Juan

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

En la avenida donde yo vivo hay bancos por una de sus aceras; paseo con mi andador y me siento con frecuencia en alguno de esos bancos. El que más uso está frente a una panadería; cuando no hay clientes en ella, el panadero, que es un hombre como de unos 50 años, delgado y ágil, sale a la puerta y de dos zancadas, sorteando con mucha habilidad los coches que pasan, atraviesa la avenida y se sienta en el escalón del portal que hay junto al banco donde yo estoy, como si lo respetara, dejándomelo para mí sola. Tantas veces hemos coincidido, que ya nos saludamos como vecinos. A la una en punto cierra la panadería y se va de tres formas: unos días en patinete, otras en bici y otras en una pequeña furgoneta con el nombre de la panadería.

Me intriga la vida de este hombre. Hasta aquí, todo lo que cuento es real. Ahora inventaré lo que sigue.

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Juan, el panadero, cuando se va en patinete o en bici, lleva una bolsa blanca de plástico, y en ella se translucen varias barras de pan y alguna otra cosa que no se adivina. Vive en el Barrio de San Pedro, lugar no muy lejano de la panadería, por eso lo del patinete y la bicicleta. Llega a su casa y saca el contenido de la bolsa: dos barras de pan, dos bollos redondos para bocadillos y una bolsa de ochíos medianos. Los bollos son para su mujer, a la que le entusiasman.

La mujer de Juan se llama Antonia y tiene 42 años. Es ama de casa a tiempo completo y todo lo atiende con prontitud y esmero. Tienen dos hijas: Adela, de 13 años, que estudia en el Instituto, y Juanita, de 18 años, que ha empezado en la universidad. Este verano aprobó el carnet de conducir y sus padres le han comprado un coche de segunda mano, con el cual va a Jaén todos los días a sus estudios. Ambas jovencitas son estudiosas. Se dan cuenta del sacrificio de sus padres, que siendo de condición humilde, quieren para ellas una vida mejor y les están dando estudios.

La casa donde viven en el Barrio de San Pedro es similar a las de todo el barrio: modesta pero cómoda. Está orientada al sur y tiene dos plantas; arriba los dormitorios y un baño y abajo el portal, la cocina-salón, un lavadero y un gran patio cubierto por una parra. Además, otro baño espacioso.

La familia come y hace la vida en la cocina-salón, que tiene una gran chimenea, sofás y cómodos sillones. El mobiliario de toda la casa es sencillo. En los dormitorios de las jovencitas hay grandes carteles de famosos cantantes (no falta Rosalía) y de actores jóvenes y guaperas, como Mario Casas y Juan Diego Botto.

Antonia, la mujer de Juan, procura tener la comida hecha para las 13:30. Su marido come y se duerme una larga siesta. Todos los días se levanta a las 3 de la mañana y se va al horno a preparar el pan y la variada bollería, con la ayuda de un hermano y dos jóvenes; tienen clientela no sólo en Úbeda, sino en varios pueblos de alrededor. El hermano de Juan, Manolo, es también el encargado de repartir el pan por Úbeda; de los pueblos llegan furgonetas que se lo llevan y Juan se encarga de atender a la numerosa clientela que desde bien temprano compran de todo para llevárselo al campo.

Juan es de carácter apacible, y como todo tendero, ha de derrochar paciencia con la clientela, que no siempre es amable; viene con frecuencia una clienta que se llama Carmela, que lo saca de quicio con sus comentarios siempre negativos, dichos además cuando hay más gente en la panadería: “Ayer el pan estaba poco hecho y a los ochíos les sobraba pimentón”. A Juan se le retuercen las tripas y aguanta como puede esas impertinencias con una sonrisa forzada y sin rechistar; todo esto le produce una desazón que se agrava con el cansancio de estar toda la noche trajinando.

Cuando llega a su casa, a las 13:15, la mujer, viéndole la cara, ya sabe si ha habido alguna “Carmela” esa mañana. Lo recibe con cariño, le dice que se siente en un sillón y a los pocos minutos ya le tiene la comida en la mesa. Le habla cosas amables y jamás le comenta que se ha estropeado el grifo del fregadero, que hay una gotera en el baño de arriba o que ha llegado el recibo de la luz con una cantidad desorbitada.

En cambio, le dice que Adela ha sacado un sobresaliente en inglés y que Juanita conduce con toda prudencia.

A Juan, raramente se le nota el rostro sombrío; cansado sí, pero cuando se levanta de la siesta ya está de lo más afable, preguntándoles a sus hijas por los pequeños acontecimientos del día.

Sábados y domingos tienen la costumbre de salir al campo, y si hace buen tiempo, comen sobre la hierba.

En fin, hacen una vida muy familiar los cuatro, aunque Juanita, de vez en cuando, se va con amigos y amigas a bailar; está en la edad y los padres son comprensivos.

La culebra

Cuento de Pilar Sanjuán Nájera

Este cuento infantil tiene más de real que de cuento.

