Haikus

 

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Autora: Rosa María Moreno

 

Bellas y crueles

como las rosas son

las acacias.

Raíces profundas

fuerte y robusto tronco

suaves ramas.

Nos das sombra,

frutos, leña, papel.

Nos das vida.

Es la catalpa

con sus largas vainas

coqueta dama.

Tronco grabado

dos nombres un corazón

árbol del amor.

Olmo del Duero

en tus ramas duerme

la melancolía.

La desgraciada historia de un zapato en un Seiscientos

seiscientos

Autora: Rosa María Moreno

Comenzaban los 70, por fin este país salía del letargo social y económico  en el que había estado atrapado  durante casi cuatro décadas. El turismo subía como la espuma, gracias en buena parte a nuestro maravilloso clima y nuestra peseta, un regalo para los vecinos del norte de Europa.

Muchas familias de Granada, que gozaban de una posición económica desahogada, podían permitirse el lujo de disfrutar de una segunda vivienda en la Costa tropical. Se podría decir que la primera burbuja inmobiliaria comenzó por aquellos años. Cientos de apartamentos se levantaban como si se tratara  de un Manhattan a la española.

Pero como viene siendo habitual en esta provincia, las vías de comunicación siempre van  por detrás del desarrollo social y turístico de la zona. La carretera nacional 323 (Bailén-Motril) fue pequeña mucho antes de su inauguración y el volumen de tráfico de la capital a la costa, sobre todo el fin de semana, era un calvario para los sufridos domingueros que cada sábado cargaban sus vehículos con un número de viajeros y equipajes imposibles, pero nada podría impedir disfrutar del fin de semana en las preciosas playas granaínas.

Paco y Puri con sus dos niños y la suegra Encarna, viuda desde hacía años, eran la familia prototipo de época, allí se habían comprado con esfuerzo e hipoteca su paraíso en la costa. Enfrentarse al tráfico de la 323 era todo un reto pero había una vía alternativa, La Cabra, esa carretera de curvas y baches imposibles que atraviesa la Sierra de la Almijara, y serpentea entre chirimoyos y aguacates hasta descender en la maravillosa Almuñécar.

Con tanta curva, el calor y el chocolate con churros que la señora Encarna se había beneficiado para desayunar, ocurrió lo inevitable: un trastorno fisiológico muy común.

—¡Paco, para que vomito!

—¡Mamá, no podemos parar en esta curva!

—Pues lo siento hija, pero tengo que bajar del coche o tu marido lo lamentará.

Paco se apartó de la carretera como pudo, mientras que Encarna, acompañada de su hija y los niños, salió del coche como un cohete. Tanto fue que se le cayó el zapato, quedando atrapado entre las alfombrillas del utilitario. Mientras pasaban las turbulencias estomacales de Encarna, los niños correteaban y Puri aprovechó para fumar un cigarrillo. Cuando Paco vio un zapato de mujer en la parte trasera del Seiscientos, le subieron los sudores de la muerte. De repente  le vino a la memoria, un  escarceo ilegal e inconfesable días atrás con alguien del sexo opuesto. Con el mayor disimulo que le permitía la situación, cogió el zapato y lo lanzó por el barranco, como cuando Messi dispara un penalti. El zapato rodó barranco abajo, a saber si quedó enganchado entre las ramas de algún níspero. Mas aliviada, la señora Encarna subió al coche, le siguieron los niños y Puri.

—¡Paco, vámonos que no vamos a llegar con hora de tomar un baño antes de comer!

Paco metió la primera y salió de aquella curva pedregosa como si estuviera en el circuito del Jarama. Por fin llegaron a Almuñecar. ¡Ufff, qué calor! El asfalto era una plancha y el aparcamiento quedaba lejos del apartamento. En este caso fue el Seiscientos el que empezó a vomitar bolsas de playa, neveras, sombrillas, niños.

Todos menos la señora Encarna, que buscó su zapato desesperadamente revolviendo todos los rincones de aquel icono de los años sesenta sin encontrar una explicación a la misteriosa desaparición. El chaparrón de críticas que le cayó a la pobre señora fue directamente proporcional a la incertidumbre y dudas que sentía. Hoy sería motivo suficiente para pedir un test de Alzheimer al neurólogo. Mientras, Paco se hizo el sueco esperando que pasara el chaparrón familiar. Pero su generosidad no tuvo límites, en cuanto descargaron el material cogió de nuevo el Seiscientos  y acompañó a Encarna a la zapatería de guardia y compró unos zapatos a la víctima de su culpabilidad. De los escarceos de Paco no se sabe nada. Lo cierto es que  aviso para navegantes: “Si subes a un Seiscientos, no te quites los zapatos.”