El hechizo de la Navidad

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

El Hechizo de la Navidad dio unos pasos hacia adelante, no quería quedarse atrás, como le ocurrió el año pasado. Anhelaba estar el primero en el estante y que los niños lo descubrieran al entrar en la tienda. Sabía, por lo que le habían contado, que si un pequeño se paraba a mirarlo, probablemente el adulto que lo acompañaba lo adoptaría. De esa forma tendría un hogar y una amistad infinita comenzaría entre ambos.

El año anterior, cuando llegó a la librería, imaginaba  que era acariciado por una mano infantil, que despertaba emociones en la mirada ingenua o redescubría las aventuras que albergaban sus palabras en la mente de un pequeño. Pero aquella Navidad nadie lo adoptó. Quizás su portada no era atractiva o acaso el título era poco sugerente. Aunque él intentó abrir un poco sus páginas para que vieran lo prodigiosa que era su historia, fue en vano.

Luego, después de un año en el almacén, asustado por ruidos extraños, respirando  polvo y soportando una humedad densa, mientras solo un anodino listado de ordenador recordaba su existencia, El Hechizo de la Navidad, sintió que volvía a la vida cuando regresó a la tienda. Sin embargo, un comentario del encargado, acerca de su devolución si no salía antes de que acabara el invierno, lo dejó aterrado. Entre los libros se decía que el peor final para uno de ellos era el regreso a la editorial, donde la incineradora esperaba a los libros que nadie quería leer. Superado el pánico,  estuvo atento a cuanto acontecía en el local. Las últimas novedades que llegaban al establecimiento, eran  tesoros para el gerente consiguiendo siempre los mejores puestos en el mostrador. Los antiguos en cambio, quedaban medio ocultos en la penumbra.

Un día ocurrió algo inesperado, una nueva vendedora empezó a trabajar en la librería, para atender la temporada navideña. Era una lectora empedernida, que valoraba los libros lejos de listas de ventas o publicidad descreída.  Cuando pasó junto a la estantería, donde estaba El hechizo de la Navidad, éste respiró profundamente y un halo de sí mismo llegó a la joven.

–¿Por qué estás aquí tan escondido? –dijo la muchacha mientras lo cogía. –Este no es lugar para ti–. Añadió al tiempo que lo colocaba en el mostrador, junto a los libros más vendidos.

Villancico nacimiento de Jesús

Autora: Rafi Castro Lucena

Nació en un portal,

ni cuna tenía,

solo los bracicos

de mamá María.

San José los mira,

con mucho cariño,

y de vez en cuando,

acurruca al niño.

Jesús de mi vida

qué bonito eres,

por hijo te quieren,

todas las mujeres.

Jesús, yo te pido

que acabe este virus,

y no te detengas

y le des trabajo,

a quien no lo tenga.

La Nochebuena de Eulalia

Autor: Antonio Serrano Fontana

Esta noche es Nochebueeeena y mañana Navidaaaad… Sin obstáculo aparente, la voz aguardentosa del vecino atraviesa con su soniquete lastimero las delgadas paredes del salón, corre de un lado a otro del pisito como un perrinchi sin dueño y se posa al final sobre el amarillento mantel de hule como cenizas de un incendio lejano. Eulalia escucha desde la cocina sin oír, con la mirada perdida en el cielo sucio de lluvia de finales de diciembre que puede entrever por los cristales del lavadero. En la mesa de la cena esperan, como casi todas las noches, un platito de ensalada, una tortilla francesa y unas piezas de fruta, los cubiertos de hojalata, bien limpios y alineados junto a la servilleta de hilo primorosamente doblada, un pico de pan y la conversación a media voz con la locutora del telediario nocturno, en la que la vieja da su opinión entre dientes y la otra, plana dentro y fuera de la pantalla, hace como que se interesa sin dejar de emitir su parloteo.