Julio pasó muchos veranos de su niñez en una casa de campo que su abuela tiene en Úbeda. Con unos dos añitos ella lo sacaba al huerto grande de fuera y allí, sentados en una piedra, le daba sopitas de leche mientras miraban cómo Manolo, el hortelano, regaba los pepinos, tomates, lechugas, berenjenas, etc. Era divertido ver correr el agua por los regueros y observar a los gorriones que venían a beber.

Ya, de mayorcito, se juntaba con varios primos que también aparecían por aquella casa en época estival, atraídos por muchos encantos que encontraban en ella: la piscina, la libertad del campo, las pequeñas travesuras que llevaban a cabo procurando que pasaran desapercibidas a los mayores, la recogida de huevos de las gallinas que su abuela tenía desperdigadas por el huerto de dentro, que se sentían felices correteando a sus anchas y que, en vez de poner los huevos en los nidales, los ponían caprichosamente donde se les antojaba; eso permitía a Violeta, Julio, Ana, Eloy y Arturo emprender divertidos la búsqueda de huevos.

Cuando se oía un grito de triunfo: “¡Un huevo!”, “¡Dos huevos!”, se sabía que la búsqueda había sido positiva.

Luego emprendían una carrera loca para entregar los huevos a su abuela; en esa carrera, a veces se caían y los huevos se hacían “fosfatina”…

Cuando Julio tenía unos once años, una mañana bajó dispuesto a buscar huevos; su abuela observó que se paraba delante del laurel y que miraba fijamente a una rama. Así estuvo bastante rato y luego siguió andando. Cuando volvió, su abuela le preguntó intrigada: “¿Qué mirabas con tanta atención en el laurel?”. Él contestó: “Miraba a una culebra que estaba enroscada en una rama”. La abuela dio un respingo y dijo un tanto espantada: “¿Una culebra? ¿No te daba miedo?”. Él contestó que no, que se habían mirado desafiantes un buen rato sin que ninguno se moviera ni un ápice.

La abuela se quedó un poco preocupada por aquel “habitante”, muy normal en el campo y beneficioso, pero tan poco agradable.

Al cabo de unos días vinieron a bañarse a la piscina unos amiguitos de Julio y de sus primos. Uno de ellos estaba bajo un peral y notó que algo caía sobre sus hombros; se lo sacudió creyendo que era una cuerda, pero al ver de lo que se trataba, comenzó a gritar y huyó como alma que lleva el diablo; era una culebra, ¿sería la misma?

Cuando acabó el verano, los niños descubrieron en el tronco grueso y lleno de recovecos del laurel, una especie de nido lleno de cáscaras de huevo; o sea, que la culebra se daba opíparos banquetes con los huevos que las gallinas dejaban por acá y por allá. De la culebra, nada más se supo.

Haikus

La rana canta,

a la orilla del río.

El sol se oculta.

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¡Qué buen recuerdo

me trae la flor de loto!

yo era una niña…

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La nieve cae,

y con ella, el silencio

lo llena todo.

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La luna asoma

tras los montes cercanos;

llega la noche.

El olivo

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

En mi pueblo riojano sólo había un olivo, sólo uno.

Estaba situado en un montículo y parecía avergonzado de no tener ni un compañero de su especie.

De endeble aspecto, causaba tristeza, ¿a quién se le ocurriría plantar un olivo en aquel lugar “acariciado” por el cierzo del Moncayo que se colaba hasta allí desde Aragón por entre los montes y ponía el termómetro a varios grados bajo cero?

Así, el pobre olivo se quedó alicaído y jamás se le vio ni una aceituna; ya era un milagro que sobreviviera.

La verdad es que cuando vine a Andalucía y vi los olivos de aquí, con esa envergadura, los troncos gruesos, retorcidos y poderosos y sus negras y abundantes aceitunas, me quedé deslumbrada; me di cuenta de lo incongruente de aquel olivo de mi pueblo tan fuera de su “hábitat”, ¡pobrecillo!

Yo tuve la suerte de ver los olivos en todo su esplendor, pero los demás niños de mi pueblo, nunca sabrán lo hermosísimos que son esos miles de olivos sembrados como con tiralíneas, que cubren el suelo hasta el horizonte.

Aloma

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Aloma, a sus 20 años, ya sufría por amor. Cuando tenía 17 años, en un torneo, entregó su lazo de seda a un aguerrido doncel, que ganó en la lid, y le prometió amor eterno; volvería pronto y se casarían.

Pero se fue con los ejércitos del Rey a luchar contra los turcos y nada más supo de él.

Ya van tres años de espera; desde la torre más alta de su castillo mira y mira impaciente, pero nadie llega. Su alma se marchita y siente desfallecer su corazón, ¿cómo ha podido olvidarse de ella después de aquel juramento tan apasionado?

Lo malo es que su padre la acosa para que tome esposo; le ha buscado un noble, el Conde Teodomiro, de 53 años, poseedor de una gran fortuna y varios castillos; siervos de la gleba trabajan para él, a cientos; enviudó y busca nueva esposa con impaciencia.

