De diluvios y de sastres

Autor: Antonio Fontana Serrano

I.- DE DILUVIOS

Día de galerna en la Costa da Morte. Día en el que los avisados creen escuchar entre el estruendo de las olas el tañido ominoso, aviso de tragedia, que asciende desde las ciudades sumergidas: en Cedeira, más al norte, ya casi en el Cantábrico; entre Langosteira y Fisterre o en la Laguna de Antela. Villas de nombres carcomidos por la herrumbre de los siglos, que, al igual que otros lugares labraron su fama por la calidad de sus paños o el sabor de sus melones, se distinguieron por el cultivo laborioso y constante de variados vicios, hasta lograr con holgura su derecho a ser anegadas en una noche por las olas monstruosas del Diluvio Universal. A sus habitantes les guiaba el loable interés de servir de ejemplo a las generaciones futuras, pero su existencia culpable, obviada por la estricta pluma de los Padres de la Biblia, acabó siendo relegada al olvido como una incómoda antigualla. Desde entonces, tan irreprochables pecadores se pudren en los sótanos de la historia, a trasmano de casi todas las leyendas.

Guardadas por un océano demente que aferra con fiereza sus cadáveres exánimes, las ciudades diluviales yacen frías e intocadas, pavorosamente vírgenes bajo ese trasluz verdoso y abismal semejante al sueño en el que sobrenada el recién nacido, todavía más pez que persona. Sobre ellas, las veletas, sin brisa ni aura que las haga enloquecer, giran a capricho de las mareas, complacidas en el olvido de los puntos cardinales: allí abajo no se conocen las estrellas y el sol es sólo una presencia cobarde, que fluctúa con las olas y no consigue traspasar con su calor la mudable bóveda que cubre tanta extensión yerma. Murallas insensatas, horadadas por puertas ciegas ante las que ya no muere ninguna calzada, defienden lonjas y templos, sobre cuyos altares se funden en una misma arena indiferente el mármol de los dioses tronantes y los crédulos huesos de los peregrinos. Desde la altura de su mohosa soberbia, decrépitas barbacanas vigilan el asedio implacable del lodo que con paciencia, ignorando tanta inútil arrogancia, va cubriendo valles, palacios, héroes y estelas laudatorias con un blando sudario…

En los días olvidados en que las ciudades coronaban el mundo con su perversa gloria, las espesas frondas de sus jardines colgantes bullían con los ardores de los amantes y las imprecaciones de los maridos burlados, y ni siquiera la luna, por pudor, se atrevía a levantar los velos de verdor con su ojo inquisitivo. Ahora, en aquellas terrazas reina un crepúsculo perpetuo. Algunos ahogados por amor se recuestan, melancólicos, sobre un lecho de rosas de afilado coral o prueban el sabor mineral de las naranjas de los huertos submarinos. Por eso, cuando ascienden a la superficie, su piel violácea emana ese milagroso aroma a azahar de salitre que impregnaba también el cuerpo de ese santo mártir que el mar depositó un día, intacto dentro de su sarcófago de piedra, sobre la arena de la playa de San Andrés de Teixido. Y es maravilla que en su mano izquierda sostenía un dorado fruto desconocido, redondo y luminoso como el universo; en su mano derecha, como un cetro vegetal, crecía un arbusto de recias hojas verdes con flores de aroma tan fresco y agradable, que a todos dejaba el cuerpo descansado de fatigas y el alma suspensa en una lejanía velada de palmeras y campanas.

Otros habitantes merodean ahora por las ciudades: Absortos en sus enigmáticos intereses, pulpos, meros y caballas pasan ligeros, evitando las plazas festoneadas con guirnaldas de algas, bajo las cuales se pudre morosamente una multitud de herrumbrosos críticos literarios, pecios lastrados por el peso de sus vacuas opiniones estéticas. Expulsados por su insoportable pedantería de todos los infiernos posibles, ahora tienen la eternidad entera para devorarse entre ellos; tan espectrales como las ciudades que les dan cobijo, se adivinan sus agrios debates por la continua nube de cieno que enturbia y envenena el agua, allí donde también reposan su digestión los tiburones.

