Los colores de la serpiente

Autor: Antonio Fontana

Una tarde remota de verano, de esas tardes infinitas en Granada que brincan, doradas, por los tejados y se coronan por las plazuelas con aligustre verde y risas infantiles y en las que la materia, ebria de tanta luz, exhala un puro vapor angelical que lo va cubriendo todo hasta dejar espejeante, como recién creado, incluso a lo más impuro y oblicuo, recuerdo que los niños nos bañábamos en los charcos luminosos que iba dejando en las aceras el sol poniente que chorreaba por las fachadas hasta el suelo, hasta volvernos cristalinos, hasta que las madres, asomando medio cuerpo por los balcones, nos llamaban con un trino amoroso que cruzaba la ciudad clavado en las alas puntiagudas de los vencejos para que regresáramos al nido transparentes y limpios hasta la exasperación. Así fue como, después de mucho parlotear con mis mejores amigos en la plaza de la Trinidad, decidí subir despacio hasta mi casa. En aquella deliciosa época, en la que el Tiempo era un juguete más en nuestras manos, antes de que todo se torciera con la enfermedad de mi padre, todavía vivíamos en una casita por bajo de la plaza de Bibarrambla (nombre que solo le he escuchado decir a mi abuela), esquina Plaza de la Pescadería y Romanilla. Hacía mucho calor y el aire ardiente combinado con el sudor era una mortaja pegajosa que se adhería a los muslos y a la cintura con tenacidad. Dejaba atrás el relativo frescor de los jardines y la fuente del antiguo convento trinitario porque tenía un secreto escondido en mi patio y estaba ansioso por volver a sostenerlo de nuevo en mis manos. Acezando como un galgo tras una carrera, eché a andar desde la plaza sin mucha prisa, para no sudar más. Al embocar calle Mesones pude ver por el rabillo del ojo, entre la muchedumbre ociosa de aquella hora perdida, a una niña del grupo que caminaba en mi misma dirección, unos pasos atrás. La esperé parado frente a uno de los escaparates de la calle, que empezaban a encender sus brillantes luces poco a poco. La muchacha tenía el pelo moreno, rizado, los ojos marrón clarito, como el color de la cáscara de las almendras, y la piel fina y limpia, con un finísimo vello rubio que le daba suavidad y encanto al ovalo de la cara. Sabía vagamente que mi amiga vivía unas manzanas más arriba, así que, en cuanto estuvo a mi altura empezamos a caminar juntos en la misma dirección. Algo intimidado por su atractiva presencia, sin pensarlo demasiado, le confesé casi a bocajarro en una pausa de la conversación lagunar que manteníamos, que tenía un secreto escondido en el patio de mi casa y que si quería, se lo podía enseñar. Puso los ojos como platos, haciendo ver que estaba muy interesada, y me dijo que sí con la barbilla, sin decir nada más.

El portal, sumido en la penumbra, invitaba al descanso en su abrazo fresco y agradable. Subimos los dos los pocos escalones de mármol desgastado que daban acceso al patio y atravesamos el vestíbulo. Mi madre acababa de fregar el enlosado, como todos los viernes, y aún olía mucho a lejía, a ese olor a higiene y a decencia que, según los cánones, debía prevalecer por encima de cualquier otra cosa y que siempre he identificado, tanto con la pobreza digna por la que transitamos, felices, la mayor parte de los niños de aquella época oscura, como con un uso muy español de la hipocresía y las apariencias.

En un rincón de la galería, bajo una pila de lavar, una lata de puros oxidada mantenía a salvo mi maravilloso secreto. Con mucho cuidado, la extraje del hueco, conservándola siempre en la misma posición. Con un clavo y paciencia había perforado unos agujeros en la tapa y en los lados, para permitir la circulación de aire. Algo pequeño y nervioso se agitaba dentro con movimientos reptantes. Con suavidad, sin levantar la voz, con la solemnidad propia de un momento como aquel, le dije a mi amiga que mirara por los agujeros practicados en un lateral de la caja mientras yo la sostenía a contraluz. Al principio no debía de ver nada, porque me pedía que girara la lata con cuidado en un sentido u otro, según los últimos rayos de sol que caían sobre nosotros, buscando algo que estaba allí pero no terminaba de aparecer en su campo visual. De repente, su mentón cayó y su boca rosada se distendió en un gesto de incredulidad, que fue mutando poco a poco hacia el asco y el rechazo. Me tendió la caja con los brazos rígidos, alejándola lo más posible de su cuerpo y apartando la vista. Un temblor extraño le erizaba el vello rubio de los brazos. Atónito, tomé de nuevo la lata y a su ocupante y con el mismo cuidado volví a dejarla bajo el lavadero. La niña había retrocedido unos pasos y se había sentado, con la cabeza entre las manos, al parecer presa del llanto, en uno de los escalones que conducían al piso superior del inmueble. En la que podía ser mi primera experiencia lidiando con las emociones de las mujeres, esos seres tan similares y al mismo tiempo tan desconocidos para mi, me vi sin saber qué hacer, superado y confundido por aquel torrente de lágrimas. No entendía nada. Lo que se movía dentro de aquella cajita de hojalata oxidada representaba la belleza genuina, el éxtasis de la vida en todo su despliegue de color y movimiento. Para mí no había nada impuro escondido detrás de esos agujeros, pero no conocía, como después he podido comprobar al asomarme mucho más íntimamente al interior del alma femenina, cómo algo de verdad hay en el mito bíblico de la expulsión del Paraiso. Sin embargo, los hombres, desgraciados, nunca llegaremos a conocer en toda su amplitud la lucha devastadora que una mitad del mundo libra desde hace milenios, desde el momento en que Eva tomó en su mano la fruta prohibida, por hacernos comprender que la serpiente primordial, al ofrecernos la posibilidad de comer del árbol del bien y del mal sólo quería entregarnos la llave de la opulencia y liberarnos del yugo de un dios paternalista y furibundo. Por eso, mujer y serpiente se entienden inmediatamente cuando se encuentran, momento en el que surge el llanto y el lamento por la oportunidad perdida. Al día siguiente liberé la bicha en el monte, aunque desde aquel día no he vuelto a ver a mi dulce amiga.

Una amistad malograda

Autora: Elena Casanova Dengra

Nos conocimos tarde, sin embargo, nuestra amistad ha sido una de las más fieles y sólidas que cualquiera pudiera desear pero, por un gravísimo error del destino, esa unión tan perfecta y acompasada ha quedado desbaratada en un solo instante.

En uno de esos días en que mi tripa flaqueaba y el baño se convertía en mi mejor aliado, mi amigo cayó como un proyectil al inodoro siendo arrastrado entre el detritus y deshechos varios por los entresijos de tuberías hasta desaparecer en las lóbregas y malolientes profundidades donde ningún humano desea llegar. Lo echo de menos, parte de mi vida se fue con él.

Aún creo escuchar, de vez en cuando, el tono de la melodía que yo mismo le instalé.