Una mañana, Aloma ve desde la torre acercarse a un caballero. Escruta con ojos ansiosos y ve que su lazo ondea en la punta de la lanza, ¡por fin! Con la cara resplandeciente de júbilo, baja hasta el puente levadizo para recibirlo

La reunión

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Las meigas, los trasgos, los apalpadores, los biosbardos, los duendes, los legromantes, la Santa Compaña y la Maruxaina andaban soliviantados y decidieron reunirse en el Monte Pindo. Iban a tratar asuntos de gran envergadura.

Llegaban al Monte, cada uno a su manera, según sus tendencias: los apalpadores, regalando castañas a troche y moche; llevaban un saco a la espalda que nunca se agotaba; toda la concurrencia comía castañas, cuyas cáscaras desaparecían por el aire misteriosamente.

Los biosbardos, con sus inocentadas, pusieron una nota de buen humor.

Los duendes gozaron de lo lindo haciendo tropezar por los caminos a sus compañeros, que estuvieron a punto de romperse la crisma, pero no se enfadaron.

Entre las meigas, las de mala índole “regalaron” dolores de barriga a los que más castañas habían comido; estos acudieron a las meigas buenas, que los aliviaron rápidamente.

La Maruxaina, como buena sirena, llegó por mar y ocupó la roca más alta del Monte Pindo: allí, en lo alto, mostró ufana su cuerpo desnudo color de ámbar.

La Santa Compaña, numerosísima, con su aire tétrico, hizo que todos sintieran un escalofrío; ninguno se sentía a gusto cerca de ellos, pero disimulaban ese rechazo por temor a represalias.

Los últimos en llegar fueron los legromantes, con toda la parafernalia que los acompaña, rayos, truenos, relámpagos, nubes de color cárdeno, amenazadoras tormentas de granizo y nieve…

La reunión era para tratar estos asuntos: ¿Quién se iba a hacer “cargo” del Pazo de Meirás, ahora que ya no era posesión de la familia Franco? ¿Y de los Pazo de Ulloa con el dueño recién casado?

Bastantes años habían sufrido lo de Meirás, mientras Doña Carmen y su marido eran los dueños. La señora, devota hasta los tuétanos de Santiago, con el que tenía un gran ascendiente, mandó colocar en la puerta principal un gran cartel, con el Santo a caballo, que decía en grandes caracteres “¡SANTIAGO Y CIERRA ESPAÑA!” Y aquellas puertas se cerraron a cal y canto para meigas, trasgos, duendes etc. etc. que no osaban asomar por allí. Sabían muy bien que no iban a poder doblegar la voluntad férrea de una Doña Carmen fanática de la Religión Católica. Al atardecer llamaba a su marido:

-Paco, siéntate a rezar el Rosario

-Mira Carmiña, rézalo tú por mí, tengo mucho trabajo que hacer: firmar un montón de sentencias de muerte, alertar a los servicios secretos para que sigan a la caza de rojos; aún quedan muchos y yo quiero limpiar España de esa peste; tengo también que dar órdenes a Pemán para que no descuide la búsqueda de Profesores y Maestros republicanos, porque a la chita callando, sé que siguen envenenando al pueblo con sus contubernios judeomasónicos; son peligrosos. Como verás, ser Jefe de Estado conlleva muchas responsabilidades.

Doña Carmen lo comprende y se resigna a rezar sola. Menos mal que en los Pazos de Ulloa todos esos seres mitológicos tenían cabida; allí las cosas iban manga por hombro; el Señor de Ulloa llevaba una vida libertina, ocupado sólo en la caza y en gozar por las noches con la compañía íntima de la criada, una joven hermosa, frescachona y sin escrúpulos como él: tenían un hijo al que abandonaban por completo; las meigas se encargaban de inculcarle malas costumbres. Ahora el Señor de Ulloa se había casado con una jovencita de buena condición y costumbres intachables, ¿quién se iba a encargar de torcérselas?

Cuando se hizo el silencio y todo se serenó en el Monte Pindo, se dispusieron a tratar estos dos graves asuntos.

Una amistad en apuros

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

¿Qué ha pasado con la amistad entre Sofía y Mari Carmen, que después de 30 años de buena salud ha empezado a hacer aguas?

Se conocieron con 25 años, ahora tienen 56, y esa amistad que parecía tan sólida se resquebraja por momentos.

Sofía era andaluza y Mari Carmen soriana. Se conocieron por una de esas casualidades que depara la vida: Sofía, Profesora de Literatura, pidió un Instituto de Medinaceli, en Soria, atraída por su historia, por conocer la Castilla profunda y cambiar de aires.

Medinaceli le impactó como pueblo; era bellísimo, con las murallas y las iglesias románicas; su austeridad, su recogimiento, su forma de vivir como hacia adentro, la dejaban sobrecogida, ella tan acostumbrada a las ciudades andaluzas, tan alegres, luminosas y llenas de bullicio.