Ahora, la mujer vuelve arrastrando los remos desde la cocina, con un vaso de agua en una mano y la pastilla de la tensión en la otra. A ciertas edades la vida se nos hace muy cuesta arriba y todo duele; entre otras cosas, el hueso o el tendón que sigue ahí aunque lo toques compulsivamente para aliviar, qué, nada, y lo que está dentro, donde debería estar el alma, eso sí, y no se palpa, clavado como una espina que hubiera hecho callo. Hoy, Eulalia, que lleva mucho tiempo sin meter la nariz en el lustre de la Navidad, ha añadido por pura inercia a su magra colación unos espárragos blancos de una lata de otras fiestas, cuando la asistenta social del Ayuntamiento, debajo de un gorrito de Papá Noel y con demasiada alharaca para lo exiguo y administrativo del regalo, repartía frustración, alimentos y cariño, por ese orden, y apareció con una bolsa con algunas golosinas, que aún siguen dando vueltas por la casa, tres o cuatro envases de conservas y una botella de vino sin alcohol aguachinado. Aquella tarde, demasiado educada para lo que hubiera sido menester, Eulalia invitó a pasar a la funcionaria, insistió en que se sentara en el sillón de eskay, le sirvió una copa de anís seco Machaquito1 de la botella que en su momento tanto les costó a los sanitarios extraer de entre los brazos yertos de su recién difunto marido y le puso delante una bandeja de mantecados caducados, a todo lo cual la chica no se negó, abrumada por esa cortesía de las personas mayores tan rara en nuestros tiempos y por el dolor de pies. Diez minutos después se estaba despidiendo entre endebles excusas, con la garganta abrasada por el licor y una gastroenteritis solidaria en trámite.

Un ser humano como Eulalia, con tanto vivido, no necesita ya el aburrimiento de una noche de Navidad como otras tantas como excusa para deprimirse. Hasta ha sobrepasado de largo el sendero del hastío, tan común en nuestra delirante sociedad. Más cerca de la iluminación que proclama el budismo que muchos monjes después de años de práctica en un monasterio, le basta con dejar descansar la vista en cualquier objeto, aún el más trivial, para absorber su esencia sin esfuerzo. Hoy, Eulalia revolotea etérea, atraída por una de las perlas colgantes de la lámpara del techo, que se ha girado y ya no guarda la simetría con el resto de apliques. Ayer se arrastraba sin pensar en pos de una pelusa entre dos baldosas. Otro día son las migas de la cena las que merecen un viaje astral. Como es natural, en su extrema sencillez Eulalia nunca se lo ha planteado así, pero el mundo, con todas sus impertinencias, ya no es más que un incidente nimio, una salpicadura de espuma, en el mar de su conciencia. Un experto de los que abundan ahora, al examinarla, pontificaría diciendo que Eulalia tiene un principio de demencia, pero qué sabrán ellos de las múltiples facetas de la realidad…

Apurada la parca cena, fregados y colocados en su lugar los escasos utensilios domésticos, se deja caer en el sofá, frente al televisor, en ese hueco entre los cojines que tan bien la conoce y que la abraza como un amante paciente, pleno de ternura y calidez, porque conoce las medidas de su cuerpo. Esta noche en especial la cháchara televisiva de los presentadores y la risa torpe de los participantes en un programa de entretenimiento navideño le recuerda un teatrillo de guiñoles de su infancia. Conoce las tramas de todas las historietas banales y ñoñas que desfilan ante sus ojos y hasta podría reconocer al trasluz los hilos tirantes con los que el titiritero manipula sus muñecos desde el techo del estudio de televisión. Sin embargo, una parte de la atención de Eulalia está atenta al clamoroso silencio del teléfono. Espera algo que no termina de ocurrir. Alguien, al otro lado de la línea, se está haciendo esperar y a ella le está entrando sueño. Al cabo de unos minutos, un tímido dringg rompe el velo de la atención de Eulalia. Sin demasiada prisa, se levanta de su cómoda atalaya y se acerca al aparato. En el auricular, una voz fina y cálida de mujer joven, con acento de otro lugar. La tradición manda y en Nochebuena hay que recibir las felicitaciones con agrado aunque no tengas demasiadas ganas de escucharlas.

-Buenas noches, suegra. Felices Pascuas. Me alegro de escucharte… -El tímido inicio de la conversación no parece muy prometedor.