En las desoladas tabernas de las ciudades anegadasse emborrachan los marineros de los barcos fantasma. Condenados a navegar por la misma ruta eternamente, expían así la arrogancia que les hizo vender sus almas al Diablo en un ardoroso juramento, arrostrando la cólera divina, a cambio de continuar su perverso rumbo a través de los elementos desatados, opuestos a su singladura. Son espíritus pendencieros y tristes, que, aunque los desprecien, añoran con lágrimas furtivas los tranquilos placeres de tierra firme, que ya no pueden disfrutar so pena de convertirse en polvo nada más desembarcar.

En el año hay algunos días singulares en los que el mar permite, humilde, que desde las profundidades donde reposan su sueño arropado de medusas las ciudades malditas vuelvan a asomar a la superficie por breve tiempo. Así ocurre en el fulgurante atardecer que precede a la Noche de San Juan, bajo la lluvia helada que cae en el declinar del Día de Difuntos o entre el amargo aroma a incienso de las últimas horas del lunes de Pasión. En el momento en que la roja manzana del poniente incendie las aguas inmemoriales, precedida la aparición por un campaneo lúgubre, se podrán ver surgir, entre las nieblas que hacen tan temibles los agudos bajíos del Cabo de Fisterre, los picudos tejados de las casas sumergidas por la titánica inundación. Leves como la espuma de las olas que el viento dispersa, las sombras de los primitivos habitantes de las ciudades execradas retornan a mirar con tristeza desde las ventanas más altas de lo que fueron sus casas hacia el ocaso, hacia la tierra invisible cubierta de brumosos bosques donde crecen imponentes cedros y por la que discurren inagotables ríos de oro, diamantes, leche y miel. De ella, ¿Thule, quizás?, partieron un día remoto, para establecerse en esta áspera costa, tan similar y tan distinta, al mismo tiempo, a su lejana patria boreal. Hasta que el sol se oculte y el mar y la luna reclamen de nuevo su posesión, las tenues siluetas tenderán sus brazos hacia el occidente, lamentándose con un ulular terrible, al que harán coro en tierra los gañidos de los perros, los rezos y las consejas de las viejas asustadizas y el chirriante graznido de los cuervos y las gaviotas que sobrevuelan los acantilados. Hasta la siguiente aparición sólo sabremos de los réprobos por el lejano tañer de sus campanas, cuando avisen desde torres cariadas la proximidad de una galerna.

Debieron ser estos condenados gente muy refinada y culta, elegantes pecadores de maneras corteses que aceptaron el castigo con dignidad y no abandonaron sus ocupaciones o la práctica de sus vicios para renegar con hipocresía de su suerte y pedir una clemencia que no necesitaban, cuando su fin era cierto y la furia desatada de los elementos hacia retemblar con sus embates los cimientos de sus moradas. Sin embargo, ¿desaparecieron todos, tragados por las aguas primordiales, o alguno, por un misterioso azar, pudo salvarse? ¿No perdurará su estirpe en la elegancia desvaída y algo desdeñosa con que se mueven algunas gentes de la comarca? En los ojos de vertiginoso azul y en la aparente frialdad de la piel translúcida de esa joven que parece flotar entre dos aguas, ajena a todo, cuando pasa ondulante con su humilde canasto de pescado sobre la noble testa, se encuentra la verdad. Está también en la liviandad y la insolencia atemporales que muestran los muchachos al nadar en el puerto; cómplices, amantes son el agua y ellos, y se ve como se quieren, en el amoroso combate velado de blanquísimas espumas que sostienen al amanecer los broncíneos torsos juveniles y las nudosas olas, o en los mil dedos de sal con que la marea les prodiga ocultamente sus lúbricas caricias bajo la luz de la luna.

II.- DE SASTRES.