Se hospedó en casa de un matrimonio mayor, Adela y Silvestre, que la acogieron con verdadero cariño. Aquella jovencita sola, lejos de su familia, les parecía digna de compasión; pero bien pronto se dieron cuenta de que ella era muy independiente y les llenó la casa de luz, con su carácter abierto, comunicativo y dicharachero. Tenían una sobrina en Soria que iba a verlos con frecuencia. Cuando las dos jóvenes se conocieron – eran de la misma edad – congeniaron y se hicieron inseparables.

Sofía se acostumbró a ir a Soria casi todos los fines de semana. Estaba encantada de que Mari Carmen le enseñara los lugares frecuentados por su poeta favorito, Antonio Machado; miraba con verdadera reverencia las orillas del Duero con los álamos, la ermita de San Saturio, los paseos por los que él, sintiendo lo que llamaba “el dulce y doloroso ejercicio de vivir”, recordaba a Leonor. Sofía se daba cuenta de la gran suerte de tener esa amiga en Soria. De vez en cuando, sola, con un libro de poemas de Machado, se sentaba apaciblemente en algún lugar recoleto y leía con emoción lo que aquella tierra suscitaba en un alma sensible, bondadosa y enamorada:

¿No ves Leonor, los álamos del río

con sus ramajes yertos?

Mira el Moncayo azul y blanco; dame

tu mano y paseemos.

En Medinaceli pasó Sofía dos cursos; luego pidió por Concurso una ciudad andaluza y hubo de separarse de sus caseros y de Mari Carmen, pero la amistad con ésta siguió. Se vieron con cierta frecuencia en los veranos de Málaga, donde Sofía tenía a su familia.

Pasaron varios años; ambas amigas se casaron; Mari Carmen tuvo cuatro hijos y Sofía dos. Se escribían, se felicitaban por Navidad y la amistad seguía.

Un año, en verano, cuando los seis niños eran aún pequeños, se vieron en Almería, en un campamento de verano. Mari Carmen y su marido no olvidarían el buen humor del que se gozaba por allí. Por las noches, los chistes menudeaban y las risas y el jolgorio eran contagiosos. Los sorianos se quedaron impresionados por aquel sentido del humor de los andaluces; durante mucho tiempo recordaron uno de los muchos chistes (bastante tonto), pero dicho con gracia; les regocijó: Un amigo le dice al otro: “Te vendo un coche”. Y el amigo responde: “Y yo, ¿para qué quiero un coche “vendao”?”

Pasaron los años, los niños se hicieron mayores, acabaron sus carreras y se emanciparon. Mari Carmen enviudó y eso fue un golpe tremendo para ella. Sofía se separó; siguió teniendo buena relación con su ex y veía a sus hijos – ya casados – con frecuencia.

La última vez que Mari Carmen y ella se juntaron, una Navidad en Madrid, Sofía notó en su amiga un gran cambio; algo iba vislumbrando cuando últimamente hablaban por teléfono, pero al verse cara a cara y contarse los últimos acontecimientos, las dos inseparables amigas empezaron a disentir. Mari Carmen se había hecho en Soria de una Asociación religiosa llamada “Renovación Católica” y pronto la eligieron Presidenta; le habló a Sofía de las maravillas de pertenecer a esa Asociación; todas se veían en la Misa diaria y encontraban un gran consuelo en el cumplimiento de ritos y normas bastante estrictos. Sofía sentía aversión por todo lo que la sometiera; su ideal era la libertad, pero respetó la nueva vida de su amiga; sólo que no estaba dispuesta a secundarla y así se lo dijo; eso defraudó a Mari Carmen, que se había vuelto un tanto fanática en su religiosidad. Poco a poco se fue enfriando su amistad; una lástima, porque durante muchos años habían estado muy unidas y se habían comprendido.

Sofía es la que más sufrió con la separación, porque recordaba los momentos felices pasados en Soria. No podía creer que 30 años de amistad saltaran por los aires así como así. La vida es dura y cruel, más aún con las personas afectivas como era ella. Hubo de resignarse y poco a poco, nuevas amistades le hicieron considerar que la vida seguía mereciendo la pena.

Victoria

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Victoria conoció a Raúl en una fiesta en casa de amigos comunes y se sintieron atraídos el uno por el otro después de bailar y charlar. Hay amores que surgen del brillo de unos ojos, de miradas cómplices, del roce de unas manos… Cada uno se coló en el corazón del otro; el de ella, un tanto ingenuo; el de él, más calculador y con muchas experiencias.

El amor en la pareja ha sido casi siempre territorio femenino, la mujer tiende a entregarse con más generosidad; eso suelen aprovecharlo muchos varones en beneficio propio.

Os voy a describir un poco a los dos protagonistas de esta pequeña historia.

