Aunque sea lento el camino…

el pensador

Autora: Cristina Olmedo

Era como si alrededor de sus tobillos hubiera ahora dos voluminosos grilletes que enlentecían y acortaban sus pasos. Es por eso que D. Ángel buscó un banco en medio del parque, a la sombra de una frondosa morera donde sentarse a descansar.

Enseguida, se sentó a su lado un hombre con cachaba que con un «vaya un buen día que nos hace hoy» inició una plática, a la que D. Ángel fue contestando convenientemente con monosílabos y adverbios diversos, mientras él llevaba su propio monólogo interno. Hasta él llegaban recuerdos que, debido a la templanza del día, eran felices.

«Bueno es mi Ángel» —decía su madre, orgullosa, cuando su hijo era un muchacho—«a diferencia de los demás hombres, él sí que puede hacer más de dos cosas a la vez». Y ella tenía razón. Si el tiempo enlenteció sus piernas, a cambio respetó sus talentos, y uno de ellos es el que estaba practicando con el desconocido que se había sentado a su lado: hacer que el otro se sintiera escuchado, mientras él, hacia el repaso de su propia vida.

«Desde luego, convendrá conmigo en lo mala que es la soledad», continuaba su ocasional compañero de banco. «Por supuesto», aseguraba D Ángel mientras el otro continuaba su relato. E inmediatamente le vino a la memoria el recuerdo de su padre.

Su padre había sido un hombre de acción, sus hechos tenían una nobleza rara de encontrar. «Era hombre de pocas palabras. Las conversaciones que yo había tenido con mi padre» —pensaba D. Ángel— «se reducían casi exclusivamente a darme las respuestas a algunas de mis dudas académicas». Sin embargo, se sorprendió al ver que su padre a raíz de la jubilación se convirtió en un dicharachero hablador que a veces no se daba cuenta de que estaba robando el tiempo de los que tenían perentorias obligaciones a las que atender.

Ángel, desde jovencito, ya había observado lo mucho que interesaba hablar, incluso hasta el punto de repetir el mismo mensaje una y otra vez como si el receptor fuera un tarugo o, como si no interesara en absoluto lo que este tuviera qué decir. Ahora, que el jubilado es él y con el paso del tiempo ha corroborado el poco gusto, en general, por la escucha atenta, él iría a contracorriente: iba a disfrutar estando atento a las palabras de otro mientras pensaba en sus cosas, por supuesto. Era uno de sus puntos fuertes.

La mañana seguía espléndida y él ya estaba descansado y listo para continuar su paseo.

—Disculpe usted, D. Fulgencio, debo de irme, tengo cita a las 11— mintió.

—¿Cómo sabe mi nombre, si aún no nos hemos presentado?— se extraño D. Fulgencio.

—Ya lo ve— le contestó D. Ángel con una amplia sonrisa y extendiéndole la mano.

Mientras se alejaba, D. Ángel seguía sonriendo. Su compañero de banco, a lo largo de su apretada conversación le había revelado su nombre, el de su mujer fallecida, el de sus hijos, el precio del alquiler de su casa… y hasta de todos y cada uno de sus alifafes que parecía llevarlos con resignación,  pero también con el orgullo de poderlos contar.

En el recinto del parque reservado a los niños, las madres  y algún padre ayudaban a sus  pequeños retoños a subir o bajar de toboganes o columpios. D. Ángel observó que los niños y niñas un poco más crecidos estaban sentados en el suelo entendiéndose con sus cacharros  electrónicos.

Todavía tenía tiempo de ir hasta la playa, y allí puso en marcha otro de sus talentos, el de regalarse  la vista  con la belleza del mar y la de los jóvenes, la gracia de sus movimientos al jugar al vóley, la relajación de sus cuerpos secándose y bronceándose al sol… Volvió a sentarse esta vez bajo la sombra de una palmera, y sus ojos se fijaron en algo que era totalmente blanco y terso, como si estuviera esculpido en hueso blanqueado. Cuando logró enfocar sus ojos cansados vio que aquella masa blanca y tersa que brillaba al sol, correspondía al brazo de una muchacha cuyo antebrazo descansaba sobre su muslo derecho. Tenía el torso ligeramente inclinado y su cabeza de rubios cabellos recogidos en cola de caballo, estaba apoyada sobre su  puño izquierdo ¿A quién le recordaba esta muchacha que parecía estar absorta en sus meditaciones? La blanca luminosidad que se desprendía de su cuerpo hizo de catalizador para que D. Ángel rescatara inmediatamente de su memoria la estatua del pensador, que había visitado en el museo Rodin

La pelota de un niño fue directa a los pies de D. Ángel y le sacó de tan placentera visión. Era la hora de volver a casa. Durante el camino, acompañado de su talento retentivo, evocó su viaje de novios a París, con Aurora, su mujer, su piel tan blanca,  su pecho turgente , sus carnes prietas y volvió a sonreír. Acelerando el paso.

Ya en casa, escuchó a Aurora mientras, ponía la mesa: «¿Cómo es que hoy no me ayudas? ¿Pero qué haces?»  Antes de que  siguiera formulando preguntas, se levantó de su silla, se acercó a ella y le mostró el dibujo que había hecho mientras ella trajinaba. «Es el pensador«  —dijo Aurora, reconociéndolo  inmediatamente—. Sabía que su marido con unas pocas líneas maestras podía dibujar en segundos cualquier objeto. La admiración de ella y el agradecimiento de él, les llevaron a fundirse en un largo abrazo, quizás más tierno que  todos aquellos que se dieron casi cincuenta años atrás, cada vez que su Bateau Mouche pasaba por debajo de los puentes del Sena.