-Buenas noches, hija. También para ti felices Pascuas. Para mi otra hija, también, aunque no quiera ponerse. Sé que anda por ahí… Dile que espero que esté bien, como tú. Me acuerdo mucho de vosotras… y de mi nieta, que seguro que ya anda… -Eulalia hace una pausa, con un nudo en la garganta, antes de que se le quiebre la voz. Se establece un silencio tenso, punteado por los gorjeos de un bebé que debe estar correteando cerca del teléfono. La otra mujer la deja hablar sin intervenir, puede que también esté emocionada. Eulalia agradece en su fuero interno ese respeto y presiente que a la chica no le va a salir barata la demostración de cortesía de la llamada, conociendo el conflictivo carácter de su hija. Pero es Navidad, y la tradición manda. Al final, es la voz joven la que se decide a salvar la inmensa distancia entre los cuatro.

-Tengo que despedirme, Eulalia, tenemos algunos invitados esta noche. Espero que tengas una feliz entrada de año… Siento que lo estés pasando sola, pero por ahora no podemos salir de Barcelona, por el confinamiento, ya sabes, tu edad, el virus… Me alegro de escucharte bien y, de verdad, espero que esto mejore, suegra…-

– Y yo también, hija, y yo también. Os deseo lo mejor a las tres y a todas las personas que os acompañan esta noche… Qué seáis felices…- Antes de que la comunicación se corte, Eulalia puede escuchar un lloriqueo en segundo plano, con una cadencia y un esquema sonoro que conoce perfectamente y que no es un llanto de niño.

Despacio, muy despacio, como si le dolieran de repente todos los huesos, hasta los que no existen, la vieja vuelve a su hueco en el sofá. Personajes de humo, cartón piedra y falsa carne ríen y gesticulan tras la pantalla y ella se queda dormida al final en la blandura llena de bultos de su sofá, arrebujada en busca de un poco de calor en su gastada rebequita de punto, atrapada, ya sin remedio, por los hilos tensos del teatrillo de guiñoles.

1 El renombrado anís Machaquito tiene una graduación alcohólica de 55º, es decir, más de la mitad del liquido es alcohol puro. El resto es azúcar, esencias y agua, por orden de importancia.

Navidad en familia

Autora: Patro Gutiérrez

En casa de la familia Ballesteros nunca falta la hospitalidad y la originalidad. Aunque es bastante numerosa nunca le falta las mañas para dar cabida y acogimiento a todo el que pasa por allí.

Con los tiempos que corren buscan nuevas ideas y oportunidades para disfrazar la situación y darle el mayor sentido al momento actual. La matriarca, una mujer menuda, pero hábil y lista como el hambre después de llevar un rato pensativa levanta la voz y hace una propuesta: ¿Qué os parece si este año alquilamos el belén?

El cabeza de familia abre los ojos todo lo que puede y frotándose el bigote casi canoso que le hace juego con las sienes y las patillas, dirige su mirada con un gesto de extrañeza…

-¿Qué se alquila? ¿Tienes algún problema?

– No, ninguno.

Puestos todos de acuerdo, con los rostros iluminados se ponen manos a la obra colocando rótulos por todas las dependencias, desde el portal de belén hasta la última estancia perdida casi en el horizonte. Todo está nevado por lo que dificulta el acceso sobre todo a las casitas que hay en las altas montañas, pero el paisaje está precioso, una auténtica estampa navideña…

Entre comidas, juegos e inventos van viviendo estos días de la mejor manera posible. Son muy tradicionales. El día de Reyes se crea el clima perfecto para vivirlo de la manera más divertida. Hasta el final de la tarde van inventando y toca el amigo invisible… Cómo disfrutan con las sorpresas y lo que cada uno ha ido preparando en secreto. Allí surge la conversación como todos los años, casi como si fueran niños, de cual es el rey favorito de cada uno. Hay quien elige a Melchor por el poderío del oro. Otros a Gaspar, piensan que mejor que el oro está la desinfección del establo para que esté perfumado y la sagrada familia se sienta mejor con el olor a incienso. Baltasar trae la mirra extraída con todo el esfuerzo que supone hacer incisiones en la corteza del árbol, desprendiéndose de él un líquido amarillento y brillante, que luego se convierte en unas piedrecitas pequeñas de múltiples colores, rojas, marrones, verdes, amarillas, violetas. Con ellas creo que se curan muchas enfermedades, es un bálsamo auténtico. Tiene de verdad muchas propiedades, así que se puede aprovechar.