Victoria, de 25 años, era atractiva, simpática, sociable e inteligente; hija única de una familia de clase media; su padre era Profesor de Filosofía, su madre Profesora de Inglés y ella, Victoria, había estudiado Historia Contemporánea y daba clases en un Instituto público en la ciudad donde vivían, Valencia. El ambiente en el que se había criado era de libertad y responsabilidad, nada encorsetado por creencias religiosas. Sus padres confiaban en ella, porque siempre dio muestras de madurez y buen juicio; un poco ingenua, eso sí, pero esto nunca la había perjudicado (hasta que llegó el amor…).

Raúl, de 29 años, alto y apuesto, llamaba la atención por su seriedad; a veces llegaba a ser adusto. Su buena planta y su elegancia natural hacían estragos entre las chicas, sobre todo cuando iba en plan deportivo, luciendo musculitos y las marcas más vanguardistas en su ropa. Cuando le interesaba, sabía mostrarse jovial y dicharachero, mostrando una sonrisa por demás atrayente. Era de familia muy tradicional, conservadora y católica. La madre estaba absolutamente sometida al marido, por propio convencimiento. Solía decirles a sus siete hijos (Raúl era el mayor): “En las buenas familias, para que funcionen, debe mandar el varón; el hombre es el de las grandes ideas”. En este ambiente vivió Raúl, que había estudiado Derecho y trabajaba en un bufete de abogados.

Victoria y Raúl siguieron viéndose asiduamente y pocos meses después formalizaron su relación. Creyeron llegado el momento de emprender un camino juntos. Se conocían bien (¿) y decidieron casarse. Mejor dicho, lo de casarse lo decidió Raúl, pues Victoria hubiera preferido vivir en pareja, sin ataduras, pero su novio lo creyó desacertado, por él y por su familia. Victoria cedió – estaba enamorada – y la boda se celebró según el gusto de sus futuros suegros, con gran ostentación: vestido blanco de exagerada cola, Catedral, banquete a lo “bodas de Camacho” y una gran multitud de invitados, la mayoría por parte del novio. Los padres de Victoria estaban incómodos ante tantos “fastos”, pero se guardaron muy bien de demostrarlo. La misma Victoria se sentía anonadada; todo aquello le parecía abrumador; ella era de gustos sencillos, ¿qué necesidad había de tanto “oropel”? Se consoló pensando que en su futura casa todo sería conforme a sus gustos: sin artificios ni rimbombancias.

Fueron en viaje de novios una semana a Canarias. Al día siguiente de llegar, en Las Palmas, en el hotel donde se hospedaban, ya mostró Raúl un “rinconcito” de su verdadero carácter. Fue así: apareció Victoria radiante, con un vestido veraniego de tirantes, en la terraza donde él la esperaba para desayunar. Se mostraba feliz y sonriente. Su marido, al verla, con gesto hosco y ásperamente le dijo: “¿Quieres que todos te vean medio desnuda? Quítate inmediatamente ese vestido y ponte algo más decente”. A Victoria se le congeló la sonrisa; como no esperaba una reacción así en su marido, estuvo unos instantes como desorientada y sin moverse; las sorpresa la dejó paralizada. Él añadió impaciente: “¿No me has oído? Quítate ese vestido”. Victoria, por fin, se dio la vuelta y con los ojos llenos de lágrimas, desapareció. Tardó en volver; apareció con el rostro sombrío, los ojos rojos y un vestido de manga larga. Apenas probó el desayuno y todo el día estuvo apesadumbrada; había desaparecido el brillo de sus ojos y notó que algo se le rompió por dentro.

El descubrimiento de que su marido era celoso y aquella forma de tratarla tan desconsiderada hizo que saltara por los aires la ilusión que sentía el día anterior. ¿Con quién se había casado? ¿Dónde estaba el Raúl amable, muchas veces encantador y siempre atento con ella? Ahora temía que “agazapadas”, como sin duda las tendría, empezarían a salir a la luz otras formas de su verdadera personalidad. En fin, no quería ser agorera, el tiempo lo diría.

La estancia en Canarias pasó sin pena ni gloria. Victoria intentaba olvidar el episodio del vestido para que la intimidad resultara placentera y los días transcurrieran al menos con tranquilidad.

Volvieron a Valencia; cuando se vio en su nueva casa sintió cierta ilusión; quizá su marido volvería a ser el mismo de antes: afectuoso, respetuoso con sus opiniones , cercano y cariñoso.

Ambos gozaron de bastantes días de permiso aún y salían al cine, al teatro y a veces a la playa; Raúl elegía en ella el sitio más recóndito y le prohibía bañarse en biquini. Cada fin de semana iban a comer con la familia, alternando. Los padres de Victoria, que tan bien la conocían, notaron en ella una expresión que les indicaba, aunque ella trataba de disimular, que algo no iba bien.

