Victoria

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Victoria conoció a Raúl en una fiesta en casa de amigos comunes y se sintieron atraídos el uno por el otro después de bailar y charlar. Hay amores que surgen del brillo de unos ojos, de miradas cómplices, del roce de unas manos… Cada uno se coló en el corazón del otro; el de ella, un tanto ingenuo; el de él, más calculador y con muchas experiencias.

El amor en la pareja ha sido casi siempre territorio femenino, la mujer tiende a entregarse con más generosidad; eso suelen aprovecharlo muchos varones en beneficio propio.

Os voy a describir un poco a los dos protagonistas de esta pequeña historia.

Victoria, de 25 años, era atractiva, simpática, sociable e inteligente; hija única de una familia de clase media; su padre era Profesor de Filosofía, su madre Profesora de Inglés y ella, Victoria, había estudiado Historia Contemporánea y daba clases en un Instituto público en la ciudad donde vivían, Valencia. El ambiente en el que se había criado era de libertad y responsabilidad, nada encorsetado por creencias religiosas. Sus padres confiaban en ella, porque siempre dio muestras de madurez y buen juicio; un poco ingenua, eso sí, pero esto nunca la había perjudicado (hasta que llegó el amor…).

Raúl, de 29 años, alto y apuesto, llamaba la atención por su seriedad; a veces llegaba a ser adusto. Su buena planta y su elegancia natural hacían estragos entre las chicas, sobre todo cuando iba en plan deportivo, luciendo musculitos y las marcas más vanguardistas en su ropa. Cuando le interesaba, sabía mostrarse jovial y dicharachero, mostrando una sonrisa por demás atrayente. Era de familia muy tradicional, conservadora y católica. La madre estaba absolutamente sometida al marido, por propio convencimiento. Solía decirles a sus siete hijos (Raúl era el mayor): “En las buenas familias, para que funcionen, debe mandar el varón; el hombre es el de las grandes ideas”. En este ambiente vivió Raúl, que había estudiado Derecho y trabajaba en un bufete de abogados.

Victoria y Raúl siguieron viéndose asiduamente y pocos meses después formalizaron su relación. Creyeron llegado el momento de emprender un camino juntos. Se conocían bien (¿) y decidieron casarse. Mejor dicho, lo de casarse lo decidió Raúl, pues Victoria hubiera preferido vivir en pareja, sin ataduras, pero su novio lo creyó desacertado, por él y por su familia. Victoria cedió – estaba enamorada – y la boda se celebró según el gusto de sus futuros suegros, con gran ostentación: vestido blanco de exagerada cola, Catedral, banquete a lo “bodas de Camacho” y una gran multitud de invitados, la mayoría por parte del novio. Los padres de Victoria estaban incómodos ante tantos “fastos”, pero se guardaron muy bien de demostrarlo. La misma Victoria se sentía anonadada; todo aquello le parecía abrumador; ella era de gustos sencillos, ¿qué necesidad había de tanto “oropel”? Se consoló pensando que en su futura casa todo sería conforme a sus gustos: sin artificios ni rimbombancias.

Fueron en viaje de novios una semana a Canarias. Al día siguiente de llegar, en Las Palmas, en el hotel donde se hospedaban, ya mostró Raúl un “rinconcito” de su verdadero carácter. Fue así: apareció Victoria radiante, con un vestido veraniego de tirantes, en la terraza donde él la esperaba para desayunar. Se mostraba feliz y sonriente. Su marido, al verla, con gesto hosco y ásperamente le dijo: “¿Quieres que todos te vean medio desnuda? Quítate inmediatamente ese vestido y ponte algo más decente”. A Victoria se le congeló la sonrisa; como no esperaba una reacción así en su marido, estuvo unos instantes como desorientada y sin moverse; las sorpresa la dejó paralizada. Él añadió impaciente: “¿No me has oído? Quítate ese vestido”. Victoria, por fin, se dio la vuelta y con los ojos llenos de lágrimas, desapareció. Tardó en volver; apareció con el rostro sombrío, los ojos rojos y un vestido de manga larga. Apenas probó el desayuno y todo el día estuvo apesadumbrada; había desaparecido el brillo de sus ojos y notó que algo se le rompió por dentro.

El descubrimiento de que su marido era celoso y aquella forma de tratarla tan desconsiderada hizo que saltara por los aires la ilusión que sentía el día anterior. ¿Con quién se había casado? ¿Dónde estaba el Raúl amable, muchas veces encantador y siempre atento con ella? Ahora temía que “agazapadas”, como sin duda las tendría, empezarían a salir a la luz otras formas de su verdadera personalidad. En fin, no quería ser agorera, el tiempo lo diría.