Y así transcurre la Navidad en esta familia un año más.

Nacimiento navideño

Autora: Cristina Olmedo

Fue en abril cuando empezó todo. Quizás tenga poca paciencia, pero el hecho de compartir con él las veinticuatro horas del día durante tantos meses, sin salir apenas de nuestro apartamento, hacia que mi cuerpo experimentase algo nuevo, un peculiar cansancio.

En mayo era ya una fatiga distinta a una astenia primaveral o a la que llega después de hacer un gran ejercicio físico, agradecido y revitalizante cuando la combinas con una ducha y un buen descanso. Era una fatiga paranoica instalada en cuerpo y mente que no me dejaba descansar, como una gran pinza que me inmovilizaba.

En junio me iba tarde a dormir, haciendo poco caso de sus numerosas llamadas. Yo prefería soportar mi insomnio antes que escuchar sus historias. Me sorprendió mi nueva capacidad, desconocida hasta entonces: la de entrar en relajación a pesar de sus estruendosos ronquidos.

En julio la relación con mi marido empezó a agravarse .Si antes me gustaba que comiéramos juntos, ahora me molestaba sobremanera el ruido que hacia al sorber la sopa, su ridícula sonrisa de salsa de tomate o de lechuga pegada a sus incisivos cuando me contaba algo que ya no me resultaba interesante. ¿Cómo te vas tan pronto?, preguntaba cuando yo había terminado el postre y él iba por el primer plato. Yo le contestaba con cualquier excusa, eso sí distinta cada día, y salía de la cocina sorprendida de otra nueva capacidad mía: la inventiva.

Para más inri, en agostó se nos coló el más caradura vividor amigo de mi marido, que andaba de casa en casa de los muchos amigos que había cultivado con su gracia y simpatía interesada. Antes, yo había disfrutado de su compañía y valoraba esa vida de pintor bohemio y de actor en Broadway, de la que presumía y le admitía de buena gana aunque no hubiera sido invitado. Pero después de tantas invasiones domiciliarias, me resultaba un patético y greñudo charlatán. Además, ocupaba el sofá-cama del salón durmiendo a pierna suelta hasta bien entrada la mañana y a mi sólo me quedaba el refugio de la cocina cuando huía de los indeseables acercamientos mañaneros de mi marido. Afortunadamente encontré la fórmula para que Juan, que en su estúpida pedantería se hacía llamar John, se fuera de mi casa antes de lo previsto.

En septiembre el trabajo de mi marido se hizo online, el salón se transformó en oficina. Afortunadamente mi trabajo semipresencial, me permitió salir de casa tres días por semana. El oxígeno que respiraba -aún a través de la FPP2-, era liberador y cuando llegaba a mi despacho, ya solo para mí, los números en la pantalla de mi ordenador eran la compañía que me daba más serenidad y energía. Los malestares de cabeza y de estómago con los que salía de casa, desaparecían absolutamente. Experimentando el bien que me hacían estos paseos me aficioné a salir todas las tardes dos horitas antes del ocaso. Y en ellos, sin peso ninguno más que el de mis pensamientos, pergeñé un plan.

Un luminoso día de diciembre no le di más vueltas y tomé al fin la decisión. Ya no me importó que John fuera a venir a alojarse en el apartamento durante todas las navidades, esta vez con una amiguita americana. Cariño – me dijo mi marido- me alegro que te lo tomes tan bien y no discutamos por ello. La sonrisa que me dedicó poco me importó y logré esquivar su abrazo mientras él tropezaba con el árbol navideño lleno de espumillones, juegos de luces y demás parafernalias navideñas., que él mismo había colocado tan maravillosamente y sin mi ayuda- como me recalcaba numerosas veces.

Me guardo los pormenores más escabrosos del comportamiento de mi todavía marido hasta que la justicia nos separe. De momento gozo del beneficio del alejamiento, viviendo de alquiler en este espacioso piso de Gran Vía 21.