En efecto, día a día, Raúl iba mostrando facetas – aunque de forma sutil – de su educación conservadora. La dejaba sola cada vez con más frecuencia para estar con sus amigos; pero a ella le prohibía salir si no era con él. Quería tener muchos hijos y lo antes posible, para que Victoria – decía – se “realizara” como mujer y le ponía de ejemplo a su madre. Victoria torcía el gesto cuando recordaba a su suegra como una mujer sometida, dominada y avasallada por su marido; se juró a sí misma que eso nunca lo permitiría. Un día tuvieron una agria discusión porque Victoria dijo que lo mismo que él salía con sus amigos, ella pensaba salir con sus amigas. “No te va a hacer ningún bien salir con esas feministas de ideas tan disparatadas; olvídate de ellas y todo irá bien entre nosotros; ellas sólo te van a envenenar y van a poner en peligro nuestra convivencia”. Victoria se llenó de ira y le replicó: “¿Te he prohibido yo – con el mismo derecho – salir con esos amigos tuyos de una “masculinidad” casi repulsiva, que influyen en ti de una manera absolutamente negativa?”. Dicho esto, Victoria salió de la casa dando un gran portazo que dejó a Raúl boquiabierto, inquieto, confuso y desconcertado. Su mujer necesitaba una buena lección que la doblegara. No podía permitirle esos humos. Salió también, con idea de volver de madrugada.

Victoria anduvo dos horas hasta que se fue aplacando y volvió más tranquila, pero aún perturbada por la discusión. Se alegró de no encontrar a Raúl en la casa. Tenía que serenarse y pensar seriamente en su situación. Se fue a dormir al cuarto de huéspedes, así que no supo a qué hora volvió su marido. Se vieron en el desayuno, sin mirarse ni apenas saludarse. De pronto, Raúl dijo: “Esta tarde vendrán mis amigos a ver el fútbol”; después de este anuncio, salió sin despedirse. En efecto, por la tarde vinieron tres de los más amigos. Victoria los recibió en el salón, con gran frialdad y esperando que algo no grato iba a suceder; y en efecto , sucedió: antes de que comenzara el fútbol, empezaron a hablar de política, de una forma tan disparatada que Victoria no pudo por menos que intervenir; eso es lo que esperaba Raúl; con gesto condescendiente, dijo: “Victoria, la política es cosa de hombres; tú no entiendes nada, así que lo mejor que haces es callarte”. Ante esa humillación delante de sus amigos Victoria de puso lívida; miró airada a su marido y salió ofendida de la habitación. Raúl, con mirada triunfante, se volvió hacia sus amigos, que estaban un tanto confusos, y dijo: “De vez en cuando hay que enseñar a la mujer quién manda en la casa”. Y se pusieron a ver el fútbol. Cuando llevaban media hora ante el televisor, apareció Victoria peinada y maquillada, con un vestido largo de fiesta negro y la espalda al aire, elegantísimo, de su guardarropa de soltera. Raúl y sus amigos la miraron como si fuera un fantasma. Antes de que su aturdido marido dijera nada, ella le espetó: “He pedido un taxi y me voy con mis amigas a una fiesta; es posible que no vuelva hasta mañana”. Y ante las miradas atónitas de los cuatro, salió muy digna de la casa.

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Raúl: te dejo porque tu dominio sobre mí, tus celos absurdos, tu estúpido afán de dominio del que tanto alardeas, han destruido nuestro matrimonio y ya no te soporto. Te casaste con una mujer, no con una esclava. No quiero un amo, quiero un compañero que me considere su igual. Me he sentido oprimida, infravalorada y humillada; la humillación mutila, es cruel y deja un rastro de heridas de por vida. Afortunadamente no has podido anularme; me he dado cuenta de que tengo dignidad. Estás abocado a vivir solo, con tu EGO necio y ridículo.

Lo que menos te perdono es que has destruido todo el amor que yo te tenía; aún así, espero que no me hayas dejado sin capacidad de amar.

Victoria

Fragmentos de mi infancia

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

¿Cómo distinguir en la infancia una manía de una costumbre? A mí, por lo menos, se me hace difícil. Las manías van surgiendo con la edad, cuando de manera injustificada, hacemos cosas extrañas o extravagantes, como por ejemplo, pisar las baldosas por el centro y no por las junturas, o salir a la calle siempre con el pie derecho, o sentarse en la misma silla en dirección norte, etc, etc.

Los niños es raro que a su corta edad hayan desarrollado manías. Repaso mi infancia y no detecto en ella ninguna; o sea, alguna costumbre que muestre cierta patología. He dicho más de una vez que el rasgo más sobresaliente de mi carácter era la timidez, que me hizo sufrir hasta bien mayor; pero no recuerdo que esa timidez me llevara a contraer manías.

Los pequeños fragmentos que voy a contar de mi niñez creo que no tenían nada de maniáticos, por ejemplo: mi afición a sembrar plantitas en el huerto que mi abuelo tenía detrás de la casa: En el rinconcito menos pensado de ese huerto, que para mí era como un edén, yo sembraba cualquier matojo que tuviera raíz; cuando mi abuelo le daba al agua de riego, porque él estaba sembrando (no precisamente matojos, claro está) lechugas, zanahorias, pepinos, tomates, etc. Yo aprovechaba para desviar, de aquella agua, un pequeño arroyo que hacía llegar hasta mis plantitas; éstas, agradecidas, a veces tenían a bien arraigar y crecían bajo mi mirada llena de admiración y la de mi abuelo, que me observaba con bondad. Me sentía feliz como una perdiz. Cuando de bien mayor tuve un huerto, ¡qué felicidad sembrar hortalizas variadas!

