Autor: Antonio Serrano Fontana
Esta noche es Nochebueeeena y mañana Navidaaaad… Sin obstáculo aparente, la voz aguardentosa del vecino atraviesa con su soniquete lastimero las delgadas paredes del salón, corre de un lado a otro del pisito como un perrinchi sin dueño y se posa al final sobre el amarillento mantel de hule como cenizas de un incendio lejano. Eulalia escucha desde la cocina sin oír, con la mirada perdida en el cielo sucio de lluvia de finales de diciembre que puede entrever por los cristales del lavadero. En la mesa de la cena esperan, como casi todas las noches, un platito de ensalada, una tortilla francesa y unas piezas de fruta, los cubiertos de hojalata, bien limpios y alineados junto a la servilleta de hilo primorosamente doblada, un pico de pan y la conversación a media voz con la locutora del telediario nocturno, en la que la vieja da su opinión entre dientes y la otra, plana dentro y fuera de la pantalla, hace como que se interesa sin dejar de emitir su parloteo.
Ahora, la mujer vuelve arrastrando los remos desde la cocina, con un vaso de agua en una mano y la pastilla de la tensión en la otra. A ciertas edades la vida se nos hace muy cuesta arriba y todo duele; entre otras cosas, el hueso o el tendón que sigue ahí aunque lo toques compulsivamente para aliviar, qué, nada, y lo que está dentro, donde debería estar el alma, eso sí, y no se palpa, clavado como una espina que hubiera hecho callo. Hoy, Eulalia, que lleva mucho tiempo sin meter la nariz en el lustre de la Navidad, ha añadido por pura inercia a su magra colación unos espárragos blancos de una lata de otras fiestas, cuando la asistenta social del Ayuntamiento, debajo de un gorrito de Papá Noel y con demasiada alharaca para lo exiguo y administrativo del regalo, repartía frustración, alimentos y cariño, por ese orden, y apareció con una bolsa con algunas golosinas, que aún siguen dando vueltas por la casa, tres o cuatro envases de conservas y una botella de vino sin alcohol aguachinado. Aquella tarde, demasiado educada para lo que hubiera sido menester, Eulalia invitó a pasar a la funcionaria, insistió en que se sentara en el sillón de eskay, le sirvió una copa de anís seco Machaquito1 de la botella que en su momento tanto les costó a los sanitarios extraer de entre los brazos yertos de su recién difunto marido y le puso delante una bandeja de mantecados caducados, a todo lo cual la chica no se negó, abrumada por esa cortesía de las personas mayores tan rara en nuestros tiempos y por el dolor de pies. Diez minutos después se estaba despidiendo entre endebles excusas, con la garganta abrasada por el licor y una gastroenteritis solidaria en trámite.
Un ser humano como Eulalia, con tanto vivido, no necesita ya el aburrimiento de una noche de Navidad como otras tantas como excusa para deprimirse. Hasta ha sobrepasado de largo el sendero del hastío, tan común en nuestra delirante sociedad. Más cerca de la iluminación que proclama el budismo que muchos monjes después de años de práctica en un monasterio, le basta con dejar descansar la vista en cualquier objeto, aún el más trivial, para absorber su esencia sin esfuerzo. Hoy, Eulalia revolotea etérea, atraída por una de las perlas colgantes de la lámpara del techo, que se ha girado y ya no guarda la simetría con el resto de apliques. Ayer se arrastraba sin pensar en pos de una pelusa entre dos baldosas. Otro día son las migas de la cena las que merecen un viaje astral. Como es natural, en su extrema sencillez Eulalia nunca se lo ha planteado así, pero el mundo, con todas sus impertinencias, ya no es más que un incidente nimio, una salpicadura de espuma, en el mar de su conciencia. Un experto de los que abundan ahora, al examinarla, pontificaría diciendo que Eulalia tiene un principio de demencia, pero qué sabrán ellos de las múltiples facetas de la realidad…
Apurada la parca cena, fregados y colocados en su lugar los escasos utensilios domésticos, se deja caer en el sofá, frente al televisor, en ese hueco entre los cojines que tan bien la conoce y que la abraza como un amante paciente, pleno de ternura y calidez, porque conoce las medidas de su cuerpo. Esta noche en especial la cháchara televisiva de los presentadores y la risa torpe de los participantes en un programa de entretenimiento navideño le recuerda un teatrillo de guiñoles de su infancia. Conoce las tramas de todas las historietas banales y ñoñas que desfilan ante sus ojos y hasta podría reconocer al trasluz los hilos tirantes con los que el titiritero manipula sus muñecos desde el techo del estudio de televisión. Sin embargo, una parte de la atención de Eulalia está atenta al clamoroso silencio del teléfono. Espera algo que no termina de ocurrir. Alguien, al otro lado de la línea, se está haciendo esperar y a ella le está entrando sueño. Al cabo de unos minutos, un tímido dringg rompe el velo de la atención de Eulalia. Sin demasiada prisa, se levanta de su cómoda atalaya y se acerca al aparato. En el auricular, una voz fina y cálida de mujer joven, con acento de otro lugar. La tradición manda y en Nochebuena hay que recibir las felicitaciones con agrado aunque no tengas demasiadas ganas de escucharlas.
-Buenas noches, suegra. Felices Pascuas. Me alegro de escucharte… -El tímido inicio de la conversación no parece muy prometedor.
-Buenas noches, hija. También para ti felices Pascuas. Para mi otra hija, también, aunque no quiera ponerse. Sé que anda por ahí… Dile que espero que esté bien, como tú. Me acuerdo mucho de vosotras… y de mi nieta, que seguro que ya anda… -Eulalia hace una pausa, con un nudo en la garganta, antes de que se le quiebre la voz. Se establece un silencio tenso, punteado por los gorjeos de un bebé que debe estar correteando cerca del teléfono. La otra mujer la deja hablar sin intervenir, puede que también esté emocionada. Eulalia agradece en su fuero interno ese respeto y presiente que a la chica no le va a salir barata la demostración de cortesía de la llamada, conociendo el conflictivo carácter de su hija. Pero es Navidad, y la tradición manda. Al final, es la voz joven la que se decide a salvar la inmensa distancia entre los cuatro.
-Tengo que despedirme, Eulalia, tenemos algunos invitados esta noche. Espero que tengas una feliz entrada de año… Siento que lo estés pasando sola, pero por ahora no podemos salir de Barcelona, por el confinamiento, ya sabes, tu edad, el virus… Me alegro de escucharte bien y, de verdad, espero que esto mejore, suegra…-
– Y yo también, hija, y yo también. Os deseo lo mejor a las tres y a todas las personas que os acompañan esta noche… Qué seáis felices…- Antes de que la comunicación se corte, Eulalia puede escuchar un lloriqueo en segundo plano, con una cadencia y un esquema sonoro que conoce perfectamente y que no es un llanto de niño.
Despacio, muy despacio, como si le dolieran de repente todos los huesos, hasta los que no existen, la vieja vuelve a su hueco en el sofá. Personajes de humo, cartón piedra y falsa carne ríen y gesticulan tras la pantalla y ella se queda dormida al final en la blandura llena de bultos de su sofá, arrebujada en busca de un poco de calor en su gastada rebequita de punto, atrapada, ya sin remedio, por los hilos tensos del teatrillo de guiñoles.
1 El renombrado anís Machaquito tiene una graduación alcohólica de 55º, es decir, más de la mitad del liquido es alcohol puro. El resto es azúcar, esencias y agua, por orden de importancia.