Autora: Cristina Olmedo
Rocío siempre estaba alegre. Tenía tan solo un año más que yo y la adolescencia estaba a punto de visitarnos. Ese día estábamos los dos en lo alto del monte jugando a ver quien veía pasar más coches por la carretera que veíamos abajo. Ella contaba los Renault, yo los citröen.
A la memoria me viene parte de la conversación de aquel día:
– Carlos, ¿Sabes que este es el mayor tesoro de nuestro pueblo? –me decía mirando al infinito-. Pero no perdía la cuenta y en cuando pasaba un renault metía una piedrecita en su bolsillo y me miraba de reojo.
– ¿ Por qué lo dices?
-¡Cómo que por qué! Este olor a pino, estas orquídeas pequeñitas que simulan una abeja, los pájaros que adornan el silencio con sus trinos…
Yo le miraba a ella y permanecía callado. Su lenguaje no era igual que el de los compañeros de curso y en su boca no sonaba ni pizca de cursi
– …¿No ves la hermosa postal? Fíjate abajo, en los reflejos del río cuando el sol acaricia sus corrientes como ahora, los campos de trigo en los que aparecen tantas amapolas…
En la década de los 60, no pasaban demasiados coches y allí permanecíamos hasta que el primero que contará 20 vehículos se proclamaba ganador. Ella casi siempre me ganaba, creo que me hacía trampas despistándome con sus historias, aunque a mí no me importaba demasiado.
La amistad se perdió cuando mamá consiguió convencer a papá de que mi hermano y yo ya no requeríamos de sus cuidados y que iba a echar currículos. Papá pensó que eso iría para largo y dio su consentimiento. Lo que no sabía mi padre es que mi madre iba por delante y ya tenía su plaza en una clínica privada de la capital y mi padre, que es un poco cerrado de mollera, pero honrado a la hora de cumplir sus palabras, no tuvo más remedio que aceptar y ese verano nos mudarnos a la capital.
Entre la mudanza y que Rocío estaba de vacaciones con sus padres, no pude despedirme de ella y el tiempo sacó la goma del olvido y su recuerdo se fue difuminando en mi mente.
Terminé mis estudios en esos años en que eran pocos los chicos que elegían enfermería. Me vi rodeado de multitud de compañeras que me apreciaban, supongo que por mí mismo, aunque las excursiones a la que les invitaba en mi R5 naranja también influían en la popularidad que me gané. Entre esto y que nada más terminar mis prácticas me ofrecieron un trabajo en el área de Salud mental del Hospital Universitario, podría hacer un dúo con Mercedes Sosa cantando Gracias a la vida.
El día que ingresó una paciente nueva, nos dirigimos Nieves, mi compañera de turno y yo a la habitación 212. Allí vimos a una mujer de mediana edad con una mano de la paciente entre las suyas. Nieves le invitó a salir amablemente. Será solo un momento – le dijo.
– Carlos, alcánzame el suero.
-Perdona –le dije volviendo a la realidad y procurando que no se notara mi turbación.
Cuando vi su cara angustiada y sus ojos enrojecidos, reconocí a la madre de Rocío. Inmediatamente me fijé en la pulsera de plástico que la paciente llevaba en su mano izquierda con su nombre grabado. Sentí un calor repentino que subía desde el estómago hasta mi cara y una desagradable punzada en el corazón. Los ojos castaños y expresivos que yo recordaba estaban apagados.
En los días sucesivos yo le visitaba en cuanto la atención a los pacientes me lo permitían y, esa media hora en la que libramos para desayunar, Nieves, me decía con retintín: “¿Hoy también desayunas Rocío?” Al principio ella permanecía muda y en los momentos que dormía solía gritar un espantoso noooo mientras se revolvía en la cama
Cuando Rocío regresó de sus prácticas de periodismo como ayudante de corresponsal de guerra, la madre no tuvo más remedio que pedir ayuda psiquiátrica para su hija. Sus comportamientos eran tan extraños y su estado tan fuera de sí que tuvieron que hospitalizarla. Le diagnosticaron un TOC severo.
Dicen que los milagros no existen pero el que se produjo con Rocío me hace creer que sí. Pero además me hizo ver esa parte tan olvidada en las profesiones sanitarias. De acuerdo que las medicinas estaban haciendo su efecto, pero mis palabras que al principio acompañaron su mutismo durante mis primeras visitas, fueron surtiendo efecto. Empezó a contestarme con monosílabos, y a aminorar la increíble potencia de sus espantosos “noes”.
Yo aprovechaba cada una de mis visitas para hablarle, para leerle…. Y hasta le contaba historias de mi viaje a países latinoamericanos. Y lo que hizo que empezase a hablarme con más de una frase, después de tres meses y a probar una dieta líquida y progresivamente otros alimentos más sólidos, fueron estos relatos sobre mi viaje y el mono perezoso de peluche que me traje de Panamá y que le regalé. Los médicos, después de los tres meses, al ver su evolución empezaron a considerar darle el alta. Y yo empecé a alegrarme de que su mirada iba ofreciendo la dulce y enigmática expresión que yo recordaba en esos tiempos en que subíamos juntos al monte.
Ahora la visito frecuentemente en el pueblo. Rocío me cuenta que algunas noches sueña con explosiones y ruidos ensordecedores de misiles, con infernales sirenas que hacen huir a la gente despavorida, con que a ella le matan sin que su familia se entere…y se despierta llorando. Pero esas son las secuelas que aparecen cuando alguien ha vivido directamente una guerra.
Creo que la medicina convencional debe acompañarse con una narrativa específica para cada caso psiquiátrico. No me cabe duda que las palabras que le dediqué y el simbólico hecho de volver a la infancia a través del simpático perezoso de peluche hicieron tanto o más efecto que la cantidad de psicofármacos que tomó.
De momento he recuperado a una amiga y de vez en cuando hacemos una excursión al monte para contemplar desde allí nuestro pueblo, aunque he de deciros que no nos importa si pasan o no coches, sean de la marca que sean.