Otra costumbre de mi niñez era subirme a los árboles frutales y cogerle a mi abuela peras, manzanas, cerezas, pomas, higos… Ella se colocaba bajo el árbol con su mandil extendido y yo, con más puntería que Guillermo Tell, le iba echando cuidadosamente la fruta desde lo alto, procurando que ninguna pieza cayera fuera del delantal, golpeándose en el suelo. Mi abuela no tenía la paciencia de mi abuelo; era de genio vivo, y me hubiera echado un gran rapapolvo. De todos sus nietos, ella me prefería a mí para ese menester.

Y ahora, otra anécdota que pone de manifiesto mi timidez; ésta era tan grande que me hacía parecer tonta. En el pueblo de al lado – a unos 6 kms. del mío – y que se llamaba Santa Coloma, estaban mis padres por entonces (yo tenía unos 8 años). A mi padre le dieron allí una escuela y mi madre estaba con él, excedente por enfermedad; ya había comenzado con depresiones y su escuela estaba en otro pueblo riojano. Para evitarle preocupaciones, mis abuelos (padres de mi madre) nos tenían con ellos a los tres hermanos que éramos entonces. Mis padres estaban con la Señora Josefa, una buenísima mujer que cuidaba de mi madre.

Una mañana, mi abuelo me montó en el autobús que pasaba por mi pueblo hacia Santa Coloma. Le pagó el billete al conductor y me colocó en un asiento junto a una ventanilla. Yo, por primera vez en mi vida, me vi montada en un vehículo con ruedas y motor, ¡nada menos que un autobús! Acostumbrada a ir en burro o en carro, la velocidad de aquel vehículo y la rapidez con la que yo veía pasar a los árboles de la carretera mirando alucinada por la ventanilla, hicieron que me sintiera flotando como un globo. Abría los ojos espantada y hasta el paisaje me parecía irreal. En Santa Coloma me esperaba mi padre, que me ayudó a bajar del autobús, y algo notó en mi expresión pues me preguntó que si estaba bien. Cuando yo vi las calles de aquel pueblo, sentí un enorme desagrado; estaban sucias y olían mal: Recordé entonces lo que mi padre nos contaba de ese pueblo, decía que en él había:

mucho burro

mucho guarro

mucho perro

mucho barro

Era así exactamente. Pasé el día con mis padres. Mi madre, al verme, se animó y salimos a pasear por aquellas calles, sorteando “materias” malolientes.

Por la tarde mi padre me subió al autobús, pagó el billete y me dio un beso de despedida. Yo volví a aturdirme con la velocidad. Al llegar a mi pueblo no me esperaba nadie y yo no me movía del asiento. Veía que aquel era mi pueblo, pero nadie me decía que me bajara. El conductor, a punto de arrancar, me vio y me dijo extrañado: “Niña, ¿no tienes que bajarte en este pueblo?” Yo me sentí tan avergonzada por mi timidez, que me puse coloradísima y la cara me ardía tanto, que se podían asar castañas en ella. Me bajé y busqué la casa de mis abuelos (supe llegar hasta allí…). Como es natural, no les dije nada de este episodio porque me moría de vergüenza. ¿Cómo podía ser yo tan corta y tan pánfila? ¿Cómo he podido llegar a ser una persona normal y desechar ese apocamiento? Hace 84 años de aquello y aún lo recuerdo con bochorno.

Los Olmedo

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

“Cuando los Olmedo llegaron a su casa nueva, soplaba el levante”. En realidad, no era su casa propiamente; iba a serlo durante cinco meses, porque se la había dejado su amigo Juan.

Los Olmedo, un matrimonio de músicos de mediana edad, causaron sensación en el pueblo; él era muy conocido como pianista, compositor y director de orquesta y ella tocaba el arpa con gran sensibilidad y lo acompañaba en muchos de sus conciertos.

Su llegada a aquel lugar se debía a que a él, a Daniel, le habían encargado una Sinfonía que debía componer en el plazo de cinco meses. Necesitaba un sitio tranquilo, en contacto con la naturaleza y lejos del bullicio de la gran ciudad. Recordó la casa de su amigo Juan y se la pidió, a lo que este accedió gustosísimo, pues la tenía libre.

La casa estaba en las afueras del pueblo, en lo alto de un montículo y las vistas eran espléndidas: por un lado, el bosque extendiéndose hasta el horizonte y por el otro, la montaña con el pueblecito en su falda, blanqueando entre huertos y choperas.

