Al otro lado del cristal

Carmen Díaz Pérez

Gerardo, satisfecho, pensó que había llegado la hora. Despedía cada jornada desde la última planta del edificio, en el pequeño espacio que dejaba libre el helipuerto.

Tras cuarenta años de profesión ejercía de una forma tan escrupulosa que rozaba en la manía, aunque eso lo destacó llevándolo a desfilar por todos los departamentos repartidos entre las diez plantas del hospital.

Era callado, pero en la comunicación tan directo como educado, aunque eso no le impedía el tuteo, una pequeña rebeldía concedida. Lo extendía desde el director hasta el pinche; eso sí, de una forma tan aséptica que asentaba su aura.

Fruto de esa experiencia, había ido atesorando algunas máximas.

Le llevó poco aprender que no debería enfermar en abril, porque es en ese mes cuando pasan a ser médicos residentes los que hasta el mes de marzo fueron estudiantes. Impresionante la elocuencia que en urgencias llega a adquirir un simple pestañeo. Le quedó también claro por qué en geriatría están contraindicadas las habitaciones individuales. Incluso que se podía dar una amistad duradera entre perfectos desconocidos, tras compartir un breve destino.

Cada madrugada, tras terminar, Gerardo solía hacer una última parada en la UCI pediátrica. Le gustaba observar el leve aleteo de aquellos diminutos dragones al ritmo del bip-bip ambiental. Tras su paso quedaba sembrado, el alfeizar de la ventana, de amistosos guantes que, infladas sus sonrisas, esperaban confortar algunos ojillos insomnes.

Además de por estos, sentía debilidad también por los únicos enfermos ubicados en la planta baja de aquellas instalaciones hospitalarias. Allí mantenían con vida a aquellos que habían renunciado a ella, quizás con la esperanza de que el contacto con la tierra los aferrara de alguna forma. Una cocina alimentaba sus cuerpos y la convivencia, en aquella pequeña isla, intentaba lo propio con su espíritu.

Pero lo que le dejaba totalmente desconcertado era la actividad generada en los albores de los quirófanos. A un lado, corría una sala en la que el tiempo quedaba en suspenso. Las manos se frotaban hasta el desgaste, enjugaban, prometían. Allí el miedo extendía su sombra y el temple mantenía el equilibrio a duras penas. Las familias pasaban de esto al alborozo cuando las noticias eran positivas, incluso a la conformidad cuando eran llevaderas. Sin embargo, tras el silencio inquietante de la espera, seguía quebrándole el canto ronco y húmedo de la pérdida.

Al otro lado del cristal los cirujanos transitaban con sus impolutos brazos en alto. Salvo en alguna ocasión que, mimetizado, observó su derrumbe, siempre los pensó seguros, suficientes incluso soberbios. Pasado un tiempo interpretó que con aquel gesto lanzaban secretamente un ardid a la parca, arañando una tregua.

En aquel lugar la vida y la muerte parecían llegar a alianzas extrañas.

Con las primeras claras, Gerardo dio por concluida la jornada. Ya en la puerta abrió el paraguas y girándose recorrió con la mirada aquella gran torre acristalada siempre incandescente, incluso en aquella noche en la que la lluvia hacía por apagarla, empapando los cristales que él diariamente limpiaba.

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Aforismos:

«Tu demanda no define mi entrega sino tu carencia.»

«La autoestima es una construcción con vistas al interior.»

«En la ciencia, las verdades absolutas tienen una vida finita.»

«Encuentro arte en aquella obra que intentando emular una realidad, la dimensiona.»

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