A punto de abandonar también el 2020, alejada del espíritu de la Navidad y de todas las pantallas, levanto mi copa dejándome llevar por esas burbujas ascendentes cargadas de promesas. Va por ti, – le dije a la linda viejecita de la foto que destacaba encima del viejo equipo de música, la misma que ocupó este piso durante tantos años y que va a ser la celeste comadrona de mi nacimiento al nuevo año. Conecto la radio y el alegre saxofón de Charlie Parker acompaña mi ardiente deseo de que el 2021 sea una nueva oportunidad para la esperanza.

El pavo

Autora: Mercedes Prieto Jaén

Lo que más me gustaba, cuando era pequeña, era la Nochebuena. La celebrábamos en casa de mis tíos con mis once primos y mi abuelo.

Unas semanas antes, mis tíos compraban un pavo. Lo ponían en la azotea de su casa y allí íbamos jugando con él todos los primos. Le llegábamos a poner nombre; recuerdo uno en especial al que le pusimos Ruperto. En la cena del veinticuatro de diciembre siempre tomábamos de plato principal pavo. Los niños con cara triste preguntábamos por el que había sido nuestro compañero de juegos durante un tiempo, pero nuestras madres siempre nos contaban que se había ido a celebrar las fiestas con su familia y así conseguían que comiéramos. Más tarde, cuando el nivel de alcohol iba subiendo en los cuerpos de los mayores, empezábamos con los villancicos: “Los peces en el río”, “Campana sobre campana”, hasta que llegaba el momento en el que le pedíamos a mi padre que nos deleitara con “su canción”: “La bota”. Ésta narraba la historia de unos ciegos que iban hacia Belén y llevaban una bota de vino, pero se les cayó en un cenaguero y ya no pudieron seguir bebiendo y lo lamentaban muchísimo. Era muy divertido oír desafinar a mi padre.

Al final terminábamos en el “Tele”, que era el bar de debajo de casa de mis tíos y allí formábamos una rueda muy grande, todos cogidos de las manos seguíamos cantando y bailando hasta que nos vencía el sueño y el cansancio a los niños. ¡Qué felices éramos…!

Ahora, que han pasado ya tantos años, me sigo preguntando; ¿qué sería de Ruperto?, ¿Se iría de verdad a pasar las fiestas con su familia?

La sorpresa

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

El suelo de tierra se ha embarrado con las muchas goteras que caen. Ha llovido torrencialmente la noche entera y sigue lloviendo. Joãose despierta y al pisar sobre el suelo reblandecido y fangoso, se pone sus botas llenas de agujeros y se lanza a abrir el ventanuco para ver si sus libros se han mojado con las goteras; afortunadamente están secos y en buen estado, porque ya procura él buscarles un sitio seguro. Su abuela aún no se ha despertado; tras la cortina que separa la cocina de ese rincón donde duerme en un camastro como el de João, se oyen sus suaves ronquidos.

João abre la puerta de la favela y el panorama le entristece; hoy no podrá ir a la escuela; precisamente hoy, último día de clase antes de Navidad, cuando se dan los premios a las mejores redacciones sobre ese tema.

Los cuatro libros – los únicos que tiene – los ha ganado en premios por sus trabajos escolares. En clase nadie le gana en vestimenta astrosa y en calzado deteriorado, pero tampoco en trabajo y aplicación; todos lo respetan por ello. Sabe que nunca saldrá de la miseria si no es preparándose para hacer algún estudio y conseguir trabajo. Tiene una idea fija: ayudar a sus padres y a su abuela; ésta, que malvive gracias a una mísera pensión, ha querido traerlo con ella para aliviar la situación de la hija, que tiene otros tres niños a su cargo.

Manoel, el amigo y compañero de clase de João, viene a veces a repasar matemáticas con él, porque João es el mejor en esa asignatura. Manoel es de clase bastante pudiente, aunque nunca alardea de ello. La primera vez que entró en la favela no pudo disimular un gesto de asombro mezclado de pesadumbre, al ver aquella estancia que servía de cocina, dormitorio y “sala de estar”, todo ello minúsculo y falto de cualquier comodidad. Su asombro aumentó cuando de detrás de la cortina que había en un rincón, apareció la abuela con la falda remendada y una toquilla que de puro usada tenía un color indefinible. João observó la expresión de su amigo y se sintió mortificado. Confiaba plenamente en Manoel y sabía que no iba a comentar en clase la situación de su amigo.