Los dos primeros días, la pareja los dedicó a pasear con calma por todos los rincones de aquel paraíso; el pueblo, los montes, el bosque, los prados, las alamedas junto al río… Todo les pareció fascinante. Amalia, de la mano de su marido, contemplaba aquellas maravillas y el alma se le ensanchaba. Se daba cuenta de que era el lugar idóneo para que Daniel se sintiera creativo; él, por su parte, imaginaba este escenario como fondo de su Sinfonía y se alegró del acierto de haber escogido ese lugar. Su gran deseo era internarse en el bosque de abedules, robles, tejos, pinos, encinas, eucaliptos, acacias… y oír el rumor del viento entre las hojas y el canto de los pájaros en aquel lugar de ensueño; quería que todo esto quedara reflejado en su música.

Al tercer día de la llegada, Daniel se “emboscó” (nunca mejor dicho) entre los variadísimos árboles, con abundante papel pentagramado y varias partituras que ya tenía comenzadas; cuando volvió a mediodía, el papel pautado estaba plagado de notas y las partituras se habían completado. Tocó al piano lo compuesto y pasó la tarde ordenando aquellas cascadas sonoras. El canto de los pájaros se adivinaba en ciertas notas saltarinas que alegraban la composición.

Daniel se ensimismaba cada vez más en su trabajo al aire libre y a veces Amalia tenía que ir a rescatarlo para que comiera y descansara un rato. El piano, que su amigo Juan había tenido la delicadeza de traerle, tenía buena sonoridad y con su ayuda, la Sinfonía avanzaba con rapidez; además, él estaba satisfecho de lo que iba componiendo.

Unos días antes de cumplirse los cinco meses, la dio por terminada. Sus seis movimientos tenían armonía; había sido capaz de poner en pie una Sinfonía que duraba cincuenta minutos, que comenzaba con suavidad y terminaba con sonidos vibrantes de todos los instrumentos; el final era sobrecogedor.

“Ahora, pensó, sólo falta que guste”. ¿Estaría el público a la altura de aquella música o le ocurriría como a Stravinski cuando estrenó “La consagración de la primavera” que fue un total fracaso? Todo estaba por ver…

El silencio

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

El silencio es mi aliado. Siempre me he sentido atraída por él. Hasta de jovencita prefería estar en lugares silenciosos como el campo, antes que en otros ruidosos que me aturdían. Quizás por mi timidez y el miedo a decir alguna inconveniencia, he preferido estar más bien calladita, entre gente charlatana.

Recuerdo, ya de bien mayor, en Granada, que me gustaba oír charlas y conferencias de gente interesante. Cuando el orador terminaba y daba paso al turno de preguntas, el silencio se hacía aún más intenso, esperando a ver lo que el público quería preguntar. A mí se me ocurrían algunas, pero me aterraba romper ese gran silencio con cualquier necedad, porque no estaba nada segura de que mereciera la pena lo que iba a decir. De pronto, alguien más decidido hacía esas mismas preguntas que yo había pensado, y en los otros me parecían bien (mi inseguridad de siempre).

No voy nunca a comprar a las grandes superficies, porque además de que me parecen los templos del consumismo y eso me echa para atrás, el ruido y el bullicio que hay allí me son insoportables; prefiero mil veces una tiendecita de barrio, tranquila y silenciosa.

En las librerías, casi tanto como en las Bibliotecas, la gente habla bajito, como mostrando un gran respeto por los libros. Ese ambiente me gusta. En la librería que mi hija tiene en Zaragoza se oye de fondo, como un susurro, música clásica, que a mi yerno le entusiasma; parece que la música, oída así, se alía con el silencio.

Una de las cosas que me gusta disfrutar en el silencio casi de cápsula espacial de mi salón, con los dobles cristales cerrados, es leer y releer los escritos de mis compañeros de relatos; bendito silencio que me hace reflexionar y admirar las atinadas palabras y la imaginación de sus autoras y autores. ¿Cómo iba a sentir lo que ellos dicen su tuviera la televisión puesta o se oyera el ruido de la calle?

Cuando era jovencita, estudiaba por la noche, con el mayor silencio. Muchos años después, en las noches veraniegas de mi casa de campo en Úbeda, ¡qué maravilloso el silencio bajo las estrellas, acompañado del canto suave de los grillos que no lo interrumpían, más bien lo aumentaban!

Para mí, el espíritu se serena mejor con el silencio. Hace unas noches, antes de dormirme (que por cierto me cuesta mucho), estaba pensativa con todo lo que me preocupa por mi situación actual; también pensaba – ¿cómo no? – en la pandemia de nunca acabar. Había un gran silencio y puse en la radio música clásica muy bajita; sonó una voz de soprano maravillosa y tan acariciante, que acompañó al silencio sin distorsionarlo. Fue un momento mágico que me llenó de sosiego y placidez.

Deseo terminar con la conocida frase de Gandhi, a la que tengo gran admiración y que a este relato le viene como anillo al dedo: “Habla sólo si vas a mejorar el silencio”.