En este punto viene muy a cuento mencionar a Castro de Camelhe, el sastre de Corcubión, que murió hace dos años sin descendencia y dejó a sus sobrinos de Compostela, gente de tierra adentro, una manda singular que aún andan discutiendo como repartirse, sin haber conseguido acuerdo alguno.

Quejoso de un impenitente dolor de coyunturas, veíasele siempre aterido al friolero sastre, de tal manera que solía llevar en toda época dos chalecos y pantalón de paño, además de gorra de visera y calcetines de lana tejidos por las monjas de Santa María la Real de Sar, que son los más abrigados. Tenía la piel fría y azulada, de pez, y andaba permanentemente resfriado, a causa, decía él, de un intenso helor en los mismos entresijos al que no encontraba remedio, y era cierto que nunca se le vio sudar, ni siquiera en los días más ardientes del verano. Mostraba los ojos redondos y vacuos, de un verde indefinido con estrías blancas, y había quien afirmaba que al mirarle fijamente, había visto relámpagos plateados pasar, ondulando, por el fondo de sus pupilas. En los últimos tiempos se había aficionado a sentarse en la taberna de Fito solo en un rincón, con su vaso de ribeiro blanco olvidado sobre la mesa, de cara a la ventana, absorto en el susurro hipnótico de la continua llovizna. Era la suya una clase muy especial de morriña. Él, que nunca había sido demasiado aficionado a navegar, decía escuchar una voz en la lluvia que le incitaba a bogar mar adentro, hacia un lugar pasadas los rompientes, frente a Langosteira. Incluso en el campo, lejos por prevención de la línea de costa, creía oír superpuesto al latir de su acongojado corazón el imponente golpetear de las olas contra los acantilados. Aseguraba que había momentos en que le parecía que nunca había conocido el calor del sol sobre la piel y que su vida había sido siempre así de sombría; se sentía ajeno a la solidez de la tierra, criatura acuática que intuía un Dios gris como vientre de ballena, soberano de un cielo fluctuante como un continuo batallar de olas y para la que el infierno residía en la gélida oscuridad de las simas abisales.

Después de mucho buscar cura para su extraño mal, llevarónlo a un curandero de Cee llamado Xinzo Álvarez. Este, mirando al compungido friolero de arriba abajo, dióse media vuelta, escupió despectiva y sonoramente en una bacinilla y dijo por toda respuesta:

– Castro, a ti no te pasa nada. Lo único que tienes es que tú no eres gente y los que no sois gente pasáis siempre frío, porque tenéis una concha de hielo en el centro del cuerpo. Date un paseo por la playa del Rostro bebiendo las veintisiete brisas, sin que te sobre ni te falte ninguna y cuando hayas acabado nunca más volverás a tener frío. Y no hace falta que tornes a verme, porque quedarás bien curado.-

Y sin más réplica, lo despidió.

Así pues, al poco caminaba el melancólico de Corcubión por la bella y arisca playa del Rostro, tomando las veintisiete brisas que le habían recomendado según le iban viniendo. Iba respirando hondo, bebiéndolas una a una, sin perder la cuenta, anotando el sabor y la espesura de todas ellas, cuando al doblar la novena oyó que algo como un cristal grueso crujía y se le aflojaba en la maquinaria del cuerpo. Vio a continuación como el viento le arrancaba, arrastrándolos hacia el mar, una aglomeración de recuerdos deshilachados que no reconoció como suyos. Un instante después, las olas, con su continuo batir, habían devorado golosamente aquel amasijo multicolor y fluctuante. Sólo quedó sobre la arena una mancha irisada y en el aire un olor a verdín. Notó asimismo que ya no tenía las manos ni los pies tan helados cómo era habitual en él y un calorcillo gustoso le empezaba a abejear por el cuerpo.