Esta mañana tan lluviosa, João vuelve a abrir la puerta y observa ansioso el cielo, cubierto de tremendos nubarrones oscuros. Las favelas apretadas unas sobre otras como apoyándose en la tremenda pendiente hacia el mar, aparecen neblinosas; son infinitas y caen en picado desde la montaña en una sucesión que no acaba; la niebla y la lluvia borran sus contornos y hacen que el paisaje parezca irreal.

La abuela se levanta por fin y prepara el desayuno: dos tazones de leche con los trozos de pan que quedaron de la cena. Nota la tristeza de su nieto por no poder ir a la escuela. La lluvia va en aumento; es imposible que escampe.

João ayuda a su abuela en la comida, pero su pensamiento está lejos. Sin embargo, no se queja por no entristecerla.

Después de comer, se pone a fregar los platos y de pronto se oye el motor de un coche junto a la puerta; llaman a ésta, pero João tarda un poco en abrir mientras se seca las manos. Cuando abre no ve a nadie, pero en el escalón de entrada observa que hay tres paquetes. Asombrado, los coge, cierra la puerta y los coloca sobre la mesa. Su abuela está llena de curiosidad. João abre el primer paquete: contiene un libro con una nota que dice: Primer Premio de Redacción. Emocionado, lee el título del libro: “Robinson Crusoe”. João da saltos de júbilo y se abraza a su abuela. Abre el segundo paquete: contiene una caja con unas botas nuevas del número que él calza. No puede creerlo; se pone a gritar de alegría, y cuando abre el tercer paquete, es la abuela la que abre unos ojos como platos: contiene una toquilla de lana nuevecita, color granate…

Regalo por Navidad

Autor: Antonio Cobos Ruz

Quise escribir un cuento navideño y me encontré sin villancicos, ni dulces; sin música, ni canciones; tan sólo descubrí algunos trozos de algodón que me recordaban la nieve, la nieve por la que se deslizó nuestro coche antes de conducirnos al fondo del barranco.

Recurrí a lo que siempre me había sacado de un apuro: soñar despierto. E imaginé que iba sentado en un trineo con una manta roja en mis rodillas. ¡Qué frío hacía! La manta era gustosa y tenía unas rayas anchas y negras en los extremos. Era muy parecida a esta que ahora me cubre la parte baja del cuerpo.

Del carro con esquís tiraban unos renos, que si no eran los mismos que los del trineo de Papá Noel… parecían de su misma familia. Quizás eran menos aparatosos y se amoldaban mejor a mi estatura.

Cuando miré hacia atrás, vi un enorme remolque que se encontraba atado a mi carrito y observé como dentro del mismo se agolpaban decenas de regalos.

¡Qué hermoso fue desplazarme por plantas y pasillos y repartir paquetes a niños y a mayores! Cuando acabó el periplo y regresaba a casa, observé que aún quedaba un regalo grande en la carcasa de arrastre. Uno de los dos cérvidos de Papá Noel, no supe cuál, me indicó que aquel obsequio que permanecía presente en el remolque, era para mí. ¡Para mí!

Mi alegría contrastaba extrañamente con la tristeza instalada en la mirada de mis dos renos de bata blanca. Uno de ellos, sin poderlo disimular, lloraba sin lágrimas, por dentro.

Abrí con ansia el paquete y descubrí lo que más deseaba en ese momento: dos piernas ortopédicas para poder andar.

Los recuerdos de Shamira

Autora: Rosa María Moreno

Las niñas congeniaron rápidamente. Shamira parecía estar viviendo en el País de las Maravillas, deslumbrada por algo tan normal como abrir el grifo y tener agua caliente y fría. Dormir en una cama para ella sola, ropa y calzado de su talla para cambiarse.

