Autor: Antonio Cobos Ruz
Se marchaba el sol por la manigua y los numerosos miembros de la familia se iban congregando en la explanada de tierra prensada existente a las puertas de la choza de Mambú, la más grande y limpia de la hacienda y también la más cercana a la mansión de los señores. Como cada anochecer, los primeros en sentarse a la puerta de la cabaña fueron los niños que se entretenían entonando sus canciones mientras esperaban la llegada de la sopa, una colación hecha con raíces olorosas, algunos escasos vegetales, especies de sabor fuerte y abundante agua. Al incorporarse los adultos, Mambú movió la cabeza y, tras su aviso, cada miembro de la familia recibió un pequeño recipiente con un poco de sopa caliente. Los trozos de verdura sólo llegaban a los hombres. Tras la cena, como si fuese un postre, Mambú contó a los niños una historia antigua de leones y caza, y al terminar su cuento, ya en plena noche, todos se fueron a dormir.
No todos los esclavos obtenían el privilegio de congregar a los miembros de un mismo clan familiar bajo un único y exclusivo techo; sólo Mambú y otros dos o tres sirvientes lo disfrutaban. Esa prebenda sólo la pudieron alcanzar tras demostrar hasta la saciedad su mansedumbre y su sometimiento al amo. Todos los demás, es decir, la inmensa mayoría de los esclavos negros de la hacienda, permanecían encerrados durante la noche en barracones atestados de seres sudados y malolientes, que se distribuían en el espacio interior y oscuro según su pertenencia a los distintos grupos familiares o se les asignaba un hueco entre familias. Sólo en ciertas ocasiones festivas los amos los dejaban reunirse a su albedrío sin encerrarlos en sus barracas respectivas para obsequiarles con una noche de asueto: una vana sensación de libertad camuflada tras la oscura finalidad económica de que procreasen. La choza de Mambú, en cambio, siempre estaba abierta.
Mambú, siendo un muchacho, había llegado a Cuba hacía ya muchos años procedente de la Costa de Calabar. Llegó hacinado en un barco portugués y fue adquirido en el mercado oficial de La Habana tras un corto regateo. Desde el principio se había esforzado al máximo, trabajando hasta la extenuación de sol a sol, satisfaciendo a señores y mayorales hasta en sus últimos deseos. El anciano negro tenía ya mucha edad para seguir laborando al mismo ritmo que los jóvenes, pero continuaba esforzándose en la medida de sus posibilidades y era respetado por ello y por su historia anterior. Con su abultada descendencia había facilitado un buen número de nuevos brazos a sus amos. No sólo había facilitado hombres corpulentos y fuertes a los campos sino que la mayoría de las mujeres que trajinaban en la mansión de los señores procedían también de la familia de Mambú; tal era el caso de Rosita, la joven negra que cuidaba a la hija pequeña de sus dueños. Esta servidumbre femenina disfrutaba de algunos privilegios exclusivos, como tomarse las sobras de los amos o utilizar su ropa desahuciada. Pero también sufrían sus pesares… Mambú nunca había planteado o insinuado siquiera queja alguna a sus señores durante su larga y sacrificada vida en la finca, y a veces, propietarios o capataces recurrían a él para solucionar conflictos con otros negros díscolos y rebeldes para no tener así que recurrir a ciertas medidas disuasorias, como el cepo, que aunque solucionaban el problema creaban una situación temporalmente tensa en la hacienda.
Mambú fue bautizado y lo llamaron Miguel pero los esclavos lo nombraban usando su antiguo nombre o su diminutivo: Bú. Él y su mujer, a la que todo el mundo llamaba Ma y que fue cristianizada con el nombre de María, le dieron veintidós hijos a los amos y, de ellos, sobrevivían más de la mitad.
Hasta los cinco años los niñitos negros permanecían pegados a sus madres y teóricamente no trabajaban. A partir de esa edad, se asociaban a la labor de los hombres y comenzaban a ayudar a los mayores. A los esclavos que pasaban a la situación de confianza, como Mambú, se les permitía fundar una cabaña propia en la que reunir a su familia, incluyendo a pequeños y mayores, de los que se tenían que responsabilizar.
Aquella noche, en la mansión de los amos se oyeron gritos. La más tierna heredera de toda aquella riqueza, enojada porque no conseguía aprender una pieza de piano, no quiso tomar alimento alguno para la cena y displicentemente coceaba y voceaba a todo el mundo incluyendo a sus padres. Sus chillidos inundaban la explanada. Poco después, el amo, alterado y medio borracho, fue a desfogar su ira a la cabaña de Mambú. Abrió la puerta y gritó un nombre: ¡Rosita! Y esa noche los murmullos en la choza tras la salida de la atemorizada joven negra pudieron considerarse como un segundo postre.