Al llegar a la decimoctava brisa, un airecillo zumbón y sabroso, que le olía a las manos maternales arreglándole la bufanda infantil y le dejaba en la boca un regusto dulce a chocolate y a bollos calientes, el crujido de sus entrañas fue aún más fuerte. Por fin, algo duro y pesado se le hizo añicos dentro con un lamento agudo de vidrio roto. Al respirar le tintineaba el pecho con una melodía cristalina y alegre, una música que se acompasaba con el retumbar de las olas y el silbido del viento entre los peñascos que cubren la playa. El cuerpo había dejado de dolerle y hasta la ropa le sobraba.

La brisa veintisiete, fina y transparente como un cendal, arrastraba, quien sabe desde donde, el picante olor a resina de inmensos bosques de coníferas. Nada le chasqueó ahora al sastre ni adentro ni fuera y ni siquiera al anhelar le sonaban ya los ijares a jarra trizada. Castro sólo quería descansar: se tumbó arropado por la blandura delicada de la arena y se quedó al instante dormido. Luego contaba, sonriendo como un niño satisfecho, que se había soñado a sí mismo volando, liviano y encendido de calor, semejante a un rayo de sol, sobre un océano embravecido y oscuro que no conseguía retenerle para devolverlo de nuevo a las simas donde no llega nunca la luz.

Y es que hasta ese momento él no era gente. Castro de Camelhe pertenecía a la raza de los pocos que sobrevivieron al Diluvio, aquellos a los que el mar todavía considera su pertenencia y a los que reclama sin cesar su vuelta con la lluvia como mensajera. Son aquellos que oyen en sueños una voz burbujeante que les llama, se vuelven a mirar y sólo ven alzarse una fría y verdosa inmensidad, recuerdo de aquel terrible día en que las aguas se cerraron, triunfantes, sobre la tierra.

Decía antes que al morir dejó el sastre una herencia difícil de repartir: donó a quien lo quisiera y supiera aprovechar, un predio a tres millas mar adentro, entre Langosteira y Fisterre, que disponía de veinte fanegas castellanas de mar para labrar y para solaz una finca con cien naranjos de sal.

Por tierras gallegas

Autora: Rosa María Moreno

Pasaron más de cuatro décadas hasta que pude viajar a Galicia por primera vez. Viaje familiar con grandes expectativas de ocio. Dos semanas por delante y muchas propuestas para disfrutar. Clima, naturaleza, cultura, historia, folclore y, cómo no, gastronomía. Pero en realidad, ya había viajado varias veces al hombro izquierdo de España guiada por sus grandes novelistas y poetisas, cronistas y músicos. Hombres y mujeres de talento, cuyas obras han dejado un gran legado literario para la historia de las letras gallegas y para la cultura de las Españas.

Galicia tierra de “Pazos de Ulloa”. Tierra de cruceiros, de conjuros, de vinos y gaitas. De “Gozos y Sombras” de “Cantares Gallegos”, de “Luces de Bohemia” de “Mazurca para dos Muertos”. De heroínas como María Pita. Ellos y ellas nos han contado la vida y milagros de sus gentes, de sus meigas (que haberlas hay las), de sus hombres de la mar, de su histórica emigración, de su carácter melancólico y dubitativo. En suma, de glorias y miserias como esta España nuestra.

Aquel primer viaje por tierras gallegas fue maravilloso. Me impresionó la belleza natural de su paisaje tapizado por bosques de Eucalipto que susurran sonidos ancestrales. Maravillosas playas ribeteando sus costas. Montañas y valles moteados de hórreos y pequeños “pueblos que eligen al alcalde y es el alcalde el que elige al pueblo del alcalde…” (Ya no me acuerdo como sigue el brillante discurso).

¡Cuánto disfrute contemplando sus anchas y luminosas rías! El fiero Atlántico cincelando los acantilados de sus costas. Sus casas de indianos y sus edificios de renegridas piedras.

Pero especialmente, me llamó la atención ¡Cómo trabajan las mujeres gallegas! Se ocupan de la casa, del marisqueo, labran la tierra, cuidan del ganado, comercian, confeccionan, diseñan. No hay tarea por dura que parezca que les impida tirar del carro cada día.