La estancia en Canarias pasó sin pena ni gloria. Victoria intentaba olvidar el episodio del vestido para que la intimidad resultara placentera y los días transcurrieran al menos con tranquilidad.

Volvieron a Valencia; cuando se vio en su nueva casa sintió cierta ilusión; quizá su marido volvería a ser el mismo de antes: afectuoso, respetuoso con sus opiniones , cercano y cariñoso.

Ambos gozaron de bastantes días de permiso aún y salían al cine, al teatro y a veces a la playa; Raúl elegía en ella el sitio más recóndito y le prohibía bañarse en biquini. Cada fin de semana iban a comer con la familia, alternando. Los padres de Victoria, que tan bien la conocían, notaron en ella una expresión que les indicaba, aunque ella trataba de disimular, que algo no iba bien.

En efecto, día a día, Raúl iba mostrando facetas – aunque de forma sutil – de su educación conservadora. La dejaba sola cada vez con más frecuencia para estar con sus amigos; pero a ella le prohibía salir si no era con él. Quería tener muchos hijos y lo antes posible, para que Victoria – decía – se “realizara” como mujer y le ponía de ejemplo a su madre. Victoria torcía el gesto cuando recordaba a su suegra como una mujer sometida, dominada y avasallada por su marido; se juró a sí misma que eso nunca lo permitiría. Un día tuvieron una agria discusión porque Victoria dijo que lo mismo que él salía con sus amigos, ella pensaba salir con sus amigas. “No te va a hacer ningún bien salir con esas feministas de ideas tan disparatadas; olvídate de ellas y todo irá bien entre nosotros; ellas sólo te van a envenenar y van a poner en peligro nuestra convivencia”. Victoria se llenó de ira y le replicó: “¿Te he prohibido yo – con el mismo derecho – salir con esos amigos tuyos de una “masculinidad” casi repulsiva, que influyen en ti de una manera absolutamente negativa?”. Dicho esto, Victoria salió de la casa dando un gran portazo que dejó a Raúl boquiabierto, inquieto, confuso y desconcertado. Su mujer necesitaba una buena lección que la doblegara. No podía permitirle esos humos. Salió también, con idea de volver de madrugada.

Victoria anduvo dos horas hasta que se fue aplacando y volvió más tranquila, pero aún perturbada por la discusión. Se alegró de no encontrar a Raúl en la casa. Tenía que serenarse y pensar seriamente en su situación. Se fue a dormir al cuarto de huéspedes, así que no supo a qué hora volvió su marido. Se vieron en el desayuno, sin mirarse ni apenas saludarse. De pronto, Raúl dijo: “Esta tarde vendrán mis amigos a ver el fútbol”; después de este anuncio, salió sin despedirse. En efecto, por la tarde vinieron tres de los más amigos. Victoria los recibió en el salón, con gran frialdad y esperando que algo no grato iba a suceder; y en efecto , sucedió: antes de que comenzara el fútbol, empezaron a hablar de política, de una forma tan disparatada que Victoria no pudo por menos que intervenir; eso es lo que esperaba Raúl; con gesto condescendiente, dijo: “Victoria, la política es cosa de hombres; tú no entiendes nada, así que lo mejor que haces es callarte”. Ante esa humillación delante de sus amigos Victoria de puso lívida; miró airada a su marido y salió ofendida de la habitación. Raúl, con mirada triunfante, se volvió hacia sus amigos, que estaban un tanto confusos, y dijo: “De vez en cuando hay que enseñar a la mujer quién manda en la casa”. Y se pusieron a ver el fútbol. Cuando llevaban media hora ante el televisor, apareció Victoria peinada y maquillada, con un vestido largo de fiesta negro y la espalda al aire, elegantísimo, de su guardarropa de soltera. Raúl y sus amigos la miraron como si fuera un fantasma. Antes de que su aturdido marido dijera nada, ella le espetó: “He pedido un taxi y me voy con mis amigas a una fiesta; es posible que no vuelva hasta mañana”. Y ante las miradas atónitas de los cuatro, salió muy digna de la casa.

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Raúl: te dejo porque tu dominio sobre mí, tus celos absurdos, tu estúpido afán de dominio del que tanto alardeas, han destruido nuestro matrimonio y ya no te soporto. Te casaste con una mujer, no con una esclava. No quiero un amo, quiero un compañero que me considere su igual. Me he sentido oprimida, infravalorada y humillada; la humillación mutila, es cruel y deja un rastro de heridas de por vida. Afortunadamente no has podido anularme; me he dado cuenta de que tengo dignidad. Estás abocado a vivir solo, con tu EGO necio y ridículo.

Lo que menos te perdono es que has destruido todo el amor que yo te tenía; aún así, espero que no me hayas dejado sin capacidad de amar.

Victoria