Rollitos de sardinas con verduras al horno. (Binomio raspa/coche)

sardinas

Autora: Elena Casanova Dengra

Cuando ojeé el periódico aquella mañana de domingo, nunca imaginé que recuperaría mi coche de forma tan dramática y que aquel indeseable que me lo robó moriría de una forma tan absurda. Seguí leyendo con atención y, con cada palabra que avanzaba, mi incredulidad iba en aumento.

El día anterior, sábado, me llamó Sergio, un colega universitario, para comunicarme que esa noche nos reuniríamos un grupo de amigos comunes para celebrar el fin de máster. Me dijo también que llevara algunas cervezas y algo de comida a su casa.

Siempre me pongo nervioso cada vez que tengo que preparar algo de picoteo para la gente y termino en algún súper comprando un poco de queso y de jamón. Pero esta vez quería ser más original porque deseaba sorprender, aún sabiendo que mis posibilidades eran casi nulas,  a una compañera que empezaba a caerme mucho más que bien, así que recurrí a la persona nunca me deja en la estacada: mi hermana. La llamé por teléfono y con una puesta en escena algo exagerada invoqué a la cocinera para pedirle una parte de su magia en los fogones. Con verdadero pavor escuché que acababa de montar a los niños en el coche y se iban todos rumbo a la playa. Hasta la noche no volvería. Pero como es una santa y no quería dejarme en la estacada, me dio permiso para ir a su casa y coger de la nevera unos rollitos de sardinas que había dejado preparados para la vuelta.

Cogí el coche,  llegué hasta la casa de mi hermana y me fui directamente a la cocina. Después de desplumar la nevera me fui dando tumbos con el coche hacia la gasolinera más cercana porque el depósito estaba a cero. Lo llené hasta arriba y cuando estaba a punto de pagarle al encargado alguien se subió en el asiento del conductor, accionó la llave y salió echando pestes. Mi cara pasó de la sorpresa a una sensación de imbecilidad por dejar la llave puesta y no tener la precaución de cerrar la puerta.

Me dirigí a la policía, denuncié el robo y me encerré en casa el resto del día y de la noche. Adiós reunión con los amigos, adiós a presumir delante de Beatriz, adiós a mis irrisorias esperanzas amorosas;  mi vida se nublaba poco a poco como un candil que se va quedando sin aceite.

Como he dicho al principio, fue en el periódico donde me enteré de la ubicación de mi coche y la suerte del desgraciado que se lo llevó. Lo encontraron de madrugada con los ojos muy abiertos y la piel violácea con claros signos de ahogamiento. En el regazo guardaba todavía el táper con el resto de los rollitos de sardinas con verduras al horno. Cuando lo tumbaron en el suelo para intentar reanimarlo, su vida ya había sucumbido a la muerte y lo único que consiguieron fue extraerle una raspa enorme que se le había quedado atravesada en la traquea junto con un trozo alargado de pimiento rojo.

Inmediatamente le agradecí a aquel infeliz toda su solidaridad porque sin ser consciente había evitado la muerte de alguno de mis amigos,  la de mi hermana o la de mis sobrinos, la mía propia e incluso, la de mi querido y profundo amor platónico, Beatriz.