Sus hombres pasan meses faenando en la mar, así que, son ellas el alma de los pueblos, yo diría que buena parte de la economía gallega depende de las mujeres.

Por pura coincidencia, allí celebré mi 25 aniversario de boda, en una recoleta ermita de la Toja, donde un párroco sencillo y campechano, hizo gala de vocación al servicio de sus fieles paisanos y visitantes y se ofreció gentilmente a oficiar la renovación del santo sacramento del matrimonio en la intimidad familiar.

Mi hija y mi hijo, díscolos y traviesos adolescentes, improvisaron una entrañable lectura, (que aún guardamos como un tesoro) y entre risas y emociones, pusieron un toque fresco y simpático al evento.

D. Camilo, que así creo que se llamaba el clérigo, oficio la santa misa culminando la ceremonia con las obligadas bendiciones. Tras el “demos gracias a Dios”, escuchamos un caluroso aplauso de los turistas que visitaban la ermita, durante la celebración ¡Qué vergüenza, Creíamos que la ceremonia sería en la intimidad!! Caminamos por el pasillo central de pequeña ermita cual desfile nupcial, yo con una gran dalia a modo de ramo de novia que mis dos piratas habían robado de un jardín cercano. Mi santísimo esposo ¡Se emocionó tanto! Mucho más que el día de la primera boda. Fue una situación simpática y un tanto sub realista. Han pasado 24 años desde aquel 8 de septiembre de 1998 y aquí seguimos, fieles al compromiso, unidos por ¿El amor? ¿El respeto, quizás por las fuertes convicciones que rigen nuestras vidas? ¡Qué sé yo!

Y como toda boda que se precie culminó haciendo un homenaje a la gastronomía gallega, que en mi opinión, debería ser declarada Patrimonio de la Humanidad, como Santiago de Compostela o La muralla de Lugo.

Lamento mucho que Galicia, haya sido cuna del cruel y sádico monigote que gobernó España durante 40 años. Algunos han intentado seguir su estela, pero afortunadamente, nuestra Democracia, aunque imperfecta, es el baluarte más seguro contra los nostálgicos imitadores de la Oligarquía.

Pasados muchos años, volví a Galicia, y me sigue pareciendo una tierra maravillosa a pesar de su clima húmedo y grises brumas, de sus reales clubes náuticos, amarre de embarcaciones reales. Sede (recepción de . Pero sobre todo me quedo con los méritos de sus gentes emprendedoras y creativas. De su acento musical cuando responden preguntando. De sus mujeres valientes y luchadoras como las madres valientes y combativas que salieron a la calle plantándole cara a los narcotraficantes, asesinos de sus hijos (años difíciles por la droga y el contrabando en aquella tierra).

¡Ah! Si piensan viajar a Galicia en breve, concretamente a las Rías Baixas, no olviden visitar sus Reales Clubes Náuticos, y disfrutar de las famosas Regatas, donde podrán contemplar amarrado al Bribón Real, embarcación de recreo propiedad de nuestro cosmopolita Emérito. Y es que Galicia es el mejor rincón de España para pernoctar en compañía de incondicionales y comprensivos ciudadanos y disfrutar de magnífica gastronomía y excelentes caldos. Con todos los respetos para la señora Díaz Ayuso; ¡Madrid puede esperar!

Pero hoy, 17 de mayo “Día de las letras Galegas”, desde 1963, quiero rendir especial homenaje a Dña. Emilia Pardo Bazán, en su reciente centenario. Mujer de carácter, erudita, inmensa en todos los sentidos, representante del Naturalismo y del feminismo en España. En sus obras denunció las míseras condiciones de vida de la mujer y los abusos y vejaciones que sufrían por el machismo y el patriarcado en una sociedad tan rancia y conservadora como la gallega a finales del XIX. Retrató como nadie las turbulencias políticas y sociales de la época, describiendo con crudeza, las marcadas diferencias sociales, la pobreza y el carácter de sus gentes.

¡Magnífica La Bazán! ¡BOAS TARDES!