El raspas (binomio fantástico)

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Autora: Carmen Díaz Pérez

Apenas había amanecido, sin embargo la actividad en el depósito de coches de la policía seguía siendo tan frenética como durante toda la noche. A pesar del cansancio, el personal nocturno atendió una última entrada, un Citroën 2 CV, o como se le conocía en el argot automovilístico, una “lata”.

A pesar de presentar un deteriorado aspecto, su presencia armó revuelo entre el personal del taller. Y es porque este pequeño utilitario pertenece a ese selecto club formado por aquellos objetos que por una rareza u otra permanecen en la memoria de todos y en el corazón de muchos.

Precisamente este lo habían traído desde una zona boscosa regada por el río del lugar en el que su dueño, que se encontraba recorriendo España,  se había tenido que instalar a causa de una importante avería.

Durante la semana era habitual ver a Michel, su propietario, sentado en el suelo preparando los cebos  que más tarde servirían de carnaza para su pesca.  Era la primera faena de la mañana ya que de ello dependía su sustento. Y digo sustento en el más amplio sentido de la palabra, porque además de alimentarse con sus capturas, el “raspas”, como ya lo conocían en el pueblo,  transformaba los desperdicios de estas  en artesanía. Para ello disponía los pequeños esqueletos  sobre toscas parihuelas a modo de secaderos. Aunque limpios de cualquier resto, el fuerte olor emanado durante los tres primeros días mantenía un titánico duelo con el de pinos, encinas y romeros

El vehículo,  cuya parte delantera servía como dormitorio en las noches más frías, había diversificado su utilidad reciclando su parte posterior como pequeño escaparate donde exponer la mercancía terminada. En ella, apontocaba dos toscos tableros en los que, dispuestos con refinado criterio, podían verse pendientes, anillos, broches, horquillas para el pelo, marcapáginas, llaveros y alguna que otra baratija más, cuyo denominador común era la materia prima.

Durante los fines de semana exponía y vendía su trabajo aprovechando las excursiones de los lugareños así como la de aquellos senderistas foráneos que, amantes de la naturaleza, se dejaban caer por el paraje.

El hombre aunque alto y delgado presentaba un aspecto algo desgarbado debido a la comba que adquiría su espalda en la parte más alta. El rostro, curtido por el sol, lucía unos rasgos que justificarían su procedencia gala. Eso y su afición por los buenos caldos que era en lo único que parecía gastar sus ganancias.

Para los vecinos del lugar era habitual encontrárselo atareado con sus labores de pesca o manipulando sus manualidades. Sin embargo, les embargaba la curiosidad cuando encontrándolo con la mirada perdida en el horizonte solía contestar a quien preguntara  -–busco inspiración para mis cuadros–  ya que nadie pudo nunca contemplar alguno.

Una tarde fresca del mes de abril, el único pastor que aún se mantenía en la comarca, dirigió sus ovejas hacia el río, como última parada antes de recogerlas en la majada. Mientras el ganado saciaba su sed en la orilla, aprovechó para ir al encuentro del francés con el que solía departir siempre que se detenía por aquellos lares.

Observó desde lejos, la delgada figura tendida en el suelo, a la sombra de su montón de chatarra;  probablemente durmiendo la mona –pensó mientras se acercaba– aunque la lividez y la excesiva inmovilidad de sus miembros le hizo temer lo peor.

Durante algunos minutos intentó reanimarlo zarandeándolo, hablándole, sin embargo no obtuvo respuesta.

Atolondrado y nervioso avisó a la policía que llegó al lugar acordonándolo, justo antes de que apareciera la ambulancia. Después de confirmar su muerte hubo que esperar que el médico forense la certificara  ya que, aunque no presentaba signos de violencia, unas discretas marcas en las muñecas podrían explicar la existencia de algún forcejeo.

Paco, el comisario que llevaba el caso comenzó escuchando las versiones de los lugareños. Según ellos, la bebida, una intoxicación debido a la ingesta de pescado salvaje o una infección venida a cuenta de andar manipulando, todo el día, raspas de pescado eran las causas que le habrían quitado la vida. Solo un par de vecinos aseguraron que en una ocasión llegó al pueblo un forastero preguntando por él y que más tarde los vieron discutir acaloradamente junto al río; hasta que, percibiendo la proximidad de algún vecino se retiró con la misma discreción con la que llegó.

El informe del forense puso finalmente luz en el asunto, sentenciando que no fue una sino dos cuestiones las que causaron la muerte al desdichado. Una de ellas se refería a una sobredosis de estupefacientes. La otra, la asfixia sobrevenida por la forzada ingesta de unas espinas de pescado.

Entre las investigaciones del comisario sobre su pasado y el informe final del laboratorio se pudieron llegar a algunas conclusiones.

Además de abalorios y baratijas, “el raspas” creaba composiciones pictóricas de gran valor artístico, fruto de su formación en Bellas Artes. Todas ellas con un denominador común, sus ya afamadas espinas. Sin embargo, mantenerse del arte es tortuoso y el ingenioso caballero ideó una forma rápida de hacer fortuna. Se asoció con un antiguo compañero de su época universitaria. Aunque no coincidían en formación, sí en genialidad. Este último urdió la manera de convertir una sustancia estupefaciente en una especie de barniz incoloro que convenientemente tintado hacía las veces de pintura cubriendo lienzos y estructuras óseas con una terminación difícilmente detectable.

El caso estaba cerrado.