos y las horas de mis días de júbilo. (Realmente me deleita la palabra ‘jubilación’. Está muy bien asignada y es muchísimo más hermosa que la de ‘retiro’, que emplean en otras lenguas).

Aspiro a prolongar al máximo la situación en la que me hallo, siendo totalmente consciente de que estos años no pueden durar eternamente. No obstante, aunque yo intente vivir como si fuese a ser eterno, estoy plenamente convencido que la desaparición puede sobrevenirme en cualquier momento. La suerte, que siempre me ha acompañado, me ha ayudado a compartir la vida con mi amada compañera, con mis queridos padres, hijos y nietas, y a disfrutar de lo que soy con mis amigas y amigos. Aunque la fortuna me abandonase mañana mismo, confieso con orgullo que he vivido.

No soy hombre de himnos o banderas

 

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Autor: Antonio Cobos Ruz

No soy hombre de himnos

o banderas,

de patrias, ni naciones.

 

Soy del lugar en el que vivo,

y en mi memoria,

del lugar del que procedo.

Soy un poco, también, miembro

de los muchos lugares

que conozco

o que habité de algún modo.

 

Respeto el sitio en que me hallo

y aprendo su lengua

y sus costumbres.

Pero no soy nacionalista,

ni de aquí, ni de allí.

No soy hombre de himnos

o banderas,

de patrias, ni naciones.

 

No sé cómo explicarlo…

Se puede amar a una tierra,

a un territorio, a un paisaje,

pero sólo existe un amor fuerte

cuando es un amor correspondido.

Y los territorios no sienten.

Son las personas

las que se emocionan y aman

y me siento más unido

a un hombre negro,

a un extranjero chino

o a un indio respetuoso y honrado,

que a un blanco déspota,

interesado y cruel,

que nació donde yo,

o que vive donde yo,

y que utiliza las lenguas,

las patrias o las banderas,

para que peleemos y discutamos

mientras él se sigue aprovechando

de sus privilegios de antiguo.

 

No soy hombre de himnos

o banderas,

de patrias, ni naciones.

 

Me gusta integrarme

adonde llego

y conservar lo aprendido

y lo que he amado.

Pero sin complejos de grandezas

sin oprimir a nadie,

y sin dejarme oprimir

por los más fuertes.

Por los que están

completamente seguros

de sus ideas, de su religión,

o de su raza,

plenamente convencidos

de que son distintos y mejores

y que yo no soy uno de ellos.

Me dan miedo,

ya sean de allí, o de aquí.

 

Tengo que defenderme

y lo haré, aunque

no soy hombre de himnos

o banderas,

de patrias, ni naciones.

 

Pérdida

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Autora: Mercedes Prieto Jaén 

Ya voy por la Gran Vía y todavía me queda un buen trecho hasta casa y con estas fechas no me queda más remedio que seguir comprando regalos, organizándolo todo y esta noche tengo cena con amigos; tendré que maquillarme bastante y no darles un mal rato, no hay solución a lo de Ana, porque qué ridículo más espantoso he hecho con el  portero de su trabajo,  y mira que soy pesada y le  he insistido una y otra vez en que me enseñara su móvil para comprobar que tiene el mismo número al que he estado llamando desde que ella dejó de dar señales de vida… Al final me he tenido que ir de la portería con las orejas gachas y llena de tristeza… y, además, todo el mundo espera que estemos muy “felices” en Navidad; también tengo que acabar de hacer la maleta y no olvidarme de ningún regalo de los niños pequeños de la familia, no quiero ni pensar que llegue a Huelva y me haya dejado algo en Granada, no puedo fallarle a los chiquitines, se les pone una carita de alegría cuando viene Papá Noel… Cómo le gustaban estas fiestas a mi madre, con cuánta antelación compraba comida y bebidas para que no faltara de nada y ponía muchísimos adornos navideños, qué salón más recargado nos montaba y cuántas horas de cocina y siempre pendiente de hijos y nietos, ya hace tantos años que se murió la pobre, con lo que disfrutaba… No, no puedo caer en la nostalgia, debo dejar los recuerdos y aprovechar lo que tengo, sí, que sí, que soy muy afortunada, pero el haber perdido a Ana me ha puesto… Vaya, ahí viene el autobús, voy a correr para no perderlo, uff menos mal, por los pelos, a ver si no encuentro a ningún conocido, no estoy ahora para hablar con nadie, afortunadamente no voy a tener ni un minuto  libre con el viaje a mi tierra, ¡ay! casi me paso de parada, tengo que dejar de darle vueltas a la cabeza y centrarme en lo que tengo que hacer, a ver las llaves ¿dónde las he puesto? Ah… por fin. ¡Vaya, hay luz encendida en casa, qué alegría! ¡Ya ha llegado mi hijo! Algo bueno trae la Navidad.