Los Gómez ahora tenían tres niñas. La visita al dentista fue obligada, las excursiones a los jardines de La Granja y a la sierra de Guadarrama, fue para Shamira una experiencia paradisíaca. Algunos domingos salían de excursión al campo, las niñas disfrutaban de lo lindo saltando y jugando libres en la campiña segoviana como lo hacían las piaras de cochinillos y los rebaños paciendo la hierba fresca. ¡Que distinto paisaje el del campamento donde cuatro cabras famélicas ramonean los escasos yerbajos secos!

El cochinillo, el plato más típico de Segovia, estaba incluido en la ruta turística, pero la religión de Shamira no se lo permite. Además sentía mucha pena de ver a esos pequeñajos en la bandeja trinchados cruelmente con un plato.

Sus comidas favoritas eran los picatostes con chocolate, los helados, la pizza, los espaguetis. ¡Claro, como a todos los niños! En los mejores momentos, cuanto más se divertía con su familia de acogida, más echaba de menos a sus padres y sus hermanos. ¡Ojalá pudieran venir a España y disfrutar de todas las bondades que los Gómez le ofrecían!

Una tarde, Paula y las tres niñas decidieron ponerse guapas y fueron a la peluquería. La pequeña saharaui flipaba en colores, mientras las peluqueras manejaban con destreza brochas, peines, tijeras y secadores, cambiaban el color del cabello, corte, rizos y planchado con resultados increíbles. El olor a laca y fijadores hipnotizaron a Shamira, le dejaron boquiabierta. La coquetería femenina no excluye a las mujeres africanas, muy al contrario, en Tinduf, las niñas juegan a trenzarse y adornarse el cabello. Desde aquel momento, ya tenía claro lo que quería ser de mayor.

Pero el verano pasó rápido y el regreso al campamento se acercaba. Shamira deseaba volver con su familia, pero en Segovia se dejaba otra familia que le habían hecho sentirse como una princesa, título nobiliario de dudoso prestigio, pues recordaba lo que su padre le contó cuando era pequeña, que precisamente fue un príncipe español, el que dejó abandonados a su suerte al pueblo saharaui.

En su equipaje, cargado de regalos para toda la familia, los Gómez guardaron en la maleta un souvenir muy español: la copia de un décimo de lotería de Navidad. Un décimo que aquel año resultó premiado con el segundo premio. Una alegría inmensa compartida, dos familias unidas por la suerte y la solidaridad. La familia de Shamira, no se lo podía creer. ¡Menuda sorpresa!

La pequeña, soñaba con venir a estudiar a España. Aquel dinero le brindaba la oportunidad de alcanzar sus sueños, tener una peluquería propia y a sus hermanos la posibilidad de salir del abandono y la pobreza que sufrían como tantos niños saharauis.

Los Gómez mantienen un vínculo entrañable con su familia africana, incluso viajaron a Tinduf en los convoys solidarios con alimentos y productos básicos que cada año organizan los colectivos de voluntariado desde España.

Shamira que ya es casi una mujer, recuerda con cariño su “Verano en Paz” en España, donde aprendió el valor de la solidaridad, a sentirse orgullosa de su identidad, a tener sueños y a luchar para hacerlos realidad.

Por supuesto, que el décimo de lotería de los Gómez llega puntual cada año al campamento saharaui. Incluso este maldito 2020, que como consecuencia de la crisis de hostelería provocada por la pandemia, aquellos cochinillos que Shamira recordaba jugando en la campiña segoviana, este año se han librado de acabar en la una bandeja de horno con una manzana en la boca.

Para algunos de estos pequeñajos orejudos, este año si será una: Feliz Navidad.

El bosque de Horus

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Los paseantes son de otra raza. Los hay altos y bajos. Jóvenes y viejos. Mujeres y hombres. Los hay que son abuelos y  otros son amigos.

A veces caminan lento, a veces van con prisa. Unos pedalean, muchos corren. Están los que observan y miran el cielo, pero también los ausentes que se diluyen en el móvil. Algunos van acompañados, a otros los acompaña su sombra.

Reconoce a los que gozan, atrevidos y a los temerosos, que padecen. Los invisibles sueñan, los poderosos cuentan. Unos llevan zapatillas rojas, otros calzan botas negras.

Bajo la atenta mirada de Horus, cada árbol, cada rama, cada hoja respira las almas. Unos árboles enferman y algunos